“Siempre me ha interesado la dinámica detrás de la elección de los líderes, sobre todo en el liderazgo de la política nacional, y de allí el abismo que a menudo separa aquello que creemos que estamos buscando, de lo que realmente necesitamos para cumplir con ese rol. La diplomática propone un ejercicio posible para cerrar esa brecha”. La reflexión de la creadora Deborah Cahn en una entrevista con NPR a propósito del estreno de su nueva serie en Netflix, es una puerta interesante para entender la mirada sobre la política que puede sugerir una ficción que escapa a las dinámicas estricticas del thriller y también a la lógica del conflicto bélico. Productora de la legendaria The West Wing bajo el ala de Aaron Sorkin y luego de Homeland en un giro desde las fronteras domésticas hacia el lejano Medio Oriente, Cahn explora esta vez algo que parece escapar al glamour televisivo como su propia diplomática escapa a los protocolos de la embajada: el trasfondo de las decisiones que disparan o detienen una conflagración desde los íntimos secretos de su cocina hasta la arena pública de su anunciación.
La líder en cuestión es Katherine Wyler (Keri Russell), una diplomática de carrera ajena a los vaivenes políticos que se encuentra lista para su inminente viaje a Kabul. Especialista en Medio Oriente y agente de una delicada red de conexiones en aquella zona de conflicto, Katherine guarda el burka en su valija junto a los planes para las gestiones de los próximos meses. Sin embargo, un llamado de último momento del Presidente de los Estados Unidos y su Secretaria de Estado le anuncian un inesperado cambio de destino: la embajada de su país en Londres. ¿El motivo anunciado? Un misil ha derribado un portaviones británico en el Golfo Pérsico dejando un tendal de víctimas y sembrando el germen de un estallido entre la OTAN e Irán. ¿El motivo real? Ante la inminente renuncia de la vicepresidenta en ejercicio, el gobierno evalúa la elección de Wyler como sustituta, de apariencia trasparente y sin evidentes ambiciones, mujer, joven y significante perfecto para contrarrestar la vejez del mandatario y los constantes cuestionamientos a su liderazgo. Un plan perfecto, ignorado por Katherine y articulado por el otro protagonista de esta historia: Hal Wyler (Rufus Sewell), su propio marido.
La herencia de The West Wing es evidente en la dinámica de la serie al igual que el otro elemento que la define: el retrato de la vida doméstica de los líderes como eco de su ejercicio público. Desde su precipitada llegada a Londres para dar el pésame como embajadora y asumir funciones en la contención de la crisis, Katherine debe lidiar con las operaciones en las sombras de su marido, quien concentra toda la ambición que ella repudia y aspira a tejer tras el ascenso de su esposa su propia agenda política. Los ecos de la screwball comedy no se hacen esperar y la enérgica batalla de los Wyler transita del dormitorio marital a los coquetos aposentos de Winfield House, el viejo edificio que perteneciera a la millonaria Barbara Hutton y que hoy viste la bandera de la embajada de Estados Unidos. Allí, entre las exigencias de vestuario para un reportaje con la revista Vogue y las astucias protocolares para esquivar fotos con los líderes de la ultraderecha, la embajadora deberá dilucidar qué hay detrás de su nuevo destino diplomático y qué se cuece a sus espaldas para su rol estratégico en la geopolítica que se viene.
“La relación personal entre Katherine y Hal era algo que me interesaba –explica Cahn en la entrevista- porque la he conocido de primera mano en mi propia industria: personas que se conocen en el trabajo y se enamoran en el torbellino de hacer algo que aman. Y eso crea una reacción exponencial, que es emocionante y romántica al principio, pero diez años después resulta que estás casado con alguien que a veces es tu colaborador y otras, tu principal competidor”. La disputa a cielo abierto del matrimonio no solo ocasiona contratiempos a los estrictos protocolos ingleses sino también alerta la legendaria resistencia de los estadounidenses a un candidato divorciado. Por ello, la turbulencia debe quedar fuera del ojo público, enmascarada en una picaresca y ocurrente dinámica matrimonial que incluye bailes en recepciones pero también peleas a puño limpio en los jardines de la embajada. Keri Russell no solo brilla en el ejercicio del ácido humor de su personaje y la ajustada evaluación de la información que circula antes sus ojos, sino que consigue comicidad e inteligencia en cada intercambio con Rufus Sewell, ya sea en el preámbulo del sexo como en la espinosa estrategia de contacto con la diplomacia de Irán.
Sin tentarse por las mieles del misterio, la serie implanta una incógnita en el centro de su funcionamiento. Todos los dedos apuntan a Irán como responsable del bombardeo a la embarcación británica, el Primer Ministro inglés vocifera amenazas envueltas en las lágrimas del duelo nacional, y la CIA coteja informes y define los próximos pasos de la OTAN. En esa danza bastante macabra, la pregunta que exige respuesta es quién está detrás del atentado. ¿Irán o alguno de los otros enemigos de los aliados de Estados Unidos que deambulan en el mapa global? El espionaje de los Wyler se convierte así en un juego astuto para descubrir la verdad y al mismo tiempo en una ácida deconstrucción de las maniqueas definiciones de la política internacional. Los guiños a la figura de Boris Johnson tras el bravucón comportamiento del PM Nicol Trownbridge (un impecable Rory Kinnear), o a Joe Biden en el espejo del despistado Presidente Rayburn (Michael McKean), más preocupado por su dieta coronaria que por una inminente guerra, ofrecen una pátina tragicómica sobre un presente nada alentador.
Frente a frecuentes relatos sobre mujeres en distintas posiciones de poder, que van desde la cínica Julia Louis-Dreyfus como vicepresidenta en Veep, hasta la inminente The Palace con Kate Winslet como la líder de una autocracia en las vísperas de su caída, La diplomática ofrece una intensa exploración del liderazgo en la misma arena de su ejercicio, develando los entresijos de cada decisión más allá de toda parodia, y habitando los lugares comunes con inteligencia dramática. Katherine bucea a sabiendas de los condicionamientos que la empujan a aceptar un cargo que implica acuerdos e inevitables sesiones. Cómo puede conservar su profesionalismo, cómo será la experiencia en una labor no siempre valorada y cuál será el resultado del intento de poner la racionalidad por encima de bravuconadas y conveniencias, son los grandes dilemas de su personaje. Cahn delinea una mirada oblicua sobre un territorio a menudo forjado sobre blancos y negros, buenos y malos, tiros y metrallas. En ese recorrido austero asoma una mirada posible sobre el costado más humano de los liderazgos.