Por qué no he escrito ninguno de mis libros.
Bajo este título Marcel Bénabou se resiste a la empresa de escribir libros. Lo hace escribiendo angustiado por la parodia, el fragmento, el plagio, el avaro lenguaje, la pereza. Incluso la constatación de que ya se ha dicho todo, en los milenios en que los hombres llevan pensando y desviviéndose. “Hoy solo cabe repetir”.
Hay una idea que nos llama la atención. Dice Bénabou, reflexionando acerca del destino de sus copiosas lecturas, que éstas van a parar a una especie de laborioso montaje de partes redactadas y fragmentos de prestado, unas páginas descaradas en las que ya no se sabría muy bien si las cita -ostentosas o discretas- estaban ahí para hacer digerible el progresivo desbordamiento de confidencias, o las confidencias para servir de marco a un mero ejercicio de erudición.
Bien, dejemos esto ahí. Solo agreguemos, por ahora, que son tantos los libros que hemos intentado escribir, tantas las decepciones, que muchos ni siquiera han pasado de la veintena de páginas, y que los otros, los que han llegado a un final decente, no se han publicado.
Un libro de otro
En un reportaje concedido a The Paris Review, Julio Cortázar habla de una novela en proyecto, una novela fantasma. Fines del año 1983, poco antes de su muerte, y dice tener la “nostalgia de una novela” que no ha podido escribir porque Latinoamérica le quita el sueño.
La fantasía está a dos pasos: usando el “yo” pertinente (cuestión de encontrar la voz, el yo es una herramienta) surge el deseo de escribir la novela póstuma (e inexistente) de Julio Cortázar. Pero el proyecto cuenta con algunas dificultades: ¿Cómo escriben los otros? ¿Cómo escriben los muertos?
Las posibilidades de un personaje
El hombre se para, se abrocha el único botón del smoking blanco, pulcramente se quita una pelusa del pantalón; sonríe ese negro de bigotes finos, se acerca y se detiene, apoya las dos manos sobre los bordes del escritorio, dejando al descubierto los dientes blanquísimos. El hombre ha venido caminando a lo largo del pasillo que une la pared de la sala, donde hay un piano, con el lugar donde escribo y se queda apoyado en mi escritorio lleno de libros.
Me dice: “A la novela le hacen faltan personajes”. Y tras un instante de estupor, nos quedamos allí preguntándonos por las posibilidades de un personaje.
I ain´t got nobody
Earl “Fatha” Hines se entretuvo un rato hurgando entre mis discos. Tomé el CD que me extendió luego, mientras señalaba el equipo de música sobre la mesa de fórmica, debajo de la ventana que da el bulevar. La primera pista es el tango “Galleguita” de Navarrine y Pettorossi. Hines hizo rodar la perilla del volumen al máximo y cerró los ojos. Tenía un cigarrillo encendido entre los dedos, y se quedó así, fumando y oyendo la música que venía de ese disco. Un disco raro, de los pocos grabados por solistas de piano en el tango, en este caso, el maestro Carlos García.
-Creo que me he ganado un lugar en la novela. No ignorará aquel relato, aquella reunión de pianistas. Al final quedaban Mozart y yo; dijo con una sonrisa burlona que parecía dedicar a nadie.
Inmediatamente recordé una carta que Cortázar le envió a Samuel Yurkievich. El fragmento de interés es este: “Nunca olvidaré que lo cité en mi clase de Berkeley y que nadie entre más de cien estudiantes sabía quién era”.
-Voy a repasar ese dato- le dije.
-Parece mentira. Cómo son los escritores, me tiene aquí y prefiere ver lo que han escrito otros.
Me molestó la observación. Le eché en cara que no se puede mantener un diálogo así, en tales condiciones, y que, si es posible hablar con otra persona a través del espacio, no se puede hacerlo a través del tiempo. Al borde de la irritación, consideré necesario agregar que él había muerto en mayo de 1983 y que, a propósito de su muerte, Cortázar había escrito aquella carta.
Hines se rio, encendió otro cigarrillo. Se acercó al equipo de música, dudó, tocó varios comandos hasta que encontró el botón adecuado para adelantar la pista. Pasó al “surco” 3 y entonces empezaron los acordes del tango: “Aquel tapado de armiño”.
-Este sujeto toca de maravilla, dijo.
Yo ya había dado con el libro de las clases de Berkeley, el capítulo en el que Cortázar habla de la música y del humor en la literatura. Está la clase y el momento citado en la carta, cuando Cortázar menciona a los pianistas y, en efecto, nombra a Hines sin que el auditorio de muestras de conocerlo demasiado. El texto que lee pertenece al volumen de cuentos “Un tal Lucas”. Hines es el elegido por el narrador -Lucas, un alter ego de Cortázar- para pasar su última hora. En caso de llegar a esa última hora “con tiempo y lucidez” Lucas/Cortázar quiere oír el último quinteto de Mozart, y si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solo el piano, el tema I ain´t got nobody.
“Desde el fondo del tiempo Earl Hines lo acompañará.”
El personaje habla de su autor.
“Mi vida no tiene ningún interés, además podrá verla en la computadora. Seguramente contarán la historia de los tiempos de Louis Armstrong y del club de Al Capone, donde ninguno de nosotros podíamos repetir lo que se cotilleaba allí mientras tocábamos.
No, lo otro, lo importante, no figura en ninguna biografía.”
-Lo otro es la muerte, le dije.
-Vuelve a equivocarse, amigo. ¡Qué poco y mal que se leen las citas! Usted se apura a buscarlas y luego pasa por alto los detalles. En la muerte no hay ninguna lucidez, no se puede oír a Chopin ni a Beethoven. Después, sí. Tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo. Créame, en ese lugar puede hacer cada uno lo que quiere: yo tocar el piano, él escribir.
Y sin decir nada más se levantó, pasó junto al piano, bajó la tapa y solo dejé de verlo.