Se hablaron con las miradas, se acomodaron junto al fuego y dos de los náufragos, hermanos, contaron sus historias. Dijeron que se habían embarcado en un pesquero y que el hijo del dueño había caído al mar en medio de una tormenta. Que fue imposible rescatarlo, aunque lo intentaron. Y no querían regresar a Valparaíso porque temían que los culparan por esa muerte. El relato sobrevoló las chispas del fogón, entrecortado, lamentado, pero resignado. La vida los había recogido en esa isla donde esperaban quedarse hasta morir. Los marineros de la Enriqueta pensaron en sus familias, en sus mujeres en una cama caliente, y no dijeron nada. Otro de los náufragos se presentó como Williams, de nacionalidad norteamericana. No dijo su apellido y hablaba con desenvoltura, en contraste con la dificultad de los dos pescadores para expresarse. Era el que los había invitado a desembarcar, el que los había guiado a través de las piedras y la selva hasta ese refugio, y el más locuaz de los cuatro. Habló de aventuras a bordo de un ballenero llamado Godefroi, que había partido de Massachusetts hacia Valparaíso, de donde había desertado para no regresar a su país. Sarmiento, igual que sus acompañantes, estaba extenuado. Quiso reprimir un bostezo y aprovechó para hablar. —Vamos a tener que hacer noche aquí y mañana salir de cacería a primera hora para reabastecer la cocina del barco–, se disculpó. 

—En la isla no hay cerdos, solamente cabras y perros –respondió Williams–, mañana iré con ustedes como guía. 

Cada quien se dirigió a su aposento. Los náufragos a sus cabañas primitivas, los viajeros a la construcción que funcionaba como almacén. No había camas de plumas ni colchones civilizados. Algunos durmieron en hamacas instaladas entre los postes que sostenían el techo. Sarmiento se despatarró sobre centenares de pieles de animales y se sintió en el lecho del sultán de Las mil y una noches, a pesar del fuerte olor a chivo que taladraba el olfato, pero que el cansancio ignoraba. Durmió abrigado y cómodo esa noche del 5 de noviembre. Williams entró a su cabaña, donde lo acogió el silencio. Descolgó el rifle de la pared para engrasarlo y alistarlo para la cacería. Reflexionó sobre su vida inmediata. Podía regresar a la civilización con los viajeros, pero decidió que era muy pronto, que tenía que correr más tiempo. No volvería. De los tres viajeros, el argentino emitía señales reconocibles. Era seguro, estaba decidido a pisar en la vida y a tener razón, era presumido y al mismo tiempo curioso. Quizá volverían a encontrarse. Le interesaba todo lo que pudiera facilitarle su regreso al mundo. 

Los viajeros, los marinos y los náufragos se levantaron con el sol, hicieron un fogón para preparar el té montaraz que habían probado en la cena, y lo acompañaron con galletas que habían traído del barco. Estiraron las piernas y se organizaron en dos grupos. Uno para cazar en las loberías de las playas, donde podían sacar también langostas y otros frutos marinos con el bote. El otro, guiado por Williams y en el que iba Sarmiento, se internaría en la selva hasta la ladera de la montaña para buscar animales. El argentino ansiaba también un trofeo de caza, la cabeza de una bestia poderosa para adornar el camarote de la Enriqueta. Llevaba una de las carabinas. 

De día y en tierra firme, la isla brillaba con distintos matices de verde. El origen volcánico había quedado debajo de una alfombra de selva y pasto que alimentaban las lluvias casi diarias. Allí podían crecer todas las cabras del mundo. Quien descubrió las islas que hoy llevan su nombre había sido el español Juan Fernández en 1574, en el transcurso de un viaje comercial entre El Callao y Valparaíso. Luego estarían muchas décadas en manos de los jesuitas, que fueron quienes llevaron las primeras cabras. Y entre los muchos viajeros europeos que las visitaron y estudiaron se cuentan los exploradores y cartógrafos británicos James Cook, John Byron y George Vancouver, quienes a lo largo del siglo dieciocho las conocieron en su hostilidad y exuberancia. Y pudieron advertir cómo aquellas primeras cabras se habían multiplicado en una tierra que les daba todo el alimento, y ya eran decenas de miles que seguían reproduciéndose en una especie de fiesta interminable. Luego, la naturaleza había completado su obra de equilibrista cuando varios perros escapados de un ballenero anclado por reparaciones, se hicieron jauría y se convirtieron en predadores de las cabras, cuya explosión demográfica estaba por acabar con la vegetación. Y así se había balanceado esa ecología en la inaccesible isla volcánica entre perros y cabras salvajes. 

