A sus 61 años recién cumplidos Sergio Pérez, que como soldado combatió en Malvinas en 1982, pudo volver a las islas por primera vez. Viajó a “sanar sus heridas”, cuenta en esta nueva charla. La anterior fue  antes del viaje. Sergio llora una sola vez en la hora y media de charla. “Me saqué una mochila”, asegura, y dice que su casa está más ordenada.

El ex soldado pudo encarar esta aventura tras salir sorteado en una iniciativa de la Municipalidad de Almirante Brown. Los números y las fechas hacen su juego en la vida de Sergio, cómo el suele decir. Nació un 2 de abril en el ’62. Tras siete años de sorteos, su nombre salió elegido para viajar durante el mes de su cumpleaños. Estuvo un 14 de abril en las islas, igual que en 1982 cuando aterrizó para dar una batalla que desconocía.

En el comedor de la ‘Ave Fénix’, como Sergio bautizó a su hogar, ahora las cortinas están abiertas y los ambientes están iluminados. El ingreso es por la cocina. La puerta principal sigue clausurada. Pero el living es más living y tiene menos color de galpón. 

“No encontré el cachetazo de la cortina que se te cierra”, resume su sensación de arribo a Malvinas. Ya no lo miraban sigilosamente desde las casas inglesas a través de las ventanas. “Aquella vez no sabía si era el bueno o el malo, pero ahora era uno más”.

“Nunca estuve nervioso”, asegura. Hoy mira mucho más a los ojos y no por sobre los hombros del interlocutor. 

El trato de parte de la tripulación del avión a la ida, los aplausos de los pasajeros al saber de su historia, la recepción en Comodoro Rivadavia, son detalles que lo alegraron, dice este hombre que estando en la guerra recibía muchas cartas y a los no recibían nada  les decía: " Agarren una, tachen ‘Sergio’, y pongan su nombre". 

“Siempre supe adónde iba y que iba a haber ingleseses", cuenta.

El primer día tuvo un golpe y se lastimó su rodilla. “Eso hizo que no saliera a lo loco.” Su objetivo era encontrar su posición. Aquel punto donde construyó su refugio durante 60 días en la guerra. “Me fui ubicando y al llegar me senté en la misma piedra, me abrí el termo, y recé mucho”, relata con la voz que tiende a quebrarse. “Llegué sufriendo por la pierna, pero creo que tenía que ser así.”

Sergio cuenta que hacía frío durante el viaje a Monte London y que tenía el viento en contra. Llovía. “Fue revivir aquel día del '82 en que nos llevaron desde el aeropuerto hacia nuestra posición.” Llora. "No me sentí solo", cuenta mientas se seca las lágrimas. Y a la vez hoy desde otra posición, en el comedor, asegura que se siente “extraño, en el sentido de que cuando uno cierra un libro y dice qué hago ahora”.

“Llegar a Monte London me voló la cabeza, porque me imaginé a todo mi regimiento”, relata. Pudo caminar por otras posiciones, donde había muchos soldados que ya no están. Recordaba cómo cuatro compañeros de su compañía murieron al pisar una mina por ir a robar comida. Cuenta que quienes tuvieron que enfrentarse a los ingleses desde aquel punto, en el monte, estaban “regalados como tiro al pato”. Sus ojos hablan desde las islas. Se ubica y dibuja en un papel la distribución de los pibes que combatieron en desventaja ante el avance del ejército enemigo por puntos en el mapa que la jefatura militar no se había imaginado. “Confirmé lo que vi desde mi posición aquella vez.”

Transitando de nuevo el suelo malvinens dice que dimensionó lo que no pudo durante la guerra: “las islas son gigantes”.

 “Visitar el cementerio de Darwin fue una sensación fuerte”, dice. Para él todo tiene un mensaje, y el hecho de que hayan ubicado el lugar de descanso de los argentinos caídos a cien kilómetros del pueblo fue para dejar sentada una postura. “Había que hacer más de 80 kilómetros para hacer cada excursión”, marca.

