No es nada extraño que las protagonistas de Hermia & Helena (que no se llaman ni Hermia ni Helena) se debatan no tanto por el famoso “¿Ser o no ser?” shakesperiano sino por cuestiones en apariencia más triviales: ¿ir o no ir? ¿Regresar o no regresar? ¿Aquí o allá? ¿Con éste o con aquel? Dedicado a la gran actriz japonesa Setsuko Hara, el último largometraje del argentino Matías Piñeiro –que debutó el año pasado en el Festival de Locarno y tuvo un amplio recorrido por eventos cinematográficos, incluida una participación en la Competencia Oficial del Festival de Mar del Plata– desembarca a partir de hoy en el Malba, donde permanecerá en pantalla todos los sábados de agosto con una función nocturna (una quincena más tarde, se sumarán más días y exhibiciones en la reabierta Sala Lugones). Un “problema” para su realizador, que en comunicación con PáginaI12 desde su lugar de residencia en Nueva York –donde se mudó hace ya unos seis años– afirma que “lo que más me gusta de hacer una película no es lo que viene después de terminar el montaje. No me interesa hacer el tráiler ni diseñar el poster. Me interesa mostrar la película, por supuesto, pero hay algo que ya no tiene la misma energía a la hora de hacer la prensa, la difusión. No tengo ese nervio que otra gente sí tiene”.

El director de Viola, La princesa de Francia y El hombre robado, entre otros títulos que le han sabido ganar un lugar de relieve en el cine internacional contemporáneo –y un creador joven que todavía participa en la liga de los cineastas sub 40–, continúa jugando en su nueva obra con reglas cinematográficas propias. Reglas y códigos que ha venido desarrollando, reelaborando y puliendo película a película: un tono amable, nunca estridente, donde las relaciones amorosas y de amistad tienen un rol central; un trabajo preciso y usualmente exquisito de puesta en escena; un concepto particular de “comedia”, que puede o no ser moral, como las de su querido Eric Rohmer; la figura del gran dramaturgo inglés como origen pero nunca como meta (sus últimos films no son adaptaciones formales de Shakespeare, pero orbitan alrededor de algunos de sus personajes y piezas, no necesariamente las más famosas). En Hermia & Helena –rodada en gran medida en los Estados Unidos y, por primera vez en su cine, en idioma inglés, aunque con un reparto encabezado por sus usuales colaboradoras Agustina Muñoz y María Villar– una chica argentina regresa a Buenos Aires luego de una estancia en Nueva York, donde ha intentado sacarle el jugo a una beca estudiantil. Una de sus amigas la reemplaza casi de inmediato, habitando incluso el mismo departamento, y dedica parte de sus días y noches a una nueva traducción al español de Sueño de una noche de verano. Entre esas idas y vueltas, entre cruces espaciales y temporales, entre nuevas y viejas amistades y amoríos, Piñeiro entrega uno de los mejores films de su carrera. Muy posiblemente el más emotivo. Y quizás el que tiene un punto de partida más personal.

–¿Cuánto de su vida está reflejado, de una manera u otra, en la sustancia de la historia?

–Me mudé a los Estados Unidos porque mi novio viajó para hacer un doctorado en la Universidad de Nueva York. Recién comenzábamos a salir y en ese momento cayó la noticia de que muy posiblemente iba a viajar. En ese momento, parecía casi una broma: empezás a salir con alguien que te avisa que se tiene que ir. Una bomba de tiempo. La película tiene algo de eso: bombas de tiempo. En ese momento estaba terminando Rosalinda, el año anterior había hecho Todos mienten. Todo funcionaba más o menos bien, tenía a mi grupo de gente en Buenos Aires. Y sin embargo dije “me voy. Trato de buscar alguna beca o residencia”, aunque a priori no me interesaba para nada. Y me fui y obtuve una beca en el Instituto Radcliffe, en Harvard, una residencia para artistas y académicos. Si me mudé fue por una cosa sentimental, pero mucha gente pensó que era una especie de movida de carrera. Una locura, hubiera sido una movida, pero al abismo (risas). Todo lo contrario: cuando me fui de Buenos Aires tenía la impresión de que iba a dejar de ser director de cine. Algo de eso me hizo filmar Viola dos semanas antes de viajar, que me llevé abajo del brazo. Después vino La princesa de Francia, que escribí acá y fui a filmar a Buenos Aires. En aquel momento la idea de rodar en Nueva York no me seducía en lo más mínimo. Recién cuatro años más tarde, cuando pude hacerme de un grupo de amigos acá, esa idea comenzó a dar vueltas. Hay una persona muy importante en ese sentido: Graham Swon, que fue quien distribuyó acá Viola y La princesa…, alguien a quien conocí yendo al cine. Él terminó siendo el productor norteamericano de Hermia & Helena.

–¿No pensó que el cambio de ambiente podía marcar su película más allá de sus deseos?

–Hubo algo que hablamos de entrada, porque no tenía ganas de ponerme en los zapatos de un director que no soy. Me gusta que mis películas tengan un lazo de sangre entre sí, que no se desconozcan. Es un capricho mío: me interesa que las películas sean diferentes, pero no lo opuesto. Hay algo de la heterogeneidad que a priori no me interesa. La idea original era filmar un solo día en Buenos Aires, pero ese día se transformó en una semana. Las cosas se van deformando. La película muestra un poco ese vaivén. Vivir afuera del país tiene algo especial y lo que siento últimamente es que estoy en los dos lados. Es algo híbrido, estoy en Buenos Aires y en Nueva York. Es una vida en la cual uno está partido en dos.

–Algo de eso se refleja en los cambios de ambiente bruscos en la película: Carmen o Camila bajan por la boca del subte en Nueva York y reaparecen subiendo las escaleras en Buenos Aires.

–Eso estuvo pensado de antemano, por supuesto. No soy Vertov para imaginar eso en el montaje. Tiene que ver, en parte, con que uno acá va el aeropuerto en subte. Además, me gustan las elipsis rápidas, sin demasiadas explicaciones. También es una suerte de chiste, aunque no sé si es muy gracioso. Básicamente es el amor por la elipsis rotunda, por los cortes importantes. También hay fundidos encadenados, que no había usado casi nunca. En La princesa de Francia probé por primera vez los planos generales. En cada película trato de trabajar con elementos que no había probado con anterioridad. Somos siempre los mismos: María, Agustina, Mercedes Tennina, Fernando Lockett, William Shakespeare, una cierta manera de filmar. Pero si no me pongo por delante algunas ideas nuevas para probar…

–Los diálogos son constantes y graciosos, como de costumbre, con ese tono entre natural y artificial tan típico de sus películas.

–Me gusta el cine que funciona como artificio, que no es reflejo de la realidad, sino que se presenta como una composición. Es una tercera posición. Pero los actores tampoco son brechtianos ni bressonianos. Hay algo que fluye. Pero el ritmo y la forma no los vuelve naturalistas, es cierto. El naturalismo no me interesa mucho, aunque hay elementos en ese sentido.

–Hay otra primera vez en Hermia & Helena, un componente de emoción que se desarrolla cerca del final, cuando el personaje de Camila, interpretado por Agustina Muñoz, se encuentra por primera vez con un familiar muy cercano.

–Estoy de acuerdo. Ahí se cruzan varias cosas. Para mí lo principal –un primer desafío, en realidad– era saber quién actuaba en los papeles norteamericanos. Con el reparto argentino es fácil: vengo trabajando desde hace muchos años con ellos. El otro desafío era ampliar el espectro de las edades de los personajes, porque en mis películas suelen ser de mi propia generación. El rol del padre es fundamental en Sueño de una noche de verano, es quien pone todo en acción, el que hace que Helena huya al bosque. Esos dos desafíos se unieron: trabajar con alguien nuevo y tener roles de otra generación. Siempre me interesó tomar personajes o momentos pocos conocidos de las obras de Shakespeare, por eso no uso las tragedias, porque son más populares. También sentí la necesidad de ir más tranquilos, de narrar sin tantos agujeros. Hay algo lineal en esta película, más simple, más cerca de un dibujo de Matisse. Por otro lado, si filmábamos en Nueva York, queríamos evitar el Empire State, los taxis amarillos. Nueva York también es un estado, un estado enorme. Incluyamos este otro sector que también es Nueva York, las afueras. Estoy muy contento con esa parte de la película, es algo en lo que me interesa seguir indagando. No por el lado de la psicología o el “psicologismo”, sino por un costado ligado a la simpleza; en lugar de una pintura barroca, algo en carbonilla.

–¿Por qué otra vez Shakespeare?

–Si lo repito es porque me sigue ofreciendo más obstáculos que soluciones. Siempre tengo que buscar los desvíos necesarios para lograr, nuevamente, contar una historia.