La reciente noticia, llegada de España, del otorgamiento del Premio Formentor de las Letras 2023 al francés Pascal Quignard, coincide en Argentina con la aparición de El hombre de las tres letras, onceavo volumen, el último, de la serie de novelas englobadas con el título Último Reino. Con traducción de Silvio Mattoni, la editorial El cuenco de plata culmina así también la traducción al castellano de toda esta serie –a los volúmenes traducidos por Mattoni se suman otros, por Carlos Schilling–, además de varios títulos más, como El ser del balbuceo, El odio a la música, Las lágrimas y Ese jardín que amábamos, todas obras notables donde se conjugan de modo tan inteligente e inventivo como sensible la filosofía y la literatura, oriente y occidente, la experiencia individual y el arte (como una expansiva y entrelazante significación) que recorre y cruza eras y etapas históricas, sucesos, geografías y cosmovisiones. Quignard -que fue investigador, músico, organizador de eventos artísticos, guionista, y trabajó varias décadas para la editorial Gallimard, hasta que en 1994 se retiró de todas esas ocupaciones para dedicarse sólo y exclusivamente a escribir- es autor de más de setenta títulos. De ahí que el jurado del Formentor destacara en su acta que: “Su extensa obra, nacida al margen de los dictados del tiempo, despliega el exhaustivo dominio de una lengua flexible, luminosa y penetrante. En sus numerosos libros una deslumbrante erudición renueva la energía creativa de las primeras fuentes”. Habiendo recibido ya otros premios y distinciones importantes como el Marguerite Yourcenar por el conjunto de su obra, el gran premio de novela de la Académie française y el Goncourt, Quignard ha sido ahora honrado con un galardón que recibieran en su momento, entre otros, Samuel Beckett y Jorge Luis Borges, Henry Miller, Alejo Carpentier, Witold Gombrowicz, Saul Bellow, y más recientemente –desde 2011, cuando el premio se restableció, tras una larga pausa, comenzada en 1968– Carlos Fuentes y Enrique Vila-Matas, y varios argentinos como Ricardo Piglia, Alberto Manguel y César Aira.
La aventura humana en que puede transformarse la existencia, desde la pregunta (permanente) por el origen de cada vida -qué y cómo fue, o pudo haber sido-, se expresa en Quignard en una arqueología de las anécdotas y los episodios, sin desdeñar el pasado propio, sus experiencias personales: una abundancia de historias y tradiciones, relatos e imágenes, obras y escenas del arte, sean célebres u olvidadas, recuperadas y transformadas por medio de la curiosidad, la búsqueda y la reflexión, la lectura y la escritura. Ambos misterios, los de la vida y los de la escritura –codificadora, para bien y para mal, del lenguaje humano–, conectados y hasta intercambiados. Escribe Quignard sobre la lectura en El hombre de las tres letras: “El libro se abre. / Leer vuelve a abrir el pasaje hacia la vida, el pasaje por donde pasa la vida, la súbita luz que nace con el nacimiento. / Leer descubre la naturaleza, explora, hace surgir la experiencia en la palidez del aire, como si naciéramos”. Es una prosa poética y apasionada, lanzada y “viajera”, generadora de imágenes y metáforas: “Leer abandona inmediatamente el mundo desde el momento en que el volumen es abierto y el sentido que encontramos en él o que esperamos obtener de él apasiona esa búsqueda perpetua que es un alma”.
