Francisco de Cabello estaba furioso: “el Señor Don P. Q. R. y su compañero, que me parece (y muchos lo afirman) que entienden tanto de náutica como yo de hacer buñuelos, si vuelven a la campaña literaria, estudien otras reglas y no se conduzcan por esa táctica inicua, detestable y falsa”. Desde algunas semanas atrás, en su recién fundado periódico Telégrafo Mercantil, Rural, Político-Económico e Historiógrafo del Río de la Plata, que se publicó en Buenos Aires entre 1801 y 1802, se venía desarrollando una accidentada polémica sobre las virtudes del puerto de la Ensenada de Barragán y lo que por entonces se llamaba Canal Sur y hoy como Canal de Magdalena.

Accidentada, por un lado, por el carácter atolondrado y bastante destemplado de Cabello, un personaje con enorme iniciativa, pocos escrúpulos, tal vez menos luces que las que requería la importancia de su tarea, pero, como contrapartida, con una especie de inconciencia y temeridad que le colocaban muchas veces al otro lado del borde de lo prohibido por el poder virreinal. Había nacido en España en 1764, viajó de manera ilegal a América y luego de fundar en Lima el primer diario de Sudamérica, acababa de lanzar este, el primer periódico del Virreinato del Río de la Plata.

Pero accidentada también, sobre todo, por las tensiones que la habilitación de ese embarcadero había desatado con Montevideo, principal puerto y asiento de los principales comerciantes monopólicos del Virreinato del Río de la Plata. La invectiva de Cabello respondía a unas cartas anónimas que lo acusaban de haberse mostrado parcial en ese debate (“nunca lo fui, soy ni seré de esa u otra materia”, respondía) y cerraba así una discusión que no solo pasó por las cuestiones náuticas sino también sobre qué es la imparcialidad en la prensa y por qué a veces la apariencia de ecuanimidad no es más que un artilugio por los cuales un redactor puede sostener una postura particular bajo el manto del interés general.

La historia es así: Dada la poca profundidad del Río de la Plata, con sus bancos de arena y tosca, siempre fue un problema la llegada de buques de mucho calado a Buenos Aires. Incluso con pilotos expertos en conducir a las naves por los ocultos canales naturales, era necesario recalar lejos de la costa y trasladar las cargas hasta tierra firme en botes o incluso en carretas, como lo atestiguan decenas de cuadros y fotografías. La única y modesta alternativa era el muelle de Barracas, en el Riachuelo.

Por esa situación, el puerto de Montevideo, con mayor profundidad de aguas, había ido imponiéndose sobre el de la capital, sobre todo desde que el Reglamento de Libre Comercio de 1778 abrió ambas bocas al comercio con el resto del imperio español. Incluso las cargas destinadas a Buenos Aires solían arribar a Montevideo para ser transbordadas a embarcaciones más pequeñas para cruzar el río.

Por eso hacía unos años que el Consulado de Buenos Aires, expresión de los intereses de los comerciantes de la ciudad, venía solicitando a la Corona la habilitación de un embarcadero en la Ensenada de Barragán, que ofrecía mejores condiciones técnicas que Buenos Aires. Entre ellas, daba la posibilidad de salir al océano más directamente a través del Canal Sur. Para acompañar la solicitud, el organismo envió a Pedro Cerviño y a Francisco Inciarte a cartografiar la zona y trazar el plano para una villa.

La Ensenada era por entonces un páramo casi inexplorado. Varias décadas antes se había instalado una pequeña guardia para vigilar a los portugueses de Colonia del Sacramento, pero había poco más. “El canto de las aves silvestres o el piafar de los potros salvajes era lo único que quebraba la calma del páramo salpicado de bañados, donde en la lejanía se vislumbraba entre los tunales el techo de algún rancho aislado”, imaginó el historiador Germán Tjarks. “Hasta entonces, ni puerto, ni pueblo, ni movimiento comercial alguno. Sólo contrabandistas, leyenda y quietud”.

Los trámites en Madrid se vieron entorpecidos por los comerciantes montevideanos, que por su vínculo con el gran comercio metropolitano tenían un poder de veto incluso superior al de los porteños. Ante la falta de respuesta, en diciembre de 1800, los comerciantes porteños, apoyados por el Cabildo, se movilizaron para presionar al Consulado para que solicitara directamente al virrey la apertura. La táctica para no seguir esperando la autorización del Rey, seguramente convenida con anterioridad, era que la Ensenada no fuera habilitada como un nuevo puerto sino como un anexo al de Buenos Aires.

Inmediatamente, el 2 de enero de 1801, Gabriel de Avilés firmó el decreto que autorizaba a hacer cargas y descargas allí. Además, mandó a construir un fuerte, puso en marcha iniciativas para la población de la zona, ordenó estudios para colocar faros y dispuso que se organice la limpieza de la ensenada, contratando hasta a un buzo. Como era previsible, esto desató la ira de Montevideo, al punto de que el mismísimo gobernador de aquella ciudad, José de Bustamante y Guerra, mandó a arrancar los carteles pegados para publicitarla.

