El ceño fruncido retuerce el muy amado rostro de actor. Hay profundas arrujas en su frente y una mirada de malicia misantrópica en sus ojos. Es Tom Hanks como un viudo cascarrabias en Un vecino gruñón, que puede verse en Prime Video. En esta remake de la comedia sueca A Man Called Ove (2015), la santificada estrella de Forrest Gump, según la ocurrencia de algunos periodistas, se ha convertido en Forrest Grump (gruñón). El actor interpreta a un hombre profundamente desagradable, enojado y cascarrabias al que no le interesa la vida después de la pérdida de su esposa. Ya sea que el perro de su vecino haga pis en el pavimento o que el conductor de una camioneta estacione en el lugar incorrecto, él encuentra casi cualquier incidente menor en su vida increíblemente exasperante. Otto es como una versión incluso más rabios del Victor Meldrew de Richard Wilson en la sitcom de los '90 One Foot in the Grave.
Uno podría imaginar que el público se sentiría repelido por alguien tan malhumorado como Otto. Pero, de hecho, pasa lo contrario. Y si se mira la historia del cine, se encontrará que el público continuamente acoge a los gruñones de la pantalla. A veces, esto se debe a que los protagonistas tipo Scrooge descubren más tarde la bondad humana, y las películas terminan de modo redentor, con un montón de rostros sonrientes. El Otto de Hank es un buen ejemplo. En lugar de suicidarse -su plan original, que él echa a perder-, se hace amigo de su nueva vecina embarazada (Mariana Trevino) y su joven familia. En su presencia, sus emociones se deshielan, y su optimismo y su cordialidad regresan.
"Enamorate del hombre más cascarrabias del mundo", anima al público el póster de Un vecino gruñón. Es una invitación que algunos espectadores están luchando por aceptar. La película ha recibido críticas claramente encontradas, sobre todo porque los críticos la encuentran demasiado sensiblera.
Muchos de los más memorables cascarrabias del cine llegan a su pico cuando peor se comportan -y cuanco, al revés de Otto, siguen de ese modo. Lo que los hace atractivos en la pantalla es que no les importa lo que piense la gente.
El comediante WC Fields era un virtuoso de la irritabilidad cinematográfica y raramente se lo vio tratando de congraciarse mostrando un costado más tierno. En el film de 1933Tillie and Gus, en el que Field interpreta a Augustus Winterbottom, un oportunista que persigue una herencia, hay una escena famosa en la que al comediante le preguntan: "¿Te gustan los chicos?"
"Sí, si están cocinados de modo apropiado", replica sin hesitar.
Fields a menudo lograba sus mejores carcajadas peleándose con niños. En sus películas, la domesticidad acogedora de clase media es retratada como horrorosa al extremo. Una comeida alrededor de una mesa con familia y vecinos es un juicio de resistencia. En su film de 1934, The Old Fashioned Way, al comediante narigón se lo ve en plena batalla con un infante (Baby LeRoy) en su silla alta. Cada vez que su madre se da vuelta, el pequeño Albert ataca con algún nuevo acto de terrorismo doméstico contra el personaje de Field, el actor y manager conocido como The Great McGonigle. La escena culmina con el bebé afanándose el adorado reloj de bolsillo de Field y dejándolo caer en la melaza. Mientras los otros adultos todavía están en la mesa, Fields debe mostrar paciencia. Se encoge de hombros ante las humillaciones que se le apilan encima. Sin embargo, cuando los adultos son atraídos fuera de la habitación y él se queda a solas con Albert, no puede resistirse a darle al pequeñito una buena patada.
En su libro WC Fields: Life on Film, el nieto del comediante, Ronald J Fields, revela que cuando se filmó la primera toma de la secuencia, Fields levantó a Baby LeRoy por el aire con la simple fuerza de su puntapie. Los ejecutivos de Paramount estaban espantados y demandaron que la escena se cortara por temor a que recibiera "un rugido de desaprobación del público". Fields se mantuvo firme e insistió en que la patada estuviera en la película. Su única concesión fue volver a filmarla y aplicar su pie en la grupa de su coestrella en pañales apenitas menos fuerte la segunda vez.
Con total razón, la violencia contra los niños es considerada uno de los más grandes tabúes en el cine. Es difícil encontrar una estrella de cine de hoy que acuerde con la opinión revelada del comediante acerca de que "no hay un hombre en el mundo que no haya tenido el deseo secreto de patear a un chico". Fields, de todos modos, es invariablemente el objeto de la broma. El vago viejo y borracho continuamente se encuentra con alguien más vivo que él. Como los desafortunados gangsters humillados por Macaulay Culkin en sus películas de Mi pobre angelito, él es a quien le retuercen las fosas nasales y quien es ritualmente mortificado por antagonistas mucho menores que él.
Pese a todas sus pataletas, Fields estaba entre los más benignos de los cascarrabias del cine. Había algo anárquico y surrealista acerca de su comportamiento. Era muy raro que pareciera vedaderamente malévolo. Otros amargados del cine han sido mucho, mucho peores.