Quignard puede evocar o convocar el episodio de una pasión lectora, pasión por el estudio, de “un día del año 1611”, cuando “el Señor de Saint-Cyran hizo construir para su amigo Cornelius Jansen, gracias a la habilidad de un carpintero de Campirat, un sillón en uno de cuyos brazos había sido adaptado un pupitre”. También, traer a Sidono Apolinar, a Jesús/Cristo, y la historia de Tereo y Filomela, aquella mujer ultrajada que “empezó a tejer una tela que contaba tácitamente su historia”, lo que emplea Quignard para interpretar, explicar, expresar y hasta analizar filológicamente: “Esto es escribir. Siempre un callar terrible precede a hablar-callándose que se produce apartado de todos. Filomela añade finalmente que la escritura es algo que parece como muerto, pero vive. Todas las palabras tienen su vacío pero todas las palabras tienen su secreto que las letras revelan. En griego filo-mela se descompone: aquella que ama el canto. La literatura ama una voz que ya no suena en el espacio sino que suena en el fondo del alma. Una voz que sube de lo invisible. Más allá de toda música, los labios vueltos mudos aman ese canto que no se oye. Solamente para el iletrado la escritura está muerta. Solamente para Tereo sucede que Filomela se ha vuelto muda bajo el hierro de su espada. Solamente para los no-lectores las letras no parecen que sean la vida viviente. Viva vita. Vida sin muerte. Vera vita viva. Verdadera vida totalmente viva. Cuarta y última lección. La literatura es la verdadera vida que cuenta y reúne la vida dislocada, bloqueada, desordenada, violada, gimiente. Se decía ‘lengua cortada’ en la Grecia arcaica. Se decía ‘boca cosida’ en el norte de Europa. Se decía ‘oreja mordida’ en Asia. Tales eran los primeros nombres de los libros en el mundo”.
En El hombre de las tres letras aparecen, junto a las historias, reflexiones y alusiones, afirmaciones y diálogos: de Émile Benveniste, las inscripciones en las piedras de los sarcófagos de los etruscos, de Eráclito de Éfeso, de Prometeo y de Tertuliano. Con un fuego inextinguible de lector, Quignard asegura: “Yo no era romántico”, prefiriendo un perfil bajo autoral. Se lanza a explicar: “Amaba los libros en donde quienes los escriben nunca emergen de su lectura. De Ovidio a Plutarco. De Plutarco a Petrarca. De Petrarca a Montaigne, a Rousseau, Littré, Mallarmé, Kawabata, Tanizaki”. Y de inmediato, afirma: “Una vida totalmente dedicada a la lectura de libros trae consecuencias temibles. Exilios. Silencios. Retiros. Dimisiones. Divorcios. Suicidios. Aislamientos sin cesar renovados. No solamente los días sino todas las noches, todos los sueños, incluso la sexualidad de quien escribe, su muerte incluso, están implicados”. Para concluir: “La identidad de quien penetra en los libros es transformada para siempre”.
Un capítulo de este libro promete -nada menos- versar “Sobre el plagio más impresionante de la Historia”. Dice Quignard: “La Thora copia el relato de Gilgamesh. La Odisea se apropia de la búsqueda del Vellocino de oro. Eneas en la Eneida imita las aventuras que había vivido Ulises en la Odisea”. Charlotte Brontë, varios reyes de Francia, Jenofonte y Dionisos aparecen en sucesivos capítulos, y hasta la mención (algo de pasada) de una célebre invención tipográfica, y su creador: “El carácter itálico fue inventado por Aldo Manucio a partir de la escritura manuscrita de las cartas que se habían conservado de Petrarca”.
Quignard explicita la tesis que va a defender el onceavo tomo de este Último Reino. “El hombre de las tres letras es el rey furtivo-–el que va y viene- gracias a su lengua silenciosa -la que escribe y se calla- entre los dos reinos -uterino y solar- donde se da íntegramente la breve experiencia posible para cada uno”. Aquellos dos “reinos” son para Quignard los únicos estadios de la existencia humana, puntuados por dos escenas, una primordial, y otra póstuma, de las que ninguna persona ha sido ni puede ni podrá ser “testigo”, por encontrarse ausente: el de la concepción (cuando se produce la unión de los cuerpos progenitores y quien nacerá luego, que es entonces inexistente), y el de la muerte (cuando, como meros restos mortales, se queda a merced de quienes permanecen y sobreviven). “La escena donde toda escena tiene su origen en lo invisible sin lenguaje es una actualidad incesantemente activa”, afirma en Las sombras errantes (2002), primer volumen de Último Reino, como definitivo fundamento de todo su plan de escritura. Esos dos extremos, de lo vital-mortal, que Quignard filia, compara y equipara a los estados o momentos de la inconsciencia, del sueño, del delirio y de experimentaciones de otras vías y búsquedas, son interrogados por medio del lenguaje. De su historia, y de los datos, relatos y leyendas que sobreviven, que están virtualmente disponibles -sobrevienen-, y aquí se nos ofrecen. Así ha hecho en cada uno de estas “novelas” de la serie.
