El “Colo” se plantaba en el medio de la cancha y desde allí gobernaba el partido. Si la mano venía pesada, bastaba que diera un par de gritos para que el equipo se despertara. Fuera del campo de juego seguía estando en el medio de la cancha. Lo teníamos como referencia. Lo admirábamos. Durante las prácticas, en más de una oportunidad se le plantó feo a un entrenador mala onda que nos maltrataba. ¡Basta de hablar!, ¡basta las pelotas!, le contestó este pibe de apenas quince años. ¡Andá a cambiarte, el sábado no jugás! Y el “Colo” se la bancó (para mí hubiera sido demoledor) Allí estaba el día del partido alentando al equipo desde un costado. El “Colo” era noble. Transmitía saber lo que quería.
Ingresamos juntos en la facultad. Eran años tumultuosos. La proscripción de Perón, la candidatura de Cámpora, el triunfo del Frejuli, la masacre de Ezeiza y su ruta. Café de por medio solía escuchar sus análisis. Vertía opiniones con información muy precisa. Siempre desde el medio de la cancha. El “Colo” ya había empezado a trabajar en un estudio y aprobaba examen tras examen. De alguna manera lo veía alejarse. Quizás esa distancia que impone la prohibición de hablar, ese silencio que imponen las dictaduras. Pero igual nos las arreglábamos para encontrarnos y charlar un rato. Se había casado, tenía un hijo. El equipo seguía pero con ausencias. Por aquella época dejé la facultad. Un país gris y peligroso era el telón de fondo de un desbande generalizado. El “Colo” brillaba en su trabajo. Una multinacional lo contrata y se va del país. Al tiempo me las arreglé para irme también. Yo trabajaba de mozo, el “Colo” era el director de un estudio famoso. Me divertían las cartas que nos mandábamos océano de por medio. Travesuras de la adolescencia se mezclaban con mis avatares en el restaurant y los edificios y puentes que mi amigo levantaba a orillas de una ciudad/imperio. Quizás una manera de no enterarnos de lo que ya sabíamos. Las ausencias en el club eran huecos, agujeros. Personas chupadas por el terror. Desaparecidos.
Volvió la democracia y volvimos nosotros. Más viejos. Más cansados. Más arrugados. Más serios. De vez en cuando había lugar para las risas, sin embargo. Y para algún que otro partido. Cuando hay verdadera amistad, en la intimidad de un vestuario las particularidades de los cuerpos suelen servir como excusa para transmitir afecto y ternura. Así, “gordo”, “pelado”, “flaco” y tantas otras palabras hacen de contraseña para creer, aunque sea por un instante, que el tiempo no ha pasado. El “Colo” tenía pie plano. Pero plano como la mesa en que apoyo esta compu. Así que solíamos decirle que su habilidad para el diseño había nacido un día que se distrajo dibujando mientras se cortaba las uñas. De esta manera entre varios rescatábamos algo de aquella amistad forjada en la adolescencia.
Es cierto que para ese entonces volvieron las charlas. Es cierto que también volvieron los recuerdos. Y también que quizás no solo yo intenté recuperar algo de aquella complicidad que nos había unido más allá de toda otra cuestión. Pero algo había cambiado. Un giro que quizás solo ahora puedo abarcar. En lugar de información y argumentos, en sus opiniones y observaciones sobre política el “Colo” usaba estadísticas, cálculos y estimaciones al solo efecto de comparar nuestro país con otras realidades. Me empecé a aburrir. No me molestaban las diferencias de opinión sobre tal o cual episodio o situación, sino cierta apelación a una suerte de unívoca manera de ver las cosas. En especial el insólito recurso de desestimar determinados puntos de vista por no ser “objetivos”. Un brillante profesional y profesor universitario creía que existe la objetividad en el mundo humano. Era muy fuerte. Para ese entonces yo ya había comenzado mi análisis. No sé si fue eso; las experiencias acumuladas o ambas cosas, lo cierto es que dejé de ponerlo al “Colo” en el centro de la cancha. Era mi responsabilidad. Era mi problema, no el de él. Hacer efectiva la castración del Otro llamamos los psicoanalistas a este paso cuyo solo efecto hace visible la propia inconsistencia. Y bien, es tan cierto como doloroso. Crecemos y la vida nos lleva por distintos lugares y destinos. En esos derroteros imprevisibles hacemos nuevas amistades y otras quizás se quedan allí, en mi caso, siempre dispuestas a restablecer algo de aquel amor, para llamarlo por su nombre.
En un chat compartido, el “Colo” posteó la foto de un patíbulo con unas horcas y la leyenda: “Avanzan las obras en Plaza de mayo”. Por lo pronto, si es cierto que todo lo personal es político, creo que el actual desvarío que afecta el diálogo y la política en nuestro país ha hecho que este querido amigo, compañero de tantos momentos inolvidables, se parezca a aquel entrenador. Sí, ese. Ese mismo que no nos dejaba hablar.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.