En todo este tiempo –en el que marcamos nuestras profundas diferencias con los dirigentes de la UCR escudados en la sigla, por su decisión de sumarse a un proyecto de restauración conservadora y neoliberal– evitamos polemizar con ellos personalizando el debate.
Esta vez, no podemos dejar de hacerlo. Gerardo Morales y Mario Negri han tirado a la basura la tradición latinoamericanista de Yrigoyen, Illia y Alfonsín, que -junto a la defensa de la educación pública- han sido pilares fundamentales e inconmovibles de la identidad radical.
Morales dijo ayer que “la Comisión Interamericana de Derechos Humanos son burócratas que viven en Washington”. Esos “burócratas” son los que vinieron en el año 1979 y desnudaron el genocidio que practicaba la dictadura militar.
Morales desconoce que en ese tiempo militantes radicales hicieron cola frente a la sede de la OEA, en Avenida de Mayo, jugándose la vida, para llevar denuncias sobre la desaparición de personas y la existencia de campos de concentración.
No es casual que los desaparecidos que tuvo el radicalismo fueron, precisamente, abogados que defendían los derechos humanos, como Sergio Karakachoff, Mario Abel Amaya, Angel Pisarello o Felipe Rodríguez Araya, cuya memoria con estas declaraciones, Gerardo Morales insulta.
Por su parte, Mario Negri, motivado por llevar la campaña sucia a cualquier terreno, se sumó con un proyecto al desatino que practica el impresentable de Macri, tratando de poner en la agenda electoral una delicada cuestión de política regional. Nadie puede negar que en Venezuela se vive una crisis. Un presidente de Argentina, frente a esa situación, tiene dos maneras de actuar, o hace de bombero o trabaja de incendiario.
Cuando Estados Unidos se preparaba para invadir Nicaragua, Hipólito Yrigoyen le dijo a Hoover, en una comunicación telefónica, que “los pueblos son sagrados para los pueblos como los hombres son sagrados para los hombres”.
Muchos años después, Arturo Illia –en 1965– se negó a enviar tropas argentinas a la invasión norteamericana a Santo Domingo, a pesar de las presiones de la OEA y del entonces comandante en jefe del ejército, Juan Carlos Onganía.
Unos cuantos años después, Raúl Alfonsín tuvo que decidir sobre una crisis aún mucho más riesgosa que la que presenta hoy la situación de Venezuela. En ese entonces, el gobierno de Ronald Reagan había preparado una invasión a Nicaragua –gobernada por los sandinistas– que, de haberse producido, habría contagiado a toda Centroamérica en un baño de sangre incontrolable. ¿Qué hizo Alfonsín? Se puso al frente de un grupo denominado Contadora, que medió en el conflicto desembocando en un proceso electoral que evitó la invasión, pacificando así a toda la región.
En una etapa más contemporánea, en su rol de Secretario General de la Unasur, Néstor Kirchner logró superar una crisis que podría haber derivado en una guerra entre Venezuela y Colombia, sentando en una mesa, nada más y nada menos, que a Hugo Chávez y Alvaro Uribe, representantes de dos extremos en materia de mirada política.
Sé que es una herejía comparar a Yrigoyen, Illia, Alfonsín y Kirchner con Mauricio Macri, quien ha decidido en el caso venezolano actuar como un piromaníaco que anda desparramando nafta irresponsablemente.
Lo hace por dos razones, en primer lugar porque quiere servir a los intereses de la derecha norteamericana, y en segundo lugar porque quiere bastardear, incluyendo en la agenda electoral, un tema de política regional extremadamente delicado.
Mario Negri y muchos radicales deberían reflexionar sobre la diferencia que hay entre estadistas y un mamarracho.
También deberían reflexionar sobre la tradición radical de no intervención ni injerencia en los asuntos de otros países hermanos.
En realidad, estos horrores de política exterior del gobierno macrista –a falta de otras razones que sobran– deberían ser motivo suficiente para que abandonen Cambiemos.
Pero no soy ingenuo, sé que es pedirles demasiado a ellos, aunque no a quienes abrazaron la causa del yrigoyenismo y del alfonsinismo.
* Candidato a diputado por Unidad Ciudadana.