Hubo un tiempo en que la idea de la música popular se refería con precisión a lo que se hacía en el pueblo. Lo que se cantaba en las calles; lo que bailaban, tocaban y cantaban los campesinos. Los compositores del Renacimiento, Bach, Telemann, Haydn, Beethoven o Verdi, habían recurrido con frecuencia a esos materiales. Habían utilizado algunas de esas canciones como temas para virtuosas variaciones para clave o laúd, los pies rítmicos y ciertos giros melódicos de esas danzas para eruditos movimientos de sinfonías, arias de óperas o incluso de misas y ofertorios. Y el gesto, casi necesariamente, era el de la “estilización”. Para Luciano Berio, en 1968, los cruces culturales ya eran otros. Y, como puso en evidencia la magistral interpretación de su Sinfonía, que Tito Ceccherini condujo en el Teatro Colón, ya no se trataba de estilización sino de las más pura impureza; de la contaminación mutua entre lo “alto” y lo “bajo”.
Los Swingle Singers, el octeto vocal que el compositor eligió como contaminador explícito de su Sinfonía –que él se ocupó de decir que no lo era, aunque tal vez lo fuera– se había hecho famoso –popular, qué duda cabe– ya con su debut discográfico, Jazz Sébastien Bach, de 1963. En 1966 editaron Place Vendôme, junto con el Modern Jazz Quartet, y allí interpretaban, entre otras piezas, el Ricercare a 6 de la Ofrenda Musical de Bach y el aria final de Dido y Eneas de Henry Purcell. A fines de los sesenta tanto la música barroca, que surgía de debajo de las baldosas y se filtraba en toda música de cine, en mucho del jazz y en varias de las experiencias ligadas al “nuevo folklore” –Fairport Convention en Inglaterra, Simon & Garfunkel o Judy Collins en los Estados Unidos, Ariel Ramírez u Oscar Matus en la Argentina– como los tarareos de los Swingle Singers se habían incorporado al paisaje sonoro. En 1968 eran replicados por Burt Bucharach en la música de la escena de la fuga de Butch Cassidy y, en la lejana Argentina, en la publicidad de la Pick Up Brava, de Chevrolet (ambas pueden encontrarse fácilmente en Youtube). Hasta María de Buenos Aires, la “operita” de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, comenzaba sin texto, con Amelita Baltear cantando, susurrando casi para sí, à la Swingle Singer.
Sinfonía fue encargada por la Filarmónica de Nueva York en su temporada ciento veinticinco. Fue dedicada a su director, Leonard Bernstein. Y allí los Swingle Singers eran intervenidos por fuentes de las procedencias más diversas, textos de Levi Strauss, de Samuel Beckett, de Claude Levi-Strauss y James Joyce o pintadas callejeras y lecciones de solfeo. Cantaban, recitaban, cuchicheaban, gritaban. E intervenían a la vez a la orquesta que, por otra parte, también era intervenida -o habitada- en su tercer movimiento por el tercero de la Sinfonía Nº 2 de Gustav Mahler. También aparecían por allí pequeñas citas de El mar de Claude Debussy, La valse de Ravel, Schönberg, Berg y hasta Pierre Boulez. Berio rescataba que hasta lo que no se escuchaba bien, aquello donde unos registros dificultaban la comprensión de los otros –se contaminaban– era parte del sentido de la obra. En esta Sinfonía que discute, pone en escena e interfiere a lo sinfónico como género, es fácil escuchar los sonidos del 68, Mayo Francés incluido. Lo notable es su actualidad. La manera en que, tan clásica al fin y al cabo, representa una época pero con facilidad escapa de ella para encarnar algo intemporal.
El Nonsense tuvo, en esta versión, una actuación memorable. Comprometidos, seguros, cómplices de los juegos que Berio plantea y con el desafío de hablar y recitar además de cantar, sus ocho integrantes estuvieron a la altura de las circunstancias en la primera ocasión en que la obra se hizo con un coro argentino (en su estreno porteño habían estado los Swingle Singers y en 2009 Soai-Tutti, un grupo vocal francés. Ceccherini, que hace pocos días había conducido un Gran macabro de Ligeti musicalmente perfecto, en el Argentino de La Plata, dirigió a la Orquesta Estable del Colón con claridad excepcional. Los músicos respondieron con concentración extrema, brillantes participaciones individuales, homogeneidad en sus filas y, más allá de algún desajuste menor, un excelente rendimiento colectivo. El comienzo del concierto, con la sugestiva y potente Mi-Part de Witold Lutos³awski y la inmensamente expresiva Asyla de Thomas Adès, fue de menor a mayor en cuanto al involucramiento afectivo y terminó en una verdadera fiesta musical, rubricada por una larguísima y calurosa ovación.