Desde Barcelona
UNO Si hay un misterio aún más grande que el de entrar a una librería y salir de allí con algo que no se buscaba porque ni se sabía que existía o sí pero, de pronto, ha llegado el postergado momento de poseerlo leyéndolo, ese misterio es el de entrar a una librería y salir de allí con algo que no sólo sí se sabía de su existencia sino que, además, ya se leyó. Si leer es acaso aquello que convierte al ser humano en algo más que un animal salvaje, entonces releer posiblemente lo acerque un poco más a la condición divina. "Uno no puede leer un libro: uno sólo puede releerlo", postulaba Vladimir Nabokov. Y añadía: "Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un relector".
Todo lo anterior para decir que el pasado domingo --inmerso en esa suerte de encomiable histeria colectiva, pero histeria al fin, que es rosáceo-libresco Día de Sant Jordi-- Rodríguez, histérico, se abrió paso entre multitudes, descendió los escalones de su librería amiga resuelto y tradicional a comprar un libro sí o sí. Y salió a la superficie con algo que había leído hace tiempo pero que, de pronto y sin aviso, tenía gran necesidad de releer: la flamante edición de los Cuentos completos de James Salter.
DOS Y, de acuerdo, su reedición puede, en principio parecer tan caprichosa como innecesaria. Porque cualquier seguidor más o menos atento y de la literatura Made in USA seguramente ya ha disfrutado de los tan sombríos como luminosos claroscuros en Anochecer (1988) y en La última noche (2005). Pero siempre hay motivos para que Salter vuelva o para volver a Salter: para que vuelva porque estos Cuentos completos resultarán en una magnífica puerta de entrada para quienes entren en lo suyo por primera vez y, desde aquí, ganar altura con obras maestras de la novela como Juego y distracción y Años luz y de las "recollections" de Quemar los días. Y para volver porque Nabokov siempre tenía razón. Así, todos felices por el demorado encuentro o por el bienvenido reencuentro. Cita que se potencia con un preciso e inspirado prólogo de otro gran estilista, el irlandés John Banville, y por el bonus-track de "Carisma": un brillante inédito que puede leerse casi como una coda/desvío de/a su última y muy extraña novela Todo lo que hay (2013).
"Extrañeza" que es la misma de estos cuentos porque, en su aparente naturalismo, Salter es un escritor muy raro a pesar de --como apunta Banville-- hacer parecer fácil aquello que es lo más difícil en literatura: "Representar una realidad común y corriente: sólo los mejores han tenido éxito en esta tarea... Pero a menudo la atención del lector se queda enganchada en un detalle revelador, como una uña en un vestido de seda". Y --como la de Flaubert o la de Joyce o la de Fitzgerald o la de sus muy admirados Babel y Nabokov, a quien Salter entrevistó-- la inmejorable realidad de Salter es una realidad aparte. Una realidad suya que --al explorarla-- primero produce un efecto de cierta artificialidad por la sensual precisión y elegante cadencia de su estilo pero que, enseguida, convence de que no existe otra manera posible ni mejor de ser realista.
Por lo demás, ya se sabe o ya se sabrá: las oraciones exactas compuestas de palabras justas (y admiradas por Sontag, Barnes, Ford, Bloom y sigue la fila), el tratamiento del personaje femenino un poco a la antigua pero con potente empatía vintage (alguien lo acusó de anticuado y machista por casi celebrar a uno de sus héroes como "siempre al mando en la cama" pero esto no impedía la superioridad de mujeres fatales exhalando, como si fuese humo de cigarrillos, cosas como "Oh, mi teoría… Mi teoría es que ellos te recuerdan por más tiempo si tú no los recuerdas"), la épica sin estruendo del hombre de acción (Salter fue piloto de combate en Corea y bon vivant curtido; uno de sus últimos libros fue recopilación de recetas suyas y de colegas escritores), seductor en serie à la Don "Mad Man" Draper, turista sin fronteras ("No hay hombre que -si es honesto consigo mismo- pueda evitar el sentir envidia ante la biografía de Salter", admitió John Irving) pero, también, padre de hija muerta en accidente doméstico al que, en su memoir, se refiere fugazmente porque "Puede recitarse la muerte de reyes pero no la agonía de perder a un hijo").
Aquí, cuentos como prueba reincidente e incontestable de que --según declaró Salter a The Paris Review-- lo suyo no era más ni menos era "juntar palabras: me gusta frotar a las palabras entre ellas, como si las tuviera en una mano cerrada. Sentirlas dar vuelta, chocar, y después elegir nada más que a las mejores". De ese gusto suyo, el placer nuestro por lo que Salter explicó conseguía así: "Por lo general la idea para un cuento se me ocurre el lunes y lo escribo el viernes. Pero entre ese lunes y ese viernes pueden pasar varios años".
TRES Ya se lo dijo Rodríguez y aquí se lo repite, como releyéndose a sí mismo: Salter es el tercer hombre. Aquel que combina lo mejor de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Prosa lírica y diálogos exactos, la guerra y el extranjero, la muerte del amor y la fascinación por los ricos. Pero mientras Hemingway es un aventurero de lo macho y Fitzgerald un sentimental de lo masculino, Salter se consagra como el gran romántico de la hombría alcanzado, además, una apasionada y erótica sexualidad que Nick Adams o Jay Gatsby jamás soñaron con experimentar (alguien comentó, con tan burlona como deslumbrada gracia, que "en los libros de Salter, cuando hombres y mujeres hacen el amor, la tierra no se conforma con moverse; se estremece bajo el más poderoso de los terremotos"). Pero Salter, sin caer en la bravuconada hemingwayana o en el crack-up fitzgeraldiano, es un narrador mucho más sabio y preciso a la hora de establecer las justas coordenadas de las acciones y reacciones de sus personajes y de lo volátiles e inestables que son las relaciones entre hombres y mujeres. "Soy, en verdad, un romántico y un clasicista. Casi me enamoré dos veces", proclama un personaje de Salter en uno de los cuentos de Salter.
Pues eso.
Un clásico y un romántico.
CUATRO Por fin "de moda" y celebrado en todas partes (luego de tanto tiempo de, dijo alguien, "ser el más secreto de los escritores secretos"), nonagenario y aún con estampa de galán de cine y todas sus facultades intactas --poco antes de morir, puntilloso hasta el final, durante una visita al médico para un chequeo de rutina-- en una entrevista Salter afirmó sonriendo: "Lo mejor y lo peor del oficio de escritor es el tener que hacerlo. Cualquiera te responderá lo mismo. O haberlo hecho y haber fallado... Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro...".
Por suerte, los buenos escritores siguen haciéndolo y disparando una y otra vez para dar en el mismo blanco, como lectores que releen.
CINCO En un momento de Quemar los días, una mujer, un tanto exasperada, le pregunta a Salter "¿Qué es lo que quieres?"
"Ser inmortal", responde Salter sin dudarlo un segundo.
Misión cumplida porque, piensa Rodríguez, la inmortalidad de un escritor pasa siempre por la de que su obra no pase nunca del todo. Es decir: su inmortalidad pasa por la de ser releído.
Allá va Rodríguez, de nuevo. Aquí viene Salter otra vez.