El ‘síndrome del oso’, ese autodiagnóstico al que siempre hace referencia el ex soldado, también existió en Malvinas. Los dos últimos días permaneció más encerrado. “Pasa que al tercer día mi viaje se terminó”, explica. Dice que en el momento que pudo recorrer su posición y pasar por el cementerio, ya había cumplido su meta. Lamenta no haber podido traer algo más que una piedrita que quedó en su billetera.

Ríe cuando dice que nunca deja de verse como el docente que siempre fue. "A los empleados del hotel les explicamos algunas palabras en español, porque nosotros estábamos en casa.". 

Una historia que Sergio describe como una tendencia en muchos ex combatientes y suele colarse en sus encuentros alude a tomar la decisión de volver a las islas a pasarla mal. “El que quiso encontrar su tortura al volver a las islas es porque la fue a buscar”, asegura. La paranoia sobre si los ingleses te observan, te miran, o si te odian, son cosas que Pérez minimiza. “No somos tan importantes para los kelpers mientras les llevemos libras.” Se ríe.

Esta línea de análisis lo llevó a una conclusión: “muchos no entienden o no terminan de entender lo que es estar en una guerra”. 

“Hay algo que no puedo comprender, y es que me hablan de mi valentía de haber vuelto”, cuenta al enumerar los distintos mensajes que le llegan por su viaje. “Quizás lo dicen por esto de enfrentar lo que pasó, pero me parece que es por no dimensionar lo que es una guerra”, resume.

En Claypole, a pocas cuadras de la estación, la casa de Sergio estaba distinta de lo que era antes del viaje. Esta vez los patos y gansos gritaron más de una decena de veces. “Recuperé la sonrisa”, asegura él sin reírse. Las piernas no se le quedan quietas cuando niega que volvería a ir a Malvinas. Feliz de contar las anécdotas del viaje, dice que a Bariloche o Villa La Angostura volvería a ir, pero a las islas no. “Ya fui dos veces, y la primera con la guerra. Ya las exprimí”.

Al ser consultado sobre si algo faltó en su viaje, dice que casi pasa. En aquel abril de fines de dictadura, al subirse al avión que lo llevaría a batallar al sur, desde la ventanilla no pudo ver a sus viejos para despedirse. No estaba su familia. 

“Ahora volví a pensar que no me iba a despedir nadie, como aquella vez, porque el vuelo salía a las siete de la mañana.” Pero el mensaje de su hermana llegó a tiempo: “Voy en bici. Desde Burzaco me mandó”. Estuvieron ella, su marido y los dos sobrinos de Sergio. No fue la madre, con quien Sergio mantiene distancia.

Antes de que la entrevista termine Sergio me acerca una carta que le llevó su hermana a Aeroparque. Me cuenta que decidió no abrirla. Me la entrega y me pide que la lea en casa y “me fije si vale pena poner algo en la nota”. Me la da sin mirarme y no la vuelve a tocar una vez que la deja en la mesa, como sacándose algo de encima. La observo. Un papel teñido de antiguo,  Está doblado en dos, reforzado con cinta, con una carátula.

Leo. Es una carta de puño y letra de su madre. “Mamá Virginia y papá, en el lugar que esté, te deseamos los dos buen viaje”, dice al frente. La frase está subrayada. Tras contarle que le hubiese gustado ir a despedirlo dice que sus piernas hoy no tienen la fuerza para hacerlo. “Dejá todo el miedo que tuviste, todo lo que sufriste y lo que te dejó sin esperanza”, le pide. “Siempre pensá que pisás tierra argentina”. 

“Sin temores o sufrimientos, guardá este viaje”, pide Virginia.

“Disfrutá” es la palabra que se repite para el hijo que viajó otra vez al mismo lugar. Solo que 1982 Virginia ignoraba si volvería a verlo.  Quizás con este viaje Sergio pueda recuperar algo más que la sonrisa. Será que, como reza la nota de su madre, “cuando hacés las cosas bien, Dios te bendice”.