Walter Matthau (1920-2000), el gran actor de carácter de Hollywood, tenía una facilidad asombrosa para hacer que cualquiera que interpretara pareciera cascarrabias y hostil. Ya fuera en el frenético thriller criminal El hombre que burló a la mafia (1973), la versión de Billy Wilder en 1974 del drama real Primera plana, o cuando entregó su performance oscarizada como el abogado cínico y oportunista en la comedia de Wilder de 1966 Por dinero casi todo, siempre era la misma presencia sardónica y malhumorada. Alto, encorvado y con el comportamiento de un alce, él era naturalmente hosco y lúgubre. Más que decir sus líneas, las gruñía.
Matthau no era tan pintón como las estrellas carilindas y sin gracia de la época, pero tenía una personalidad de la que ellos carecían. Él empezó su carrera cinematográfica interpretando villanos en películas como Hombre hasta el fin (1955) y Melodía siniestra (1958), pero terminó convirtiéndose en actor principal. Y habrá sido un gruñón permanente, pero tenía su encanto. También combinó brillantemente con su coestrella regular, el incluso más áspero y menos zalamero Jack Lemmon, con quien apareció en películas como Por dinero casi todo y Extraña pareja (1968) hasta Dos viejos gruñones (1993).
Bill Murray, quien es lo más cercano que tiene el cine contemporáneo a un grinch a lo Walter Matthau, aseguró en una entrevista en 2004: "Sé cómo ser agrio. Conozco el sabor". El películas como Los fantasmas contraatacan (1988) y El día de la marmota (1993), hasta Perdidos en Tokio (2003), interpretó personajes tan hartos de la vida como el Otto de Hanks. Murray, que hoy tiene 72 años, la rompía retratando la angustia y el hastío de la mediana edad. Era seco, sarcástico y tenía un timing cómico brillante.
Recientes acusaciones de peleas con coestrellas y "comportamiento inapropiado" en sus sets sugieren que Murray a veces se comportó tan objetablemente fuera de cámara como en ella. El actor, eso sí, nunca pretendió ser agradable. La razón de ser de los mejores cascarrabias del cine es que no intentan caerle bien al público. Generalmente, cuanto menos simpático es su comportamiento, más vívidos se tornan. Ese es ciertamente el caso de Maggie Smith en la película The Lady in the Van (2015), de Nicholas Hytner. Ella interpreta a la señorita Mary Shepperd, una anciana con problemas mentales que vive en la pobreza en una furgoneta Bedford vieja y desvencijada. Es una "mujer enferma en busca de una última morada" quien le hace demandas intolerables al escritor Alan Bennett (Alex Jennings) después de que él le permite estacionar su vehículo en la entrada de su casa en Camden. Puede que la señorita Shepperd no sea agradable ni racional, pero es tozuda y eso es lo que la convierte en un sujeto tan vivaz para una película.
Un actor legendario como Clint Eastwood pudo salirse con la suya intrepretando a patriarcas truculentos en sus últimas películas porque el público tiene tan buenos recuerdos de él protagonizando todos esos westerns y policiales en su momento cumbre. Los enojados justicieros jubilados como el viudo veterano de la Guerra de Corea que interpreta Eastwood en Gran Torino (2008) no están muy lejos del bandolero vengador que encarnó en Los imperdonables (1992) o de su protagónico en Harry el sucio (1971). Todavía desafiaba pandilleros callejeros para hacerse el día. La diferencia es que ahora es más viejo, más malo y con mucha más artritis.
Hay un sexismo obvio cuando se trata de gruñoñes en el cine. Mientras que abundan las películas en las que a viejos malhumorados como el Otto de Hanks se los muestra en busca de redención, las viejas malhumoradas -pese a la vagabunda de Smith- tienden a ser tratadas con mucha menos simpatía. Es llamativo que estrellas de Hollywood como Bette Davis y Joan Crawford haya interpretado regularmente a brujas en la última parte de sus carreras. Los personajes que tuvieron en ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962), o los que le tocaron a Davis en Cálmate dulce Carlota (1964) y A merced del odio (1965), tenían una cualidad psicótica. Ya sea que están tramando la caída de alguien más o sean las víctimas de malévolas maquinaciones ellas mismas, son igualmente grotescas.
Los mejores malhumorados no necesitan una cobertura de azúcar. Películas como Un vecino gruñón y su contraparte sueca A Man called Ove están debilitadas por su sentimentalismo artero. Historias más crudas como The Lady in the Van o Nebraska (2013), de Alexander Payne, en la que Bruce Dern intrepreta al anciano de feroz mal carácter, finalmente tuvieron más impacto porque son muy cáusticas y despiadadas. El humor también ayuda. Desde Fields hasta Murray, los viejos demonios irascibles que el público tiende a valorar más son aquellos que saben cuando meter el dedo en la llaga más dolorosa. ¿Por qué los apoyan incluso si se están comportando horriblemente? Después del incansable goteo de películas con héroes y heroínas buenos y preciosos, hay algo inherentemente refrescante en los personajes malhumorados y apesadumbrados que están tan frustrados por los desafíos de la vida diaria como cualquier persona común. Y además responden de un modo petulante y mezquino.
Cuando WC Fields juega al golf en su película The Dentist (1932), se pone más y más furioso mientras sus pelotas siguen hundiéndose en el lago. Al principio, tira su palo al agua. Después tira la bolsa. Finalmente, agarra al caddy y lo arroja al agua por si acaso, antes de irse del campo echando chispas y resoplando. Ese es un comportamiento que uno debe aplaudir.