La reciente reunión del G-20 en Hamburgo planteó un horizonte complejo para las perspectivas de una rápida recuperación del comercio global. El evento mostró los límites de Alemania y sus aliados para frenar el dinamismo de Estados Unidos, que impugnó las políticas de apertura comercial, salvaguardas medioambientales y todo otro planteo que limitara su autonomía nacional para proteger la producción industrial. Además, avanzó en coincidencias geopolíticas con Rusia y le ofreció al Reino Unido un proceso de integración económica más ventajoso que el de la Unión Europea.
En cuanto a la UE, a partir del crack financiero de 2008-2009 sólo Alemania pudo alcanzar una tasa de crecimiento promedio en el lapso 2010-2016 de 2,8 por ciento del PIB, superior al resto de la Eurozona. De hecho, la Europa del Euro lleva siete años sin políticas de reactivación de la demanda efectiva y presiona a sus miembros para alcanzar el desarrollo y la competitividad de la economía germana, como requisito esencial para mantener el Euro. Pero este desafío es inviable. Sostener un Euro fuerte solo es beneficioso para el país de Angela Merkel, que impone así los precios de sus productos manufacturados exportables –ligados a la ciencia y la tecnología– y, a la vez, puede comprar baratos los insumos requeridos.
Los EE.UU., en tanto, emergieron de la crisis internacional 2008-2009 con dos características novedosas: 1) una política monetaria laxa basada en una fuerte expansión de la base monetaria que permitiera liquidez suficiente para los bancos afectados por la crisis y, a su vez, una tasa de interés muy baja respecto del nivel de precios internos para licuar las deudas acumuladas por familias y empresas; 2) una fuerte expansión de su sector energético, que le permitió obtener singulares ganancias de competitividad a escala planetaria y replantearse la posibilidad de un nuevo predominio industrial.
Energía barata, programas de infraestructura y proteccionismo industrial parecieran ser los rasgos de la nueva economía norteamericana. Esto tiende a dislocar los procesos de integración comercial a escala global y, a la vez, genera una combinación de medidas proteccionistas y/o intentos de mejorar la competitividad en el resto de las naciones. Falta saber el rumbo que adoptará China, la segunda economía del mundo, frente a este escenario.
En ese marco, el presidente argentino Mauricio Macri promueve un tratado de libre comercio Unión Europea-Mercosur que intenta contrapesar los conflictos planteados por el cambio de liderazgo estadounidense. Este tipo de acuerdos siempre tuvieron escasos avances por dos factores esenciales: las políticas proteccionistas de la UE sobre su producción agrícola y las políticas proteccionistas del bloque sudamericano sobre su producción industrial. No obstante, la llegada de Michel Temer a la presidencia brasileña parece impulsar un rumbo aperturista en línea con la Argentina.
En tanto Argentina y Brasil persistan en este sendero en un mundo que se desliza hacia una guerra comercial, su único horizonte es la implementación de políticas de deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores y de sus derechos como forma de ganar mercados internacionales.
A esto debemos sumar el cambio de dirección de los flujos financieros internacionales a partir de un aumento de la tasa en los EE.UU. y la demanda de mayores fondos que haga ese país para financiar su infraestructura. La apuesta de Macri puede profundizar nuestra vulnerabilidad externa, pues una apertura generalizada del comercio provoca un déficit de la cuenta corriente del balance de pagos que sólo puede ser equilibrado con el ingreso de dólares financieros. Si se interrumpe este soporte, la corrección interna de esta política puede ser traumática.
* Secretario de Economía y Hacienda de La Matanza.