En 1955, en medio del golpe contra Perón, José Luis Busaniche y Rafael Alberto Arrieta esperaban que saliera un libro que habían producido a cuatro manos y que Hachette les estaba publicando. Los dos viejos historiadores nacionalistas compartían la manía de los libros de viajes, del remoto primer siglo argentino cuando todavía éramos un destino exótico. Ya habían publicado varios, y el que salía en esos tiempor turbios era el del inglés Thomas Woodbine Hinchliff. Ni Busaniche ni Arrieta lo destacaron, porque eran profesores serios, pero lo que estaban editando era la historia de un goloso, de un hombre al que le gustaba comer y le importaba la comida. El libro es literalmente un deleite y un mapa de qué se podía comer en estas pampas en 1861.

Hinchliff era un producto de su época, de los buenos. Educadísimo, miembro de la Royal Geographical Society, explorador en esas épocas en que recién se estaba inventando el turismo y con un amor desbordado por las montañas. Ya había escrito un buen libro sobre los Alpes y alguien le había pinchado el globo hablándole de los Andes, con lo que hizo lo que hacía un explorador de esos tiempos, se tomó el barco. Pobre, nunca llegó a ver el Aconcagua ni de lejos, pero escribió un libro sencillo, agudo y directo sobre las pampas argentinas y las de la Banda Oriental. Y de todo lo comestible que por ellas corría.

Resulta que Woodbine tenía un primo que vivía por acá, capitán de un barco mercante y bien conectado con la sociedad de la pequeña aldea que contaba con 140.000 almas. Gobernaba Mitre y el recién llegado llegó a ver a la Guardia Nacional desfilando canchera rumbo a Pavón. Era un momento inseguro, con la guerra contra la Confederación indecisa, y Hinschliff observa que todo el que podía compraba onzas de oro, que todavía no se usaba cubrirse en dólares... La cosa es que una madrugada lo despertaron los cohetes que festejaban el triunfo de la provincia porteña contra el interior y la mala noticia de que el oro perdía cotización.

Poco después de la batalla, el inglés se va con un amigo a uno de los campos de un tercer amigo, este estanciero con varias propiedades. Acá empieza un cuento fascinante, porque el campito era en Monte Grande, en esa época un flamente centro lanero y gran lugar para cazar por las muchas lagunas. Había tan poca población que Hinschliff cuenta la alegría que era una visita a alguien: bastaba otear el horizonte, encontrar el ombú que marcaba siempre la presencia de un rancho y darle derecho, sin preocuparse por caminos, ni cercas, apenas por las vizcacheras.

El viajero entiende de caballos y elogia al criollo por su resistencia y su inteligencia. El y su amigo usan silla inglesa, aunque entienden la utilidad del apero criollo como tienda y cama portátil, pero lo encuentran demasiado pesada para el pingo. Lo que le encanta es la manea, artefacto que parece que inventamos por acá y describe con el entusiasmo del que descubre el freno de mano. Una curiosidad es que los petisos de la época no estaban acostumbrados a saltar, con lo que cruzar el menor arroyito era un tema.

Pero el viaje se alarga y Hinschliff llega con hambre a una casa larga, baja y con galerías donde nadie los espera. La encargada, una escocesa vieja los asusta explicando que como no le avisaron, no hay nada para comer. Hinschliff y el amigo se ponen a revisar alacenas y encuentran "sardinas, pickles y una caja de langostas de mar en conserva, deliciosas, que habían conservado su sabor y frescura no obstante haber sido pescadas en Nueva York". Quien se sorprenda con las latas norteamericanas, las sardinas españolas y las botellas de Burdeos que encuentran después, aprenda que los canales de distribución campo adentro eran más complejos de lo que parecen.

Hinschliff se calma con las golosinas encontradas y con la presencia de varios cientos de ovejas en el lugar, "de modo que su carne no podía faltarnos". Lamenta que no haya pan, que en el campo de la época era rarísimo, y había que arreglarse con la durísima galleta criolla, "que hay que tener mano fuerte para romperlas contra una esquina de la mesa". Pero ya está pensando en perdices y en lo que las lagunas de Monte Grande pueden proveer en materia de patos.

En la primera caminata, se encuentran con el "teru teru", al que curiosamente encuentran mansito y amistoso. Por las dudas, le pegan una perdigonada a un par aunque "después encontramos la carne muy correosa y renunciamos a cazarlos para la mesa" aunque no por venganza cuando su griterío avivaba a los patos. El siguiente plato es el peludo, considerado un manjar local, pero "que se parece demasiado a la carne del erizo como que resulte agradable a un inglés".

Finalmente, llegan a la primera laguna, cubierta de unos pájaros que encuentran parecidos a las "gallinas de agua" inglesas. Hinschliff cuenta que los paisanos tienen dos trucos para cazarlos sin armas, habiendo observado que los pájaros sólo se alarman si ven moverse a un ser humano. Un truco es tener un caballo mansito que camine hacia el agua, y esconderse atrás hasta manotear un pájaro. Otro, más eficiente, es hacerse un casco con una calabaza, entrar despacio al agua y quedarse quietito hasta que los pájaros de calmen. Cuando te empiezan a nadar cerca, los agarrás de las patitas, los hundís y los atás al cinturón. Al parecer, los demás ni se dan cuenta y esto permite levantarlos por docena, cosa de venderlos en la ciudad.

Sin el caballo apropiado y sin calabazas a mano, los ingleses siguen a la siguiente laguna y la encuentran totalmente cubierta por los flamencos más bellos que hubieran visto. Usando cartuchos Eley, una novedad del momento, bajan un par que van a parar a la olla esta misma noche y que son los últimos: son tan bellos que se juran nunca más matar flamencos. Se dedican, entonces, a los patos, de los que cazan una buena docena. Camino de vuelta, paran por el rancho de un señor Clarke, escocés él, que a cambio de algunas novedades del viejo país los provee con una limeta de ginebra, un jamón y, lujo de lujos, un pan entero.

La hecatombe de patos sigue en varios días y varias lagunas más, junto con otras aves que se asan o guisan por curiosidad nomás. Hinschliff se prende gustoso a un caso temprano de control de plagas, saliendo al caer la tarde a matar vizcachas. Lo hace por deporte, porque cuando se las hacen probar no le gustan, tal vez porque todavía no se hacían al escabeche o porque le contaron que se parecían a las marmotas alpinas, "un animal grasoso". 

La nota final es que se comían duraznos, que le gustaban y se plantaban por todas partes, y que en casa de ingleses te convidaban caña, muy exactamente descripta como "el ron de Sudamérica", mientras que los anfitriones criollos convidaban mate y cigarritos. En ninguna parte, asombrosamente, se habla del dulce de leche. Los ingleses miran el asado de lejos, en la matera de los peones, pero ni se le arriman.

"Fueron unas pocas semanas que agregan algo digno de señalarse en la vida de un hombre", cierra el relato Hinschliff, de camino a la ciudad. Donde, no deja de recordar, hay unos cuantos restaurantes muy interesantes y bien surtidos.