"Caminaba con unos amigos cuando se puso el sol. De pronto el cielo se volvió sangriento y percibí un sentimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve, me apoyé en la barandilla del puente, una fatiga mortal me aprisionaba. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negro azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de ansiedad y oí un alarido interminable que atravesaba la naturaleza." Así relata Edvard Münch el origen de su pintura “El grito”.

Ansiedad sería otro título posible. Es la manifestación del desgarramiento interno que muerde las vísceras, del dolor producido por un anhelo insoportable. Esa obra es considerada la suprema metáfora artística de la ansiedad universal moderna. Ya no somos modernes, no obstante, la ansiedad sigue vigente. Hay quienes consideran que la sofisticación digital, el consumo y el exceso de obligaciones y estímulos aumentaron la ansiedad de las personas y de las multitudes.

Los millones de ansiolíticos consumidos por la población mundial aumentan de manera alarmante, y no solo en conmociones colectivas, como la pandemia covid, por ejemplo. ¿Se instalaron por la fuerza de los laboratorios o realmente la vida tecnificada aumenta las ansiedades? ¿No existen estadísticas confiables de aquellos lejanos tiempos del té de tilo? ¿Se soportaba mejor el ansia cuando los ansiolíticos no existían? Hay quienes exclaman: ¡No había clonazepam ni la larga lista de ansiolíticos que se consumen actualmente!, ¿cómo hacían?

Hemos perdido margen para la espera y el sufrimiento. Tecnología por medio, el dolor físico hasta llega a anularse, el psicológico o espiritual se adormece. ¿Quién no querría estar libre de esa angustia intermitente de la ansiedad, del apetito apremiante, las resoluciones urgentes, las inquietudes cotidianas?

El aforismo nietzscheano sentencia que el signo de la libertad lograda es no avergonzarse ya ante uno mismo. Se puede hacer extensivo a la relación entre el temor a lo que será y la evidencia de lo que ya ha sido. Sentirse libre es vivir sin ansiedad. No esclavizarse a las inquietudes de lo que vendrá. ¿Cómo lograrlo?, si sufrimos más por el temor a lo que podría suceder que por lo que realmente sucede.

La ansiedad -esa zozobra intermitente frente al porvenir- enturbia nuestro presente azolándolo con las sombras de lo incierto. Søren Kierkegaard dice que la vida solo puede ser comprendida hacía atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia adelante. Y ese arrojarse hacía el futuro incierto es bivalente: atrapa en un remolino de improductividad histérica o incentiva la creatividad para producir obras.

Ansiedad no es sinónimo de miedo, aunque lo contenga. Miedo proviene del griego phobos (fobia), el miedo produce rechazo. En cambio, la ansiedad puede deberse al temor de un peligro, pero también puede ser incentivo para afectos alegres. La espera de un amor al que extrañamos y deseamos viene acompañada de imaginaciones festivas.

Vivimos proyectando zozobras ante peligros reales o imaginarios. Comprendemos algo que ya ocurrió porque es de un modo determinado y no puede ser de otro. Pero, una vez consumado lo que imaginamos (benéfico o terrible) desaparece la ansiedad. El duelo permanece, se sufre lo irreversible. Pero ante la evidencia, ante la concreción de lo imaginado se evapora la ansiedad.

Ahora bien, ¿qué es la ansiedad? Un estado subjetivo de inquietud, excitación e incertezas. Produce malestar psicofísico. Preocupación, congoja, desasosiego, intranquilidad. La ansiedad nos trasciende, se arroja como loca hacia el futuro. Kierkegaard señala que la ansiedad es una fuerza contradictoria, puede ser destructiva o productiva. No somos hacedores de nuestras ansiedades, pero podemos llegar a administrarlas. La ansiedad es efecto de la libertad imaginativa y de la inmensidad de posibilidades para lidiar con las pequeñeces o las tormentas de la vida. En realidad, autores como Kierkegaard suelen hablar de angustia y, si me permito traducirla como ansia es porque las inquietudes -subjetivas o colectivas- son micro aplicaciones cotidianas y reales de la gran angustia metafísica expresada por los existencialistas y sus antecesores.

La ansiedad es una emoción propia de lo humano, como la alegría, la sorpresa, el llanto. Una expectativa que alterna entre una amenaza imprecisa y una satisfacción indefinida. Es como un sueño de cada subjetividad: controlar el tiempo y al final vencerlo. Este combate imposible no nos llevará a nada placentero. Únicamente si logramos deconstruir los miedos accederemos a la serenidad.

Aristóteles señala que no tienen miedo los que creen que no les ocurrirá nada malo, no se teme a quienes se cree inofensivos. El miedo es una creencia y es condición de posibilidad de la angustia o espanto ante la nada. Contra el simulacro de las creencias hay que luchar para lograr lo contrario de la ansiedad: la serenidad. La permanencia en la inmanencia, en el aquí y ahora, en los instantes que nos brindan los azares, la aceptación mansa de lo irreversible, la lucha agónica con lo que presenta grietas por las que entre la luz. He ahí el lugar de la serenidad, de la jovialidad, de ser para la vida, aunque -como predica Heidegger- somos para la muerte.

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El ansia es el título argentino de la película del británico Tony Scott, The Hunter (1983). Hambre, deseo, anhelo y hasta asco a posteriori por arrojarse a las pulsiones más urticantes del imaginario erótico. La pensadora posfeminista estadounidense Camille Paglia afirma que el sexo, la violencia, el amor y la sangre son componentes indispensables -tácitos o explícitos- de cualquier obra de arte. El ansia representa el apetito desnudo, la finitud del tiempo, la soledad, el sexo, el amor, la sangre. La escena lésbica entre Catherine Deneuve y Susan Sarandon, antecedida por un David Bowie satánico y chupa sangre, representa una acertada metáfora de la ansiedad que nos devora o devoramos. ¿Cuándo la devoramos? Cuando somos capaces de convertir nuestras inquietudes en obra o en disfrute logrando una torsión vivencial desde la angustia por el porvenir, a la serenidad de vivir el presente. Disfrutar aquí y ahora, sin mañana, cada instante, como las vampiras de El ansia. Sumergirse en el presente y que, como a Catherine Deneuve, un hilito de sangre placentera repte entre la comisura de los labios.