Por ejemplo, en Vida secreta (1998), volumen VIII de Último Reino, Quignard distingue y plantea en tono tan sentencioso como poético: “Una lengua se habla. De allí que toda lengua se escuche. Una lengua que se escribe puede leerse. Pero por eso mismo, antes de ser leída, la lengua misma se escucha en esa lectura. Por ese motivo la literatura mantiene un vínculo personal con las lenguas muertas, que deberíamos llamar expresiones anteriores”.
Quignard también puede tomar un cariz de crítica, afirmando allí mismo que la lengua “es un código que incrimina y recrimina. El lenguaje no es un instrumento de felicidad, tampoco una creación individual o singular”. Del mismo modo que recuerda, al modo del movimiento silogismo-corolario, la relación historia-lenguaje en Las sombras errantes, en el Capítulo XXXVII, titulado “Terror”: “Ludwig Wittgenstein fue el teórico de la desaparición del lenguaje. / La Sprachlosigkeit es el nombre que se le dio en Alemania a la guerra de 14-18. / Indecibilidad de lo que se vive en el frente en las palabras -para no hablar de la Propaganda que circula en la retaguardia. / La lengua deja de ser un puente entre Ego y Cosmos. / El deseo de decir se perdió en las trincheras”.
En Las paradisíacas (2005), cuarto volumen de Último Reino, Quignard afirma: “Una frase leída puede ser una semilla que brota”. Por ejemplo, una cosecha/recolección que incluyen la historia, algunas palabras, algunas acciones, de Marco Terencio Varrón, en Abismos (2002), tercer volumen de la serie. Cuenta Quignard: “Varrón nació en 640. Murió prope nonagenarius (casi nonagenario) en 728 en Roma. Tenía diez años más que Cicerón o Pompeyo, que fueron sus amigos y a los que sobrevivió largamente. Su curiosidad era infatigable. Fue el segundo arqueólogo después de Estilón. Se decía anticuario. Literalmente: hombre obsesionado por aquello que estuvo antes (ante). Cicerón escribió sobre él en griego diciendo que era un hombre aterrador (deinos anēr). Alto, agrio, flaco, rudo, arrebatado, gritón, sombrío”. “A propósito de la lectura, Cicerón dijo que era el alimento del exilio. / Varrón replicó que la lectura era el país”. “Varrón escribió: Legendo atque scribendo vitam prosudito (leyendo y escribiendo uno forja su vida como un hierro)”.
Acaso como ya formulara el teórico e historiador Mijaíl Bajtín, “la cultura de una época, por alejada que se encuentre de nosotros atrás en el tiempo, no puede estar cerrada en sí misma como algo listo y terminado, totalmente completo e irremediablemente pasado, como algo muerto”. Puede ser una “unidad”, sí, pero también “totalidad abierta”, afirma Bajtín, pasible de ser interrogada desde el presente. Y de esa relación dialógica, de los interrogantes que se le dirijan a determinada época, surgirán las respuestas, pudieron hacer de lo ajeno lo propio, profundizando los sentidos posibles. Ese diálogo, encarando las “otredades”, es lo que surge con cada uno de los libros de Pascal Quignard -erudito, ilustrado como poca gente-, quien comienza El hombre de las tres letras con un discurso amoroso, dedicado enteramente a los libros, a sus mundos, y a la experiencia con estos: “Amo los libros. Amo su mundo. Amo estar en la nube que forma cada uno de ellos, que se eleva, que se estira. Amo proseguir su lectura. Siento excitación al recobrar su peso leve y su volumen dentro de mi palma. Me gusta envejecer en su silencio, en la larga frase que pasa ante los ojos. Es una orilla emocionante, apartada del mundo, que se abre al mundo, pero que no interviene en él de ninguna manera. Es un canto solitario que solo escucha el que lee. La ausencia de su exterior, la ausencia total de escándalo, de queja, de abucheo, el alejamiento máximo de la vocalización y de la multitud de los humanos que los libros permiten, vuelven a traer una música muy profunda que comenzó antes de que el mundo apareciera”.