A mis amigos

Ya llegamos a Chacharramendi, podemos visitar la pulpería, dijo Miguel. Aunque son las dos de la tarde, quién sabe si está abierta. Probemos, dijo Ricardo. Con probar no se pierde nada…

Yo aprobé con énfasis y le dije a Roberto, por lo bajo: Por aquí estuvo Bairoleto…

Miguel le habló al cuidador que vivía allí y nos permitió entrar ya que en ese momento salió para recibir al camión tanque que transportaba el agua para el lugar. 

La penumbra, apenas intersectada por pequeños haces de luz que se filtraban a través de una ventana y las troneras que antaño permitían a los habitantes disparar contra los malones, no lograba mitigar la serena indigencia del interior. 

El cuidador era acorde al ambiente y para mitigar su situación lo interrogamos acerca de la historia del lugar. Con énfasis inusual nos contó que el lugar es llamado así por un vasco nostálgico Fernando Seijó, que en 1901 eligió ese nombre vascuence: monte bajo, para el paraje donde puso su pulpería. Txatxarramendi (Chacharramendi) que es el nombre de una pequeña isla que está en la ría de Mundaka en Vizcaya, España.

Seijó que era nativo de Guernica vendió su negocio a otro español, José Feito, quien prosperó comprando lanas, cueros y plumas de avestruz a los pueblos originarios y a los puesteros. Aquel almacén fue el centro de la vida social y económica de la zona, y en 1995 recicló el local para hacer un centro cultural. El cuidador explicó que don Feito tenía troneras para disimular sus wínchesters en las paredes de la pulpería, instalados para defenderse de los bandidos. 

El famoso bandido Juan Bautista Bairoleto supo andar sobre el mismo llano agregó con énfasis épico y una admiración que exaltaba la importancia del lugar. En ese momento, Ricardo, preguntó ¿quién era Bairoleto? con lo cual el cuidador quedó repentinamente amilanado, como si su mundo hubiese desaparecido, fulminado ante semejante interrogación. Salimos rápidamente del lugar y retomamos la fatigosa ruta del desierto. Debo confesar que sentí haberme adentrado en un mundo originario; recuerdo que pensé que un ámbito así no es sólo es el lugar de un hombre, sino también de las cosas, digamos, aquello que mantiene las cosas en permanencia. 

Las cosas son cosas por efecto del ámbito originario como lo evocaba el cuidador, pero tal acción no causa ni produce las cosas originarias ni la serenidad del lugar… La relación de un ámbito originario a la serenidad no es ni causal ni trascendental, es decir ni óntica ni ontólogica, hay que pensarla desde sí misma, pero ¿entonces? Sentí que me contradecía. 

El inconmensurable baldío de la llanura, la serenidad de Chacharramendi, ocultaba con el peso del presente, la pasada excursión de los malones e incluso de los llamados bandidos rurales custodiando el espacio que habían visitado hordas de guerreros y paisanos que tal vez podíamos evocar por ser formas platónicas, pero esas consideraciones estaban muy lejos de mis tres amigos que siempre se mostraron seguros de lo que profesaban, así que decidí callar.  Por lo demás, las bromas que se suscitaban eran tales que tuvimos que detenernos a un costado de la ruta, bromas que se incrementaron cuando unos kilómetros más adelante un gran cartel con el nombre Bairoleto indicaba un albergue, como si patentizara las bromas que arrojamos sobre Ricardo. Más allá de las bromas, anoté en mi borrador que “un ámbito originario no es sólo es el lugar de un hombre, sino también de las cosas". El avance los fue haciendo desaparecer uno a uno hasta transformarlos en el recuerdo de la literatura gauchesca. Sin embargo, de muchos modos estaban, latentes en el corazón del pampeano donde aún perdura el recuerdo de la "Pulpería de Chacharramendi", también conocida como "Boliche de Feito" o "El Viejo Almacén".

Conocer la Pulpería fue como acercarse a lo lejano, tal como un ámbito originario condiciona la cosa como tal, no en el sentido de un hacer, un realizar, sino en el sentido en que partiendo de ese ámbito accedemos a la condición verdadera, primigenia, de un hombre, en cuanto es afectado por ese ámbito.