Sarmiento y sus acompañantes tomaron el primer tramo del camino, el que saliendo de la hondonada de las chozas se introducía en una selva de vegetación frondosa. Las jaurías de perros estaban bien alimentadas. No necesitaban atacar a los humanos y no se mostraron. Por la noche los viajeros habían escuchado largos aullidos, pero solamente habían visto a los perros que los náufragos habían domesticado y que los ayudaban en sus cacerías. A medida que se acercaban a la montaña los claros se hacían más frecuentes. Y en algunos había rebaños pastando. Los viajeros creían que cazar cabras se reduciría a un paseo y un par de tiros. Sarmiento se sentía infalible y caminaba erguido, con suficiencia, un poco molesto porque Williams había ocupado sin consultar la cabecera de la columna. Pensó que así actuaban las personas sin educación. Con señas, sin palabras, Williams había asumido la comandancia, señaló el sendero y empezó a caminar. Los rebaños se desplegaban sobre praderas extensas y en salientes de la montaña hasta donde se perdía la vista. Los machos vigías que los lideraban se distinguían majestuosos. Arrogantes e inmóviles, como parte de la roca que los sostenía, desde su altura podían divisar a lo lejos la presencia de intrusos. La concentración intensa, el agudo sentido del oído, la vista y el instinto, los alertaban del menor movimiento o el mínimo ruido extraño a decenas de metros. Cuando ellos daban la alarma, decenas de cabras pegaban un salto como si fueran un solo cuerpo y desaparecían con la agilidad del gamo.

 Sarmiento avistó un animal alejado del grupo y creyó que la caza ya llegaba a su fin. Descolgó el fusil del hombro y se arrodilló para tomar puntería. La suela de sus botas crujió apenas al doblarse y fue suficiente para que el macho alfa diera la alarma. Hubo ruido de pezuñas sobre la tierra, un trueno que se extinguió en segundos. Cuando acodó la carabina y apoyó la cara contra la culata, el prado estaba vacío. Levantó la vista. Williams lo miraba sonriente. “Con esas botas no va a poder”, le dijo. Alrededor de su cuello tenía atado un par de borcegos peludos de piel de cabra. Se los arrojó: “Póngase estos”. El argentino reprimió el orgullo porque reconoció la razón del otro. Dominó la soberbia. Sin decir palabra, se sacó las botas y se puso los borcegos de piel. Los probó en la tierra y se doblaron sin ruido. Calzado de cazador. Empezaron a subir la ladera de la montaña. En las rocas salientes, en las laderas más estrechas, los grupos de animales que pastaban se hicieron más frecuentes. Y en todos ellos sobresalía desafiante el macho carnero de grandes cuernos enroscados, corpulento, con su descomunal cabeza, olisqueando el viento. 

Williams estaba locuaz. Hablaba de sus aventuras en el ballenero. Desde la ladera de la montaña se podían ver las playas con loberías y focas y, a lo lejos, en el mar oscuro manchado por la espuma blanca, el paso solemne de una pareja de ballenas enormes. Del otro lado de la isla flotaban las velas blancas enroscadas de la Enriqueta.

El camino se hizo más empinado. De a tramos tuvieron que subir a cuatro patas. Los rebaños que dejaron atrás estaban alejados, en riscos inaccesibles. Habían pensado una estrategia de caza. Para eludir la vigilancia de los machos cabríos, Williams se apostaría en un extremo del rebaño, Sarmiento y sus acompañantes irían a la otra punta y harían ruido para espantar a las cabras hacia el náufrago, que las emboscaría con su rifle. Era una estrategia ya probada por los habitantes de la isla. Hicieron una parada para descansar. Sarmiento estaba sentado junto a Williams. Le agradeció los zapatos. El otro respondió con un movimiento del brazo. Sarmiento le preguntó si era un prófugo.

 —¿Prófugo? Sí, pero no de la ley. 

—¿Prófugo de qué? Williams lo miró y se encogió de hombros. 

—De los hombres, del poder de algunos hombres, de la ambición.

 —La ley es invencible –pontificó el argentino–, todo lo demás se puede afrontar.

 —El tiempo dirá. No hubo espacio para más preguntas. Las respuestas se habían acabado, pero Sarmiento insistió. 

—¿Williams es su verdadero nombre? 

—Sí.

 —¿Y el apellido? Si se puede saber y no lo pone en riesgo. 

—Aquí, en esta isla perdida, no existe riesgo: Dezang.

