Fervor y dignidad. Estos son los atributos que Fidel Castro eligió, en unos de sus últimos discursos, para seguir luchando por el ideario comunista, para hacer llegar a todos, y no sólo a unos pocos, el beneficio de los bienes materiales y culturales de nuestra humanidad.
Fidel Castro ya era una leyenda heroica antes de ser leyenda. A sus 30 años, encarcelado y juzgado por el asalto al Cuartel del Moncada declaró que la historia lo absolvería. Sesenta años después, su ejemplar y consistente trayectoria confirmó que nadie puede negar su legado histórico. Ni aun sus fervientes detractores que, como siempre ocurre con quienes atacan a quienes lideran procesos transformadores populares, ocultan a través de sus críticas a las formas, su rechazo por el profundo contenido de las ideas socialistas puestas en práctica.
Como se ha dicho muchas veces, hay dos tipos de líderes: los arquetípicos y los paradigmáticos. Los primeros representan las miserias, temores y limitaciones de sus votantes. Los segundos se yerguen como ejemplo y cumplen un papel didáctico en pos de la transformación de la sociedad. Castro fue el más paradigmático de los líderes revolucionarios. Por supuesto que cometió errores. ¿Quién no? Pero una cosa es cometer errores y otra es errar sin acertar en una sola medida a favor del pueblo, cosa a la que nos tienen acostumbrados muchos de nuestros líderes arquetípicos.