Poco después, el miércoles 1 de abril, irrumpió en la sociedad porteña el Telégrafo Mercantil y naturalmente se vio envuelto en la polémica. Desde el tercer número, del 8 de abril, empieza a publicar una carta anónima llegada de la Banda Oriental que continuará en los números 4 y 5, del 11 y el 15 de abril. El autor pretendía sopesar los pros y contras de ambos puertos para llegar a una conclusión respecto a cuál era el más conveniente.

Embanderado con el bando bonaerense, Cabello cometió una picardía. Decidió titularlo “NAVEGACIÓN: Hacen de Montevideo las reflexiones siguientes, prefiriendo aquel Puerto al de la Ensenada de Barragán”. El título desbarataba la estrategia argumentativa del autor, que, supuestamente, la derivaba del análisis pormenorizado y desapasionado de las características técnicas y se guardaba de exponerla recién en la conclusión, donde también cuestionaba cómo se distribuyeron los terrenos para formar la villa y el costo que para los fondos públicos iba a tener mejorar el camino a Buenos Aires, dragar el canal y construir el fuerte. Al subir la conclusión al título, Cabello estaba sugiriendo sutilmente (en forma correcta, por otra parte) que la toma de posición por Montevideo era previa al análisis comparativo y no su resultado. Como si fuera poco, a pie de página, anticipaba que los argumentos “Se refutarán en breve”.

La decisión de intervenir su escrito ofendió a otro (o tal vez el mismo) montevideano anónimo, que en una carta lo acusó de no ser imparcial. Al editor le encantaba que su recién inaugurado periódico se convirtiera en un espacio de debate. No solo entendía que era una función de la prensa, sino que sabía que era la mejor manera de mantenerlo vivo, de que la gente hablara de él y de que la publicación sobreviviera. “Sin que se ofenda la urbanidad ni prostituya la razón u olvide la caridad, vimos en otras partes, como sucederá en este periódico, impugnaciones vehementes, defensas acaloradas, guerras sangrientas suscitadas, seguidas, reñidas y acabadas entre literatos de grande y de ínfimo mérito”, escribió por entonces. 

Entre los números 8 y 10 publicará un artículo que titula “Extracto de la Disertación escrita en esta capital con motivo de las reflexiones dirigidas anónimamente de Montevideo”. No es otra cosa que una especie de resumen y exposición de las ideas principales del Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata. Disertación para leer entre amigos, un trabajo de Manuel José de Lavardén que nace como defensa técnica y política del puerto de la Ensenada pero se convierte en una reflexión más amplia sobre el tema productivo y mercantil. En el extracto, Cabello anticipa que insertará sus propias opiniones, “dando de paso alguna pincelada imparcial, sin que se desfigure la obra y la confunda”.

Luego de sopesar las conclusiones ajenas, agregar algunas propias, dar a entender que ciertas opiniones ajenas coinciden con las propias y denunciar contradicciones en la carta de Montevideo, Cabello se pronuncia, en acuerdo con Lavardén y con alguien que llama el “Observador” (quizás, el propio Cerviño), por el puerto de la Ensenada: “Por último soy, sin parcialidad, de opinión: que en comparación de dos puertos, uno de buena salida y mala entrada y otro que esté en orden contrario, es preferible éste; porque el navegante puede elegir el tiempo de la salida y no el de la entrada”.

Allí es donde le llega una tercera crítica desde Montevideo, la de “Don P.Q.R.” y su compañero, a quienes Cabello los acusará de “egoístas, queriendo sostener un sistema erróneo por solo su particular conveniencia y contra la general de la Nación”. El debate, sin embargo, se diluirá de golpe en su punto más álgido. ¿Qué ocurrió? El 20 de mayo, Avilés abandonó el cargo para marchar a asumir como virrey del Perú y fue reemplazado por Joaquín del Pino, que cedió al lobby montevideano y, si bien no deshabilitó la Ensenada, no continuó las obras de infraestructura ni consolidó la villa.

Habrá que esperar recién a 1810 para que finalmente el Estado español en vías de derrumbe dispusiera los fondos para acondicionarla. De ese 5 de mayo de 1810 es el texto de Belgrano que leyó el Axel Kicillof días atrás en el anuncio de la licitación del Canal de Magdalena, El futuro vocal de la Junta no solo resaltaba las ventajas del “Canal Sur” sino que advertía el valor del puerto para la defensa de la provincia, el control del contrabando y la seguridad de los negocios.

La disputa había permitido inaugurar un debate que reaparecerá más de una vez en la vida del periódico y que ganará espacio hasta nuestros días. ¿Qué significa ser imparcial? Los ofendidos montevideanos afirmaban que el editor debía ser un tercero neutral para Cabello un editor debía implicarse en un análisis razonado de los problemas, No para rehuir la toma de posición sino para descubrir dónde radica el interés general y denunciar cuando intereses particulares se esconden detrás de esa máscara.