Hace poco más de una década, durante un coloquio organizado en la Biblioteca Nacional, un historiador ruso confesaba en perfecto castellano la “envidia” -fue la palabra que usó- que sentía cuando en los años sesenta recibía la visita de dirigentes sindicales peronistas. La sola idea de que un obrero argentino tuviera casa, auto, vacaciones pagas y derechos laborales, y de que pudieran crearse organizaciones autónomas del Estado -las “organizaciones libres del pueblo” proclamadas en la Comunidad Organizada- se había vuelto impensable en la patria del socialismo real. El cierre del ciclo revolucionario permitía dimensionar algunas situaciones que ya habían sido señaladas pero permanecían inaudibles. Mientas aún se podía constatar la vigencia del anhelo peronista de emancipación latiendo en el movimiento popular, además de sus logros materiales, el hálito socialista languidecía entre reproches y mal resueltos balances de experiencias tan disímiles como la rusa, la china, la cubana o la vietnamita, fuertemente puestas en cuestión por sus desaciertos. Despejadas las incógnitas sobre las múltiples vertientes ideológicas que confluyeron en el peronismo, que postuló una gramática nueva al concierto de las ideas liberadoras, su potencia revolucionaria efectiva adquiría relevancia, y facultaba la crítica de los socialismos desde nuevos ángulos. Aunque no se trataba de algo nuevo; Pedro Conde Magdaleno, el primer delegado obrero en la Embajada argentina en Moscú abierta por Perón en 1947, había relatado la miseria y el autoritarismo asfixiante del estalinismo en su libro “¿Por qué huyen en baúles?” que fue tomado apenas como un alegato anticomunista y pasó desapercibido durante décadas. Ese ángulo de mira, el de la crítica obrera al Primer Estado Obrero, tuvo su capítulo bahiense.
Un cierto aura épico nimba a algunas figuras transformándolas en personajes legendarios, sobre todo si han permanecido discretamente retiradas de la vida pública, de su desgaste desmitificador. Tal el caso de Mario Agesta, quien en mi memoria, al momento de ir a su encuentro a comienzos del 2001, poseía un prestigio secreto bien ganado: era “el hombre de Cooke en Bahía Bahía”. La cita fue en su antiguo taller frente a las vías del ferrocarril en el barrio Noroeste, en una zona cuyo aspecto ruinoso documenta los fulgores perdidos de una ciudad que si creció de cara a las promesas de la modernización ya padecía la barbarie de sus efectos.
Su historia era la de muchos: obrero metalúrgico, Agesta se forjó en el gremialismo de la UOM en su etapa más combativa, durante la Resistencia Peronista. Gran amigo de Armando Cabo, que dirigía la seccional Tres Arroyos, se fue haciendo un lugar entre quienes conspiraban contra la Libertadora. “Yo nací con el peronismo” -me atajó de entrada con orgullo, como quien muestra su pureza de origen. “El caso de otros, no. Por ejemplo, Ezequiel Crisol” (el mayor dirigente del movimiento obrero peronista de la ciudad, que dirigió la Asociación de Empleados de Comercio y la CGT local durante medio siglo) “estuvo en la Alianza Libertadora Nacionalista, después se metió en el Partido Laborista; David Diskin venía del socialismo, primero había sido comunista, y después se pasó al peronismo. Yo lo conocí a Crisol en el ‘55 o