De Portugal e Italia provienen las dos relucientes participantes de la Competencia Oficial Internacional del 24° Bafici. La primera, una ficción introspectiva y contemporánea con derivas que se expanden al pasado colonialista portugués; la segunda, un diario en primera persona que explota de cinefilia, y cuyo origen no es otro que la más estricta de las cuarentenas covidianas. Dos películas que no podrían ser más diferentes entre sí, aunque están unidas por el deseo de llevar las posibilidades del cine mucho más allá del estándar de los relatos “realistas” al uso.
Montajista con amplia experiencia –fue uno de los responsables en ese terreno de varias películas de Miguel Gomes como Tabú, Aquel querido mes de agosto y el tríptico Las mil y una noches–, Telmo Churro debuta en la dirección con India, un largometraje inconfundiblemente luso. Por sus locaciones, desde luego: las calles, plazas y museos de Lisboa, registrados en un bellísimo 16mm. Pero también por su particular ritmo, un anti-naturalismo deudor de ciertos films de Manoel de Oliveira y el jugueteo constante con la rotura de la cuarta pared. Y, por supuesto, por la melancolía que permea todas y cada una de las escenas que la integran.
Tiago es un cuarentón que vive con un hijo adolescente y su padre, que fue marinero y ahora disfruta de dar consejos y tomar helado. El racconto de su vida es veloz y en primera persona: alguna vez supo ser el niño más alegre del barrio, de joven deseaba ser un historiógrafo rebelde y ahora pasa los días acompañando a turistas como guía citadino. Por alguna razón nunca explicada, una mujer brasileña de vacaciones en Lisboa toma una habitación en el departamento de Tiago. El automóvil del protagonista no enciende, quizás como un corolario mecánico de su estado interior: frustrado con todo y con todos, recientemente separado de su mujer, a quien imagina pasándola bomba en un destino laboral africano, Tiago sale a regañadientes a recorrer plazas y edificios junto a su padre y la visitante, recitando el speech del guía turístico en piloto automático. Por las noches, cuando la bronca toca su techo, encerrado en su dormitorio, golpea objetos durante un buen rato, catarsis cotidiana para una crisis de hondo contenido existencial.
Pero Índia (el título de la película remite al territorio de la fantasía, al pasado de viajes marítimos de descubrimiento, de posesión de tierras lejanas en nombre del rey) no es un tratado psicológico ni nada que se le parezca. Con un sentido del humor asordinado que, en ocasiones, da un paso hacia delante, un componente literario en los diálogos que se aferra al estilo epistolar de siglos pasados y un sentido de la ironía que nunca lo abandona, el film juega a abrir puertas y ventanas narrativas constantemente. Una visita a un museo militar recupera remembranzas del anciano, pero también habilita una sección en la cual Tiago, vestido de marinero del siglo XV, reconstruye una vieja historia de pasiones eróticas, islas desiertas y saudades legendarias. Mientras tanto, el hijo sueña con el despegue de un cohete espacial, entrelazado indisolublemente al despertar sexual. Churro entrega una propuesta juguetona e imprevisible, pero detrás de la luminosidad de las capas más lúdicas se esconde siempre el acecho de la muerte, esa certeza que suele empujarse hacia el fondo de la mente y el espíritu, usualmente sin demasiado éxito.
Una claustrocinefilia, del crítico de cine, guionista y también editor Alessandro Aniballi, es una película que su propio autor define como un “no film”. Definitivamente no se trata de un documental en sentido estricto, pero tampoco el concepto de ensayo audiovisual le calza como anillo al dedo. La del italiano es una película-diario, construida a partir del encierro obligatorio de comienzos de marzo de 2020, cuando todo el mundo se metía dentro de sus casas (y de sí mismo). “Querida PC”, dice Aniballi, y en ese diálogo con la computadora, en un tono de voz que recuerda vivamente al Nanni Moretti de Caro Diario, comienza el viaje cinéfilo más personal y expansivo. El director debutante reconoce el fracaso de un intento de film previo y recupera unas imágenes tomadas en el Festival de Cannes de 2019, con una entrevista a un veterano crítico que recuerda el extraño caso, décadas atrás, de un colega homeless que vivía literalmente de festival en festival como invitado, aprovechando los pasajes y la hotelería de cortesía.
A partir de ese momento, la obra de Godard y Welles, la de Pasolini y Fellini, de Kubrick y Bressane, comparten pantalla junto a otros colegas prestigiosos y no tanto, los famosos y los ignotos, que el montaje y la febril voz en off de Aniballi entrelazan como un collar de perlas infinito. La exposición crítica, teórica, tiene su lugar cuando el realizador se detiene a analizar en detalle el encuadre y disposición de cada uno de sus elementos en un fotograma de Sed de mal, pero las cavilaciones suelen escapar de los conceptos académicos para recorrer anécdotas, añoranzas, deseos y miedos mucho más íntimos. A un lento fundido encadenado que mezcla el Scottie de Vértigo con los violines fluorescentes de Busby Berkeley le sigue una reflexión sobre encierros pasados y presentes, sobre la edificación de la memoria y las obsesiones. El cine del pasado adquiere así una vitalidad que excede su propio universo para empapar la existencia cotidiana, filtrándose en cada poro y recuerdo personal.
- Índia se exhibe el lunes 24 a las 14.50 en El Cultural San Martín y el martes 25 a las 13.30 en el cine Cosmos.
- Una claustrocinefilia se exhibe el martes 25 a las 15 en la Sala Leopoldo Lugones y el miércoles 26 a las 16.45 en el cine Lorca.