El cine de Mia Hansen-Løve conjura las emociones humanas más concretas y usuales, en el sentido de corrientes, generando la falsa impresión de simpleza, como si estuvieran enmarcadas en un registro directo de personajes y situaciones. Nada más alejado de la realidad: en cada una de sus creaciones, desde la ópera prima Todo está perdonado (2007) hasta el largometraje más reciente, Una linda mañana, pasando por la que tal vez sea su película más conocida en nuestro país, El porvenir (2016), los pliegues y repliegues de las narraciones logran confabular esa impresión de transparencia a partir de una compleja construcción formal y narrativa, en la cual aquellos momentos importantes en una vida (la pérdida, el duelo, el reencuentro, la incertidumbre, el amor) van de la mano de lo trivial y mundano, lo cotidiano y rutinario. La francesa es una cineasta que se concentra en la vida interior de los personajes pero también en su contacto e interacción permanente con el exterior –con padres y madres e hijos, con parejas y amantes, con colegas y amistades–, y sus films suelen poner de relieve las profesiones como una parte insustituible y esencial de la humanidad de las criaturas que los habitan. En su film inmediatamente anterior, La isla de Bergman, que puede verse en MUBI, una pareja de cineastas interpretados por Vicky Krieps y Tim Roth viajaban a la legendaria isla de Färo, en Suecia, el lugar de residencia favorito de Ingmar Bergman, para beber algo de inspiración ante el desafío de la escritura de un nuevo guion. Para Hansen-Løve, autora de sus propios guiones, que en ese caso fue empujada por la relación real que mantuvo durante quince años con el también cineasta Olivier Assayas, esa visita era la excusa ideal para retratar una relación sentimental y profesional de la cual el espectador comienza a (re)conocer rasgos y particularidades a partir de señales ligeras, en tanto el espíritu del gran cineasta sueco parece acechar las escenas de manera intangible.
En El porvenir, en tanto, la muerte de la madre de la profesora de filosofía encarnada por Isabelle Huppert marcaba un primer paso en el auto redescubrimiento de la protagonista, el escalón inicial del resto de su vida. Una linda mañana, que desafortunadamente no pasó por las salas de cine de nuestro país y acaba de desembarcar directamente en la plataforma Flow, no comienza con una muerte sino con las señales indeclinables del deterioro mental de un hombre que, ironías de la vida, pasó toda su vida pensando y enseñando a sus alumnos las reflexiones de los más grandes filósofos de la historia. Pero el personaje central, aunque no excluyente, es su hija Sandra, una magnífica Léa Seydoux, experta en los idiomas inglés y alemán cuya vida transcurre entre trabajos de traducción simultánea, el cuidado de una hija de nueve años y la vida sin su marido, fallecido cinco años antes. Es entonces cuando se reencuentra con un conocido, Clément, un astrofísico casado y con hijos, el origen de una pasión que parecía encerrada bajo varias llaves, como si perteneciera a un pasado remoto imposible de resucitar. Pero si algo no es Una linda mañana es un relato romántico al uso.
“Supe que tenía el título de la película cuando comencé a escribir, y eso me ayudó mucho al darme un sentido de dirección, pero no sé exactamente cuando apareció en mi mente”. Las palabras de Mia Hansen-Løve, entrevistada por la revista especializada Film Comment en ocasión del estreno mundial de la película en el Festival de Cannes, dan cuenta de la cualidad inasible del título: las mañanas en el film, las lindas y también las feas, son muchas y en cierto momento se pronuncia en voz alta una cita con esa expresión. Al mismo tiempo, la realizadora admite que “una de las cosas que más disfruté fue el hecho de darme cuenta de que estaba escribiendo una suerte de díptico con El porvenir, que en cierto sentido era una película sobre mi madre. En este caso, sería lo opuesto: aunque se trata del retrato de una mujer, también lo es sobre mi padre, aunque no sea el personaje central. Aprendemos mucho sobre su pasado, pero no lo conocemos en detalle. El porvenir, cuyo título es irónico porque se trata de una película sobre una mujer insegura acerca de su futuro, también tiene la misma clase de franqueza y ambigüedad. Me causa felicidad hallar títulos simples. También creo que Una linda mañana es un título justo porque el film trata sobre la crueldad de la vida, el hecho de que Sandra debe dejar a su padre para poder vivir su propia vida y ser feliz, pero también hay luz en él. Cuando decimos ‘una linda mañana’ vemos luz”. El hecho de que el guion haya sido escrito poco antes del comienzo de la pandemia de covid-19, durante una larga enfermedad degenerativa sufrida por su padre antes de morir, no habla tanto de un deseo de plasmar en la pantalla elementos estrictamente autobiográficos, como de partir de sensaciones y emociones personales para sublimarlas y convertirlas en combustible narrativo.
