Desde Río de Janeiro
El Congreso brasileño decidió instaurar una Comisión Parlamentar de Investigación compuesta por diputados y senadores para averiguar actuaciones y responsabilidades en el intento de golpe de Estado el pasado ocho de enero, que culminó con la invasión y devastación de las sedes de los tres poderes en Brasilia.
Imágenes de miles de manifestantes invadiendo y destruyendo Presidencia, Superior Tribunal Federal y el mismo Congreso siguen en la memoria de millones de brasileños.
Hay más de mil detenidos aguardando decisiones judiciales, pero sigue en misterio quiénes fueron los financiadores y los organizadores del intento de golpe incentivado claramente por el expresidente, el desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro.
Otro misterio a espera de aclaración se refiere al rol desempeñado por las fuerzas de Seguridad y, en última instancia, por las mismas Fuerzas Armadas, principalmente el Ejército.
La aparente pasividad de unos y otros frente a la acción de manifestantes violentos no tuvo hasta ahora una explicación razonable.
El presidente Lula da Silva se opuso, en un primer momento, a la instalación de la Comisión en el Congreso.
El argumento bastante razonable de Lula era que tanto la Policía Federal como la Justicia estaban dedicadas al tema, y que con la Comisión el Congreso retardaría la votación de iniciativas importante del gobierno.
Había, sin embargo, algo más: la preocupación de no incitar aún más resistencias de parte de los uniformados, principalmente en el Ejército, contra él y, por rebote, contra su gobierno.
En sus dos primeros mandatos presidenciales (2003-2010) Lula resistió a las fuertes presiones para no instaurar una Comisión de la Verdad para denunciar el terrorismo de Estado practicado durante la dictadura militar que imperó en Brasil entre 1964 y 1985.
La sucesora, Dilma Rousseff, ella misma víctima de cárcel y violencia en la dictadura, finalmente estableció la Comisión.
Pese a que la Ley de Amnistía decretada en los tiempos finales de la dictadura impidió que los denunciados fuesen llevados a la Justicia – Brasil es el único país de Sudamérica en que nadie fue punido – la revelación de los nombres involucrados en actos de violencia causó fuerte impacto entre los uniformados.
El golpe legislativo que tumbó Dilma Rousseff en 2016, bien como la elección de Bolsonaro en 2018, contó con claro respaldo de los cuarteles, en especial del Ejército.
En su gobierno el ultraderechista esparció a miles de militares, algunos activos, por toda parte, de empresas públicas a ministerios. También distribuyó robustos manojos de dinero y aumentó los sueldos.
Con eso mantuvo la simpatía de los cuarteles, pese al desastre que fue su presidencia, que destrozó casi todas las conquistas alcanzadas por los gobiernos anteriores desde 1995.
A tiempo: la Comisión de Investigación tendrá plena mayoría de diputados y senadores aliados a Lula.
Ya se sabe que entre los primeros convocados estarán militares retirados que fueron piezas fundamentales del gobierno Bolsonaro.
También deberán ser llamados para contestar preguntas militares activos, que se mantuvieron impasibles frente a los ataques de los golpistas el ocho de enero, bien como comandantes que permitieron campamentos de seguidores de Bolsonaro frente a instalaciones militares.
En los campamentos, financiados no se sabe por quién, había una incitación permanente a un golpe, primero para impedir que Lula asumiese la presidencia, y luego para quitarlo del puesto.
Habrá mucho que explicar. Y pese al profesionalismo de los actuales comandantes máximos de las tres Fuerzas Armadas, es sabido que principalmente entre oficiales de rango inferior el respaldo a Bolsonaro y la resistencia a Lula y su Partido de los Trabajadores son fuertes.
Todavía no se sabe cuándo los trabajos de la Comisión tendrán inicio. Se supone que en las próximas dos semanas. Pero la tensión ya es palpable, y no solo en el gobierno y la oposición: también entre los uniformados.
Lula tendrá de ejercer su reconocido poder de diálogo y conciliación para evitar tropiezos.