Cuando aparece, se impone. En una escena que luego eternizaría Martin Scorsese en el film The Last Waltz, Muddy Waters se ubica al ladito de Robbie Robertson -porque se trata de la despedida de The Band, pues- y el "oh yeah" que se escucha por ahí cala en lo más profundo de la historia del blues. El aullido posterior y la sincopa primera levantan la bandera de largada de una impresionante ejecución de “Mannish Boy”, clasicazo. Del millón de imágenes que caben en la historia del blues, esta es de las más queridas.
Otra. Estaba Waters, pierna izquierda sobre la mesa, tocando relajado una versión más de “Baby Please Don't Go”, en el Checkerboard Lounge de Chicago, cuando divisó a los mismísimos Rolling Stones, que andaban entonces por la cresta de la ola, y los fue invitando a escena. Subió Mick Jagger, de jogging rojo, y le hizo la segunda voz. El público del bar estalló. Subió luego Keith Richards, trepándose a una larga mesa. Le alcanzaron una guitarra y, cigarro en boca, se sumó a la banda. Muddy le habilitó el solo. Y otra vez, delirio. Los últimos en llegarse al pequeño escenario fueron Ronnie Wood e Ian Stewart. Así, con Buddy Guy también entre los invitados, se consumó una noche inolvidable cuyo registro oficial llegaría en 2012 bajo el nombre de Live at the Checkerboard Lounge, Chicago 1981.
Gratitud total de la banda de rock and roll más grande del mundo a ese negro del Mississippi en quien se había inspirado Brian Jones, allá por julio del '62, para nombrar al ignoto grupo igual que uno de sus temas emblema. Inicio de un vínculo de amor que se volvería empírico y recíproco cuando, ya más insertos en la cosa, los Stones viajaron a mediados de los '60 a grabar en los estudios Chess de Chicago, y encontraron a Muddy -según cuenta Richards en su libro Vida- pintando los techos del lugar.
El vínculo con los Stones es tal vez la arteria central para iniciar el viaje a la semilla de Muddy Waters que tiene su final el 4 de abril de 1913 en Issaquena, cuando nació bajo el nombre de McKinley Morganfield. El muchacho creció tocando armónica y guitarra entre las plantaciones de algodón del delta, las iglesias bautistas, las aguas barrosas que lo bautizaron, y recitales junto a Big Joe Williams, en los que quería ser como Robert Johnson o Son House.
Tras haber sido grabado por primera vez a instancias del etnomusicólogo Alan Lomax para un material producido para la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos -que vería la luz recién en 1993 bajo el nombre de Muddy Waters: The Complete Plantation Recordings-, el músico hizo el gran giro que lo alejó de su semilla acústica. Que la electrificó, dicho mejor, al partir hacia la bulliciosa Chicago en 1943.
Mientras en la Argentina primereaban las orquestas de Caló, D'Arienzo o Troilo, la slide guitar de Muddy Waters conquistaba almas en el norte. Su voz, hondísima por cierto, es la mejor manera de ingresar a los misterios de un blues que se abría al mundo. Que salía del ghetto y se insertaba en el planeta, coloreado por quienes secundaban a Muddy en la travesía: Big Walter Horton, James Cotton, Little Walter, Willie Dixon, Carey Bell, Otis Spann, Buddy Guy... Los mejores. El panteón de blues.
El camino entre la selva de cemento se lo abrió Big Bill Broonzy. De noche, Muddy Waters tocaba con él; de día, manejaba camiones con el mismo rigor obrero con que luego pintaría los techos de Chess. Así llegaron las grabaciones de sus primeros singles. Entre ellos, claro, "Rollin' Stone".
Su época de esplendor fue entonces a mitad de camino, entre la semilla y el final. Durante la transición entre las décadas del '50 y del '60, cuando aparecieron como catarata “Hoochie Coochie Man”, “Rollin' and Tumblin” y “Mannish Boy”, temas que niños ingleses que luego serían grandes (Eric Clapton, Peter Green, los Stones) se apropiarían para servir en copas nuevas. Sobre todo cuando tales músicos tomaron conciencia de lo parteaguas que había sido la gira de Muddy Waters por sus pagos, a fines de los '50, cuando los ingleses ni idea tenía de la rabia eléctrica que significaba el blues del otro lado del Atlántico.
Sin ella, y sin temor a la zancadilla contrafáctica, no hubiese sido fácil Cream. Tampoco Jimi Hendrix, en quien Muddy había despertado sus primeros ardores por esa guitarra incendiaria. Ni la increíble Muddywood, la viola que Billy Gibbons, guitarrista de ZZ Top, se hizo con pedazos de madera del techo de la casa en que había nacido Muddy. Ni el disco Fathers and Sons, del propio Waters, con las intervenciones clave de Paul Butterfield y Michael Bloomfield. Incluso Howlin' Wolf, que debe parte de su trascendencia -más allá de sus méritos, claro- a la rivalidad entre él y Muddy que había alentado Willie Dixon para darle cartel a ambos.
El último show de Muddy Waters fue con uno de sus émulos ingleses. Con Clapton a su lado, pues, fue que el guitarrista estadounidense apareció por última vez tocando en público, en 1982, en Florida, meses después del increíble show con los Stones. No más de un año después, el 30 de abril de 1983 -exactamente cuarenta años atrás- el padre del blues de Chicago dejaba de respirar mientras dormía en su casa de Illinois. Detrás y para la posteridad quedaban catorce discos, entre el iniciático de 1960 (Muddy Waters Sings Big Bill) y el postrero King Bee, publicado en 1981.
Hoy, una sección de la East 43rd Street de Chicago incluye su nombre “Honorary Muddy Waters Drive”, al igual que otra de Westmont, el suburbio de Chicago donde vivió sus últimos años, merecidamente llamada “Honorary Muddy Waters Way”.