Sandra visita a su padre Georg (el veterano actor Pascal Greggory), quien ya no recuerda ni siquiera para qué lado debe girar la llave de la puerta de entrada. Lo más doloroso, sin embargo, no es la pérdida evidente de la memoria, consecuencia de una enfermedad poco común. Ni siquiera el proceso de deterioro físico, que lleva al hombre a caminar cada vez más lentamente, a encorvarse de una manera inimaginable poco tiempo atrás. Sandra soporta esa nueva realidad como se lo hace ante lo inevitable. Lo más terrible es desprenderse de todos los libros que forman parte de la biblioteca paterna ante la inminencia de su mudanza a un hogar de ancianos. “En esos libros está impresa toda su vida”, dice la protagonista al observar los colores de los lomos, prolijamente dispuestos, y lo siente como un golpe, consciente de que lo simbólico causa a veces más dolor y tristeza que lo tangible. Cuando Clément, que se define a sí mismo no como un astrofísico sino como “cosmoquímico”, entra en su vida de manera absolutamente casual, durante un paseo matutino junto a su hija, se produce el preámbulo de la historia amorosa por venir. Los primeros encuentros son tímidos e indecisos; incluso el primer beso parece el de una pareja de adolescentes y no el de dos adultos que rozan los cuarenta años. Como en el resto de la película, Hansen-Løve construye las escenas sin excesos enfáticos, más allá de su contenido, ya se trate de una escena de sexo, una discusión entre lágrimas o la primera despedida en el geriátrico. El montaje funciona en ese mismo sentido: las elipsis permiten adivinar que han transcurrido un par de días, algunas semanas o incluso meses, pero todo el relato parece transcurrir en un eterno presente. La directora explica esa sensación de la siguiente manera: “La forma en la cual está editada esta película es una continuidad de mi filosofía cinematográfica. Intento explicar en mis films que así es la vida. Es algo a lo cual mi montajista, Marion Monnier, y yo le prestamos una gran atención. Intentamos crear la sensación de que el espectador sienta que, cuando comienza una escena, esta ya venía desarrollándose. De alguna manera, comenzó antes de aparecer en la pantalla, y la terminamos antes de que llegue a su final. Eso genera la impresión de que la escena continúa por afuera del film, es una sensación de movimiento. Me recuerda a la cita de Truffaut en La noche americana, la idea de que el cine se siente como los trenes en la noche. Es algo que forma parte de la escritura de los guiones y que continúa en el proceso de montaje. Para mí, todo se reduce a encontrar la manera de hacer dos cosas al mismo tiempo, y que a veces esas dos cosas sean contradictorias. Por un lado, capturar la vida de la manera más real y honesta posible. Lograr cierta lucidez. Por el otro, quiero hacer películas que me ayuden a vivir”.
La gran Nicole Garcia, experimentadísima actriz y realizadora de una decena de películas, entre ellas Place Vendôme y El adversario, es aquí Françoise, la madre de Sandra y ex de Georg, personaje pequeño pero potente y uno de los reservorios de los fugaces momentos de humor de Una linda mañana (también lo es la pequeña hija de la protagonista, como en cierta escena en la cual la cama materna, usualmente dispuesta a recibirla en medio de la noche, está de pronto ocupada por un nuevo integrante). Françoise es también quien dispone en la historia, de la manera más franca posible, los problemas económicos que implican la mudanza a un asilo de ancianos, sumando a los conflictos internos de Sandra –recluir a un padre o a una madre nunca es sencillo, bajo casi ninguna circunstancia– los provocados por la elección del lugar. Los hogares buenos están fuera del alcance del bolsillo y los más económicos no ofrecen condiciones óptimas; la posibilidad de que se “abra una plaza” en un sitio que prometa un término medio es la gran esperanza. Mientras tanto, Georg pasa unos días en el hospital y unos meses en un ancianato poco feliz, antes de una tercera mudanza de apariencia definitiva. Ese elemento de la trama tan preciso, que en otras películas no suele ocupar más espacio que un simple diálogo, adquiere una relevancia significativa, idéntica en su peso específico al devenir del romance de Clément y Sandra, que tiene sus propias idas y vueltas. Porque la pasión y el amor que ambos se tienen se chocan con las reglas del matrimonio del primero, y por ello es primero amor clandestino, sin salidas al exterior, a escondidas, luego abierto y de nuevo a empezar. Todo eso se refleja en el espejo perfecto que es el rostro de Seydoux, una de las grandes intérpretes del cine francés contemporáneo, a quien la realizadora dirige aquí por primera vez.
La expresión “como la vida misma” suele tener una connotación negativa, empapada de ñoñez, y de hecho suele utilizarse para describir films que, por sus características melodramáticas, en poco y nada se parecen a la vida real. Pero la definición le calza a la perfección a la mayoría de las películas de Hansen-Løve –ciertamente a Una linda mañana– sin ironías ni segundas intenciones. Allí están también las artes y las letras, que atraviesan de forma nada pretensiosa las vidas de los personajes (a algunos más que a otros) como si fueran extensiones de sus propios cuerpos. A Georg le cuesta escuchar una de sus piezas favoritas de Schubert porque eso ya no le provoca placer sino tristeza por los placeres del pasado, que se han perdido para siempre. Mientras tanto, Sandra recupera emociones que parecían olvidadas, abandonadas por complejo (“no sé qué hacer”, le dice a Clément antes de acostarse por primera vez con él). La película avanza hacia sus tramos finales sabiendo y haciéndole saber al espectador que la posibilidad de un final feliz, al menos como suele entendérselo, de manera casi pueril, no existe, por la sencilla razón de que la felicidad es un estado de ánimo, nunca un destino final. Como esa sensación indescriptible que puede llegar a provocar una linda mañana.