Unas horas después nos alejamos rumbo a nuestras metas, siempre reiterando las bromas en que habíamos incurrido, pero entre tanta broma nos desviamos y sin planearlo fuimos a parar a Malargüe, retrocediendo un poco en nuestra ruta original.

Hay una instancia de la llanura hacia la hora del crepúsculo que parece decir algo, algo grávido por sus colores propicios para aceptar lo mortal y elevar el silencio, que pareciendo una condición de lo eterno, inspira al breve silencio diurno del que nos apropiamos a veces. Ninguno de los cuatro protestó por semejante error, dejamos que el camino nos saliese al encuentro, incluso como si tratásemos de esperar lo inesperado. En realidad, más importante que llegar al sur era la vivencia profunda de viajar los cuatro juntos, lo que hacía tolerable recorrer unos cuantos kilómetros de más por una distracción.

En Malargüe, la noche no nos fue mezquina, cenamos en el lugar más concurrido. La gente se deleitó con nuestra actitud que homologaba un show cómico. Incluso recitamos a Martín Fierro y García Lorca. Antes de dormirnos, Miguel, que había trabajado de médico en el sur antes de la dictadura, sugirió que a la mañana siguiente, antes de retomar el camino hacia Bariloche y Esquel fuéramos a visitar las Cuevas de Malargüe. 

Soy un hombre miedoso y padezco todas las afecciones que me son atemorizantes, claustrofobia, vértigo, agorafobia y para colmo, hacia un año un auto me había embestido, dejándome una pierna en malas condiciones. En el puesto de los Guardaparques pregunté cómo era el ingreso a las cuevas del cerro. No sé si con un dejo de sadismo me tranquilizaron y no pude rehusarme. Tuve que recorrer un camino empinado hacia un agujero enorme en la montaña. La primera cueva era enorme y por la boca de la entrada ingresaba los rayos del sol que eran insuficientes para iluminar el lugar. El guardaparque que nos guiaba ordenó apagar la linterna de los cascos para que nos acostumbráramos a la penumbra y comenzó a explicar el tema de las estalactitas y estalagmitas. Yo apenas podía prestar atención, porque mis nervios me estremecían hasta los lentes. El guía comentó que en muchos momentos había movimientos sísmicos lo cual me paralizó. Balbuceé: ¿Movimientos sísmicos…? y pensé: y yo aquí en el interior de la montaña. El guía con parsimonia me explicó que siempre persistían los movimientos y agregó "incluso en este momento, aunque no los percibamos". Yo quise ser el Correcamino, pero me sentí más cerca del Coyote. No sé cómo, pero rápidamente salí, dejando a mis amigos que comenzaba la travesía a un segundo descenso, a una cueva más abajo, donde tenía que acostarse para atravesar una especie de túnel sumamente angosto. Ricardo dijo: Si comía una medialuna más, no pasaba… Pero en fin, lo lograron. Hay una foto de ellos en ese lugar que jamás me dieron, porque en realidad parece una postal de los muertos vivos. En fin…

Ya en el camino a Bariloche y contrariamente a lo que nos ocurría habitualmente, el silencio en interior del auto era llamativo. Yo aprovechaba a leer la lógica de Hegel pero contrario a lo que propendíamos habitualmente, el silencio me interrumpió. Che, que pasa, pregunté. Miguel que manejaba en ese momento, dijo a Ricardo: ¡Negro vos siempre haciéndonos quedar mal, hasta en el interior de la montaña! El guía le había hecho apagar las luces y escuchar el sonido de una gota de agua que formaba una estalagmita, pero no escuchaban nada. Extrañado el guía prendió su luz y vio a Ricardo. Ah, pero usted está sentado sobre la estalagmita. Ricardo contestó amilanado "¡Con razón siento una gota que me moja la oreja!".

 

Durante años, sin confesarlo, hubiera deseado compartir ese fondo, unidos como la gavilla de trigo anudada después de la ciega; por suerte, la noche, por lo menos para el niño que vive en nosotros, acerca las estrellas en la lejanía del cielo, asombrado de todo lo que depara el Universo. Sobretodo, del sentimiento profundamente verdadero de la amistad.