En junio cumplirá 93 años y no es un lugar común decir que no se le notan. La vivacidad de la sonrisa perenne y esa voz de contralto que no cala ni una nota, atestiguan, junto a la lucidez y la porfía, que Taty Almeida sigue ahí, firme, como cuando en 1980 se integró a las Madres de Plaza de Mayo.

Me abracé a su cuerpo frágil como quien cobijara a un pájaro. Hubiese querido estrecharla entre mis brazos pero sentí que solo bastaría con el gesto, con el ademán suave y casi coreográfico para que ella supiese, en ese instante de recordación y homenaje a Alejandro, su único y desaparecido hijo, que una vez más era mi propia madre y la madre de todas y todos. Me dijo gracias y balbuceé que el agradecido era yo, reeditando así un ritual del amor que se multiplica por miles y miles en las marchas y los años. Después, mientras aguardaba en mi asiento a que comenzara el acto en el Instituto Geográfico Nacional, lugar de trabajo de Alejandro Almeida hasta el día de su secuestro, pensé en Adela.

Adela era la mamá de Mario, un compañero de la facultad que se convirtió en un hermano como ella en mi madre también. Con Mario habíamos compartido los avatares del movimiento estudiantil desde la época del Cordobazo hasta la asunción de Héctor Cámpora a la presidencia de la Nación. Durante ese tiempo, su casa era tanto un lugar de reuniones políticas, como de estudio y, por supuesto, de guitarreadas. Allí, dicho sea de paso, aprendí gracias a él a cantar las canciones de la guerra civil española, el “Bela ciao” como himno de los partisanos y las marchas de la Gran Guerra Patria en la Unión Soviética. Desde luego: nunca faltó el “Feliz cumpleaños” con los sones de la Marcha Peronista porque, en aquellas juntadas, tampoco faltaba la confraternidad que, un tiempo después, salvaría vidas.

Adela asistía a esos encuentros diversos con una actitud casi silenciosa, quizás producto de su historia o por carácter nomás. Había nacido por 1913 en Szczuzzyn, una aldea polaca. Con 17 años llegó a la Argentina con su madre, en vísperas del golpe de Estado del general Uriburu y anticipándose nueve años a la invasión nazi de Polonia. En su aldea convivían, hasta cierto punto, tres comunidades bien diferenciadas: una de origen alemán, la otra polaca católica y la de Adela que era judía. Cierta vez, en circunstancias que contaré luego, ella me confesaría que detestaba más a sus connacionales polacos que a los alemanes nazis. Es que había un polaco de su pueblo, a la sazón enfermero, que a falta de médico en el lugar asistía a todas las parturientas con idéntica dedicación. Cuando los nazis invadieron Polonia, relataría Adela, este tipo, que tan solícito había sido con las inminentes madres, encabezaría el más terrible de los pogromos contra los judíos de toda su región, incluídas aquellas mujeres y niños que él había asistido al momento del parto.

Pero hasta que Adela llegara a hilvanar ése y otros relatos pasaría un tiempo. Entretanto y ya fuera de la facultad, con Mario continuamos compartiendo la militancia hasta que, junto a su compañera tuvo que viajar a Francia a fines de 1973, para un curso que ella debía realizar. Por entonces yo carecía de un trabajo estable, al igual que mi compañera, por lo que Mario nos dejó el departamento que ambos ocupaban y, de yapa, un gamulán que me abrigó en el invierno de 1974, cuando ya había conseguido un buen trabajo y tenía que salir del departamento a la madrugada, tomar colectivo y tren para fichar a las seis menos cinco sin falta. Por esa época fui padre por primera vez, justo un mes después del regreso de Mario y cuando ya habíamos desocupado el departamento prestado. Después, salvo algún cumpleaños, nos vimos poco, hasta que los amigos comunes empezaron a desaparecer o a morir a manos de la triple A.

Desde fines de 1975 hasta bien entrado el año siguiente, la represión diezmó las filas populares. No había casa que pudiera aguantar mucho tiempo segura y ahí volvió a surgir Adela. Silenciosa, como siempre, nos cobijó en aquel departamento que a mediados de los años 60 había visto pasar a decenas de amigos, amigas y compañeros de Mario. Con ella aprendimos a saborear la sopa de remolacha, que tanto podía servir sola como acompañada por “pierogi”. Uno sabía que ella estaba preparando el relleno de esas pequeñas empanadas hervidas cuando de la cocina salía el aroma de los champiñones rehogándose junto a las cebollas y que luego juntaría con el queso y las papas pisadas. Todavía tengo el recuerdo nítido de los cubiertos de Adela: eran grandes y pesados, muy parecidos a los del juego que les habían regalado a mis viejos para el casamiento y de los que aún uso un tenedor y una cuchara.

