Hace 40 siglos atrás relatos orales contaban la historia de un tal Gilgamesh preocupado por encontrar el secreto de la vida eterna. En algún momento el héroe vaciló pero enfrentó monstruos, caminó por túneles oscuros y cruzó peligrosas aguas para lograr su objetivo. En el periplo se encontró con un sabio, inmortal, que le dijo:
--¡Ay joven, nunca encontrarás lo que buscas! Pues nada hay eterno en la tierra. Cuando los hombres firman un contrato, le fijan término. Lo que hoy adquieren, tendrán que dejárselo mañana a otros. Las viejas rencillas terminan por extinguirse. Los ríos crecen y se desbordan, pero al fin vuelven a bajar sus aguas. Cuando la mariposa sale de su capullo no vive sino un día. Todo tiene su tiempo y su época...
No obstante Gilgamesh insistió y el sabio le contó el secreto de la vida eterna. Desde ya que cuando estuvo a punto de atraparlo éste se le escapó de las manos.
El final de la historia nos muestra al héroe que llora amargamente pero vuelve a su ciudad "resignado a compartir la suerte de toda la humanidad".
Cuando una simple mortal como yo atraviesa los sesenta y algunos más, comienza a tener ciertas experiencias que la remiten a hacer reflexiones como la que usted está leerá a continuación.
La muerte de alguno de los padres, de algunos amigos de nuestra edad, algún que otro dolorcito, alguna que otra arruga, alguna que otra discriminación: "No... eso no es para tu edad"; alguna que otra agresión: "Uy, rajemos que viene la vieja"; un blister o dos arriba de la mesada con medicamentos que receta algún doctor, me siguen invitando a reflexionar.
En la historia del sabio y el héroe, una posadera dice: "Cuando los dioses crearon al hombre le dieron la muerte por destino y ellos se quedaron con la vida. Deléitate, pues, con lo que se te concede, ¡Come, bebe, y diviértete, que para eso has nacido!"
Si Gilgamesh hubiese escuchado y aceptado esta sugerencia se hubiese ahorrado muchas molestias y nosotros mortales también. No iríamos al cirujano, no acumularíamos riquezas, no perderíamos el hoy pensando en el mañana.
Por eso, cuando se mezclaron en mi conciencia todos estos pensamientos me acordé de Gilgamesh y antes de sacrificarme tanto decidí escuchar a la posadera: eso sí, comer y beber con moderación.