Largó el apellido cuando se levantaba y se sacudía los pantalones. Sarmiento no le creyó. Siguieron la caza. Después de trepar una distancia larga y accidentada, llegaron a un pequeño valle donde pastaba un rebaño numeroso. La figura mayestática del vigía se elevaba en una saliente imposible de la ladera. Parecía suspendido en el aire. Estaba inmóvil, pero una tensión recorría el poderoso cuerpo, toda la energía centrada en esa inmovilidad siempre a punto de soltarse como un rayo. Se arrastraron en silencio para tomar posición. Los cazadores se movieron con sigilo, pendientes del carnero. Sarmiento llegó hasta el arbusto que había elegido para mimetizarse. En ese momento, un ave rapaz con las alas extendidas surgió desde detrás de la cima. Planeó con elegancia sobre el rebaño, dio varios círculos y, cuando se disponía a caer en picada sobre una de las crías más apartadas, el macho cabrío dio la alarma. Los planes de caza se deshicieron. El desbande fue fulminante, pero en sentido contrario al que habían previsto. Había que empujarlos hacia Williams, que se había trepado a una pared rocosa y apuntaba con su rifle. Pero los animales saltaron hacia donde estaba Sarmiento. Cuando quiso manotear la escopeta, el mundo se puso en cámara lenta y se dio cuenta de que nunca alcanzaría a disparar antes de que lo aplastaran. Un enorme carnero se le estaba echando encima a la carrera. Era una locomotora que bramaba con la cabeza baja, un bólido lanzado en línea recta. Sentía el tropel de las pezuñas sobre la tierra y pensó que era una estupidez esa muerte. Una muerte que lo alcanzaría antes de empezar a correr en la vida. Tenía cosas para hacer, todavía era necesario. De pronto, sobre el trueno de la estampida, se escuchó la detonación, un disparo que hizo volar el plomo por encima de las cabezas del rebaño para incrustarse en la nuca del gran carnero que embestía contra Sarmiento. En plena corrida, el animal dobló las rodillas y cayó. La inercia arrastró el cuerpo hasta el arbusto que apenas protegía al sanjuanino. Los demás animales se abrieron como un río furioso que se bifurca. Sarmiento estaba recostado sobre el arbusto, con las piernas extendidas, derrumbado por el escenario brutal que casi había terminado con su vida entre los cuernos y las pezuñas de cientos de animales desbocados. La gorra se le había caído, dejando a la vista la calvicie incipiente. El polvo no terminaba de asentarse mientras el hombre juntaba fuerzas para ponerse de pie. 

Entre la polvareda apareció la silueta fantasmática de Williams con el rifle acunado sobre su pecho. Movió con el pie el cuerpo caído, revisó el agujero en la nuca del animal y asintió, satisfecho. Miró a Sarmiento, que torció la cabeza para devolverle la mirada. 

 —Gracias –dijo. 

—Con la puntería de un tirador de Missouri –respondió Williams. 

No había ironía en la voz, pero el hombre estaba disfrutando la situación. Había salvado la vida del argentino con un tiro impecable. En esa soledad, había logrado poner en deuda al hombre recostado en el piso. Quizás, alguna vez, esa deuda fuera pagada. Los dos marineros que completaban el grupo despellejaron y destazaron el animal para transportarlo hacia el campamento. El viaje de vuelta fue más relajado. Tenían lo que habían salido a buscar. Cuando llegaran, seguramente el otro grupo estaría esperando para regresar al barco y seguir viaje hacia el Cabo de Hornos. Esta vez, Williams dejó que Sarmiento se adelantara. El episodio de estampida, caos y pánico ya se había convertido en anécdota. Y Williams era el héroe homérico, indiscutido, de la escena. 

—Es un gran tirador, vi pocos así y eso que vi muchos –decía Sarmiento– . ¿A qué se dedicaba en la otra vida, mister Williams?

 —Nada como esto, sé trabajar con pozos artesianos, mi trabajo es con el agua, sé cómo encontrarla y cómo sacarla.

 Sarmiento esperaba un oficio más fantástico. Imaginaba un vaquero o un cazador, un hombre de armas. Aunque, desde su punto de vista, la técnica y la ciencia eran las heroínas del nuevo tiempo. Williams no le dio tiempo de volver a preguntar.

 —Usted es argentino pero representa al gobierno de Chile. ¿Es argentino o chileno? Sarmiento se dio vuelta para mirarlo a la cara antes de responder.

 —Uno es del país que le abre los brazos cuando lo expulsa el país donde nació –contestó. Y en el filo de la voz, se entrevió el brillo de la furia.

 —No se preocupe, soy de otro lado, no conozco la política de por aquí –lo tranquilizó Williams. 

—Argentina es un país a veces ingrato y a veces cruel –continuó Sarmiento–, estoy seguro de que usted lo podrá verificar. Porque irá a la Argentina, lo sé. 

—Puede ser, quién sabe... 

Pocos días antes de embarcarse, el sanjuanino se había incorporado a la Logia Unión Fraternal de Valparaíso. La mayoría de los intelectuales y políticos de esa época estaban enrolados en alguna logia masónica. Su rencor con la política argentina lo había llevado a aconsejar al gobierno chileno que instalara una ciudad en Puerto Arenas para controlar el paso por el estrecho de Magallanes y ganarle de mano a los argentinos. Y, de la misma forma, había alimentado supuestos derechos chilenos sobre la Patagonia que miraba el Atlántico. Su carácter arrebatado y sanguíneo lo volvía prepotente. Se dejaba llevar por la rabia. Años después, ya en la Presidencia de la Nación, se arrepentiría de sus arrebatos de exiliado en Chile y de esos consejos al gobierno de Santiago.


Presentación en la Feria del Libro

 "El manuscrito Bonaparte", de Luis Bruschtein, se presentará el 3 de mayo a las 19.00 en la sala Horacio González de la Feria del Libro. En el panel estarán la periodista Stella Calloni, los humoristas Rudy y Sanz y el autor.