Después de la cena, y una vez que nuestra hijita se dormía, despuntaban las charlas. Adela tenía un hablar pausado que mantenía el acento de su lengua originaria y que más se le notaba cuando más enfatizaba una idea. Fue en esas conversaciones que contó de su llegada a la Argentina en 1930 (el mismo año del nacimiento de Taty, pienso mientras escribo), de su trabajo como operaria en una fábrica de conservas, de los recuerdos de su Polonia natal y, desde luego, de la situación que atravesábamos en nuestro país con la dictadura de Videla en el poder. No se cansaba de decirnos que los milicos de acá eran sanguinarios como los nazis, que tuviéramos cuidado, que pensáramos en nuestra hija, que ojalá pudiéramos salir hacia otro país. Cada noche esta preocupación se repetía y acrecentaba con las noticias de más caídas de compañeros. Una vuelta, mientras todavía estábamos tomando el café después de la cena, se levantó de la silla y fue hacia su dormitorio. Al volver a la mesa tenía otra cara pero nada dijo que me permitiera saber el porqué de ese cambio. Cuando estábamos a punto de ir a dormir me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. En voz baja, casi en un susurro, me dijo que quería que “a la nena no le faltara nada” y luego sacó del bolsillo del delantal un pequeño bulto cubierto por un pañuelo y me lo dio. Eran una cadena y un anillo de oro y un collar. Se enojó mucho porque no lo acepté y su cara volvió a tener la expresión dura de la preocupación.

Absorto en ese recuerdo de Adela, todavía seguía observándola a Taty, antes de que comenzara el acto, cuando aquella imagen de las joyas envueltas en un pañuelo me llevó a la Varsovia de 1943, al gueto y a sus resistentes, tan dramáticamente pintados por Paco Ignacio Taibo II en su “Sabemos cómo vamos a morir”. Cada día, el alto mando nazi debía deportar al campo de exterminio de Treblinka a siete mil judíos. La cifra estaba dada tanto por la capacidad de las cámaras de gas para matar a esos millares de seres indefensos, como por la de los hornos crematorios para deshacerse de los cadáveres. Para aventar los temores de los deportados, los soldados letones y ucranianos de las unidades SS les avisaban que podían llevar consigo todo su dinero y las joyas, amén de lo poco que pudiera entrar en una pequeña maleta. Antes de subir a los vagones de carga y mientras aguardaban mansamente en las largas filas, los que iban a morir recibían una hogaza de pan para el viaje, mientras la policía integrada por colaboracionistas judíos custodiaba toda la operación.

El 19 de abril pasado se conmemoró el ochenta aniversario del alzamiento armado del gueto de Varsovia. Fue protagonizado por poco más de setecientos jóvenes mal armados, con edades que iban de los 24 a los 13 años, que decidieron que si iban a morir ellos elegirían cómo hacerlo y decidieron combatir al invasor hasta perecer. Ni siquiera se privaron de cantar “La Internacional”, aquel 1º de Mayo de 1943, cuando apenas faltaban seis días para que los nazis los masacraran en el bunker de la calle Mila 18. Mordejái Anilevich, Mira Fuchrer, Israel Kanal, Isaac Zuckerman, Arie Wilner, Michael Klepfisz, Eliezer Geller, Eliyahu Rozanski, Margalit Landau, Emilka Landau, Ichak Giterman, son algunos de los nombres de uno de los más altos ejemplos de la dignidad humana. Quienes los sobrevivieron, como Zivia Lubetkin o Marek Edelman, nunca se cansaron de dar testimonio de ello.

Y ahora vuelvo a Taty, vuelvo a Adela. Escribo y mientras escribo pronuncio sus nombres en voz alta. Es preciso. Es imprescindible nombrarlas porque fueron, son y serán sinónimos de la esperanza, sobre todo en horas que, como éstas, nos jugamos el futuro.