A pesar de haber crecido en la vereda de enfrente de una importante cochería, jugado a las escondidas entre sus caballerizas desiertas, escapado del calor de mis primeros veranos en las quietas aguas de los antiguos bebederos destinados a los equinos o arrojado al aire oxidadas herraduras cual pesados boomerangs sin retorno, no recuerdo haber visto nunca un servicio fúnebre tirado por caballos.
Si bien nadie puede manejar su memoria, autónoma y caprichosa es ella la que nos tiene a su merced, semejante despliegue de carruajes negros con dos o cuatro corceles de igual color, seguidos por carrozas colmadas de flores, iniciando caravanas gloriosas hacía la morada final o en su defecto, el impactante rodar del cupé blanco anunciando la muerte de un angelito, de haber presenciado todo aquello, difícilmente se lo hubiera tragado mi olvido.
Lo mismo me sucede con los tranvías, aunque en este caso supe tener el testimonio de una testigo, mi madre, quién me aseguró haberme llevado como pasajero en varias ocasiones. Lo cierto es, que más allá de lo escuchado, leído o visto en cine y televisión, he reconstruido mis vivencias aparentemente olvidadas sobre estos medios de transporte para muertos y vivos, en ambos casos, desde el pie. Había que estar muy atento para no encajar la rueda delantera del rodado 28 entre las vías expuestas sobre el adoquinado, dos líneas férreas paralelas que parecían no tener fin, incrustadas en la piedra como marca de un pasado que resistía estoico el tiempo de plástico que se avecinaba y a las que trataba con mucho respeto, cruzándolas en diagonal para no caerme en el medio de la calle.
Un hombre morocho, alto y macizo, abandonaba todas las tardes su habitación mistonga de la pensión “La Vitamina" para pararse en posición de firme durante largas horas en la esquina de siempre, inmóvil como una esfinge criolla, mirando fijo al centro de la nada. Su ropa antigua, limpia e impecablemente planchada, revelaba tiempos mejores, su cabello grueso y engominado era tan renegrido como sus lustrosos mocasines. Su estampa intimidaba tanto como su silencio, el vecindario prefería imaginar antes que preguntarle cosas sobre su pasado, quienes lo conocían, aseguraban que era oriundo de Orán. Su poco apego al trabajo junto a la gran cantidad de tiempo libre que ostentaba diariamente, fueron causas suficientes para acreditarse algunos apodos como "fatiga", "conejo negro" o " vestido de novia", pero sin dudas, el sobrenombre más popular, inventado por algún adulto nostálgioso, asociando la figura imponente del salteño con la de un percherón de tiro largo o relacionando, tal vez, sus zapatos furiosamente lustrados con los brillantes vasos del cuadrúpedo, fue el note de "caballo e' cochería".
Mi padre lo defendía diciendo que las críticas despiadadas al “Caballo" provenían de una envidiosa manada de burros que caminaban en círculo detrás de un sueldo como si se tratara de una zanahoria inalcanzable, mientras que el morocho era rico porque no necesitaba nada, changarín de lo que venga, equilibrista sin red sobre la delgada línea que limita el delito de lo legal, había puesto el cuerpo en cada una de sus caídas sin quejarse ni echar culpas jamás.
Alguna vez lo vi changueando como calesitero en un nómade parque de diversiones, al reconocerme me dejó ganar la sortija durante toda la tarde. Al otro día fui a agradecerle la ayuda brindada pedaleando mi sulki ciclos, después de negarme lo obvio, me aconsejó que, durante las noches, dejara la puerta abierta de mi pieza para que mi caballo de cartón forrado en cuero de potro y crines de carnero pudiera salir a retozar libremente por las terrazas linderas mientras yo dormía, confesándome que en su caso, cada vez que cerraba la calesita, dejaba desatada una parte de la lona con el fin de liberar de la noria musical a todos sus amigos, los caballos de madera.
Cuando el lechero ataba su animal al tronco del mismo plátano, apeándose del carro para realizar el reparto por la zona, mi vecino sacaba terrones de azúcar desde los bolsillos de sus pantalones para endulzar la vida del preso del tambero. También solía darle agua al flete del verdulero y alguna vez lo vi discutir fuertemente con el botellero a quien desafió para que se animara a azotarlo con el látigo de la misma forma que lo hacía con su petiso.
Nos reímos mucho con los pibes de la barra el día que descubrimos que dormía parado como un alazán cansado, no podíamos saber en aquél momento, que para mirar profundo es preciso cerrar los ojos, quizás, en dicho acto, el hombre misterioso acariciaba con el pensamiento la piel de una mujer perdida en la distancia o se veía de pie sobre una cuesta, con todo el sol de la tarde en sus espaldas, mirando una indómita tropilla de caballos blancos cruzar un ancho valle cordillerano con dirección al río.
El tiempo pasa, los hombres mueren, los sueños quedan. Lo que ayer fue una utopía, hoy es una realidad. La tracción a sangre desapareció de las calles de Rosario. Nadie regala derechos, se consiguen luchando. El fin de la esclavitud de las criaturas más nobles que pisan la tierra, fue conseguido en una lucha de nunca acabar por seres de la misma especie que los castigó a su gusto a lo largo de la historia. Un grupo de gente sensible, con el fin de arrancar de cuajo la certeza del mismo agobio, decidió pasar a la acción fundando una ONG destinada al cuidado y rehabilitación física y emocional de los hijos del viento víctimas del maltrato.
Los animales no precisan trabajar para dignificarse, son dignos y perfectos con el sólo hecho de serlo, siempre y cuando sean dueños de sus vidas, lejos de cualquier carro, cinchada o jineteada en beneficio o divertimento del humano.
En mi visita al campo de liberación, sentí reencontrarme con “Caballo e' cochería”, lo volví a ver no sólo en las decenas de mujeres y hombres que se acercaban sonrientes a los rescatados para mimarlos con azúcar y zanahorias durante la ceremonia de la merienda, también en cada ejemplar de los muchos que galopaban felices por el terreno, sin freno, montura ni rienda alguna que condicionara su andar ni su sentir.
El año pasado compré un viejo caballo de calesita al que restauré con mis propias manos. Hoy reina en el viejo altillo, museo de mí memoria, entre gastados Matchboks, un Russel sin hilo y una bandeja Winco con poca púa, entre otros objetos que me ayudan a no olvidarme quien soy.
De más está contar que, desde el mismo momento en el que subí a mi talismán tallado a mano, no volví a cerrar la puerta de mi refugio por las noches, la dejo entreabierta, como corresponde.