Era yo chico, un hijo pródigo del fútbol y la bicicleta. Fuera de ahí, de esos territorios móviles conocidos, hacía agua. Y el circo era uno de ellos. No me gustaban las carpas, el olor a orines de animales y humanos, los pendencieros de la zona, la pobreza disimulada, los traillers romantizados, todo era para mí una auténtica estafa. Solo me gustaba el Globo de la Muerte: allí estaba el cenit del peligro, el olor a aceite quemado de los motorizados era tan delicioso que aspiraba aquello con una delectación formidable. Lo demás eran puras triquiñuelas.

Lejos estaban las postales de viajeros románticos, zíngaros de violín y monito al cuello, caminos de salteadores y magia adentro de baúles. Aquello eran colectivos deshechos y tapiados con remiendos, unas carpas sostenidas por maderones, aserrín y viejos sucios que vendían copos de azúcar o praliné a un precio exorbitante. 

Cuando veo a los cuatro cortesanos que pretenden dirigir este país recuerdo a aquellos ladrones de caminos con sketchs sin gracia y los enmarco en la misma postal junto a los payasos de circo: temibles, inquietantes, peligrosos. En fin que la coulrofobia -la fobia o temor a los payasos- es difícil de curar. Solo se abaten con una bala de plata que los fulmine para siempre, así debe ser. Y quemar en una hoguera los frascos de pintura para maquillaje, no sea cosa que otros se tienten y se conviertan con un poco de paciencia, un espejo y ropa colorida, en los temibles sonreidores que asolaron las pesadillas de mi niñez. 

Lilita no aprobaría este acto y me acusaría de subversivo, mientras extraería de su bolsón horripilante, un set completo de pinturas que aconseja llevar siempre por si acaso haya que trasvestirse. No importa la Carrió: se me apareció en este escrito de repente quizá porque ella es la domadora experta de payasos y su leal vocera. Sigamos. Cuadros de payasos tristes que cuelgan las señoras en sus livings, payasos sensoriales que adivinan nuestros movimientos y llegan a casa para darnos una bienvenida de cuchillos, payasos que atrapan niños para fotografiarse con ellos. ¿Tienen alma? ¿De qué se alimentan? ¿Cómo hacen el amor? ¿Tienen fiebre? ¿Han sufrido operaciones, accidentes ferroviarios, desilusiones amorosas, indigestiones, navidades, festejos por la muerte de los malvados de turno, gritan goles, dicen piropos de mal gusto, dejan propina, les gusta la lluvia? Quien sabe: todo para mi es una incógnita en el horripilante mundo de los payasos. Una disonancia cognitiva. 

Estamos diseñados para desconfiar si el cerebro no tiene claro qué cosa es eso que se mueve y encima de colores. Algunos lo sufrimos como un ataque. Ni hablar de los niñes que ignoran todo. “A vos no te dejo entrar ni vestido de payaso” dice el chiste para prevenir amenazas. Aquello inquietante y desconocido ¿Qué esconde bajo el colorido maquillaje y los desproporcionados rasgos faciales? "El valle inquietante” le llamaba el viejo Freud a algo muy conocido pero al mismo tiempo inusual, la sensación temible y contradictoria. ¿Quién puede sostener una sonrisa permanente? Las sonrisas son positivas, no obstante no se puede aguantar esa máscara de sonrisa todo el tiempo. ¿Vieron detenidamente la de Macri? Es tenebrosa. Las personas cambian de gestos, los payasos no: su comportamiento no nos permite interpretar ese "algo” que lo convierte en terrorífico. Macri sería algo así como un diletante, un replicante malo porque además de su gesto viene armado. ¿Se fijaron en Bolsonaro cuando sonreía? No podía hacerlo, y cuando lo lograba era monstruoso. Ahora tengo ante mí las caras de los cortesanos.

Primero veo goles preciosos en el mundo, un campo de flores en primavera, pececitos en el Caribe, algunas damas en la playa, y leo poemas virtuosos, luego de lleno me zambullo en entender sus gestos. Ninguno sonríe, por ende mi teoría del Payaso Malo se esfuma. Pero son iguales a lo que generan en mi patología: todo aquel que no cambia el gesto ya sea sonriendo o con cara de tujes son para desconfiar, se los juro. Y más aún cuando amenazan, ordenan, operan. Son payasos al revés pero con el ancho de espadas cruzándoles el pecho. Gente fea, como los payasos que tanto asustan. 

¡Ah, si pudiera volar como cuando era pibe con la espada de Nippur segando cabezas de enemigos, luchando cuerpo a cuerpo contra los reyes, contra los diablos, contra los malditos de las historietas! Pero no; soy un hombre a punto de jubilarse y un poco subido de peso: no podría levantar el vuelo. Pero añoro la magia literaria de poder abatir al Mal desde el aire y llegar triunfante a desayunar con la dama bonita que me esperaba en su patio de baldosas con olor a azahares y fondo de bandoneón mezclado con Almendra o Frank Zappa desde el Winco. 

Era otro tiempo, amaba la metafísica del inventor de simultáneas ideas preciosistas en que me habían convertido: un chico sin maldad, nacido para arrebatos de libertad y justicia en batallas libradas con una sonrisa. Era el feliz al que consideraban infeliz porque nunca sonreía, era el malhechor que robaba frutas para la soldadesca, era el buen alumno callado que se inspiraba con el Himno y creía ver caballitos de guerra donde había guardapolvos moviéndose, siempre pensando, alejado de las ruinas y propenso a mirar el futuro ahí nomás, cerca de mis narices, sin circo pero con el pan justo para vivir. 

Los payasos estaban lejos, en otros territorios, por la incipiente televisión en programas para chicos y más lejos aún, estaba el mundo exótico que me estaba esperando en cuanto dejase los pantalones cortos para subirme a un velero y dar la vuelta al mundo.

-Sos más lindo cuando te reís -decía mi madre. Pero estuve siglos sin una sonrisa, acomodando dentro mis huesos y preparándome para un universo mejor que el que me había traído al mundo. Estuve eras cabalgando en tierras cercanas y lejanas, serio, sin esa mueca de payaso, escapando del patetismo y el papelón. Con pudor, con orgullo, con vergüenza.

Cuando veo a esta Corte argentina me pregunto si alguna vez han caminado la tierra hasta entenderla. La respuesta es no y aunque no se ve, la pintura de payaso les cae a chorros por sus caras de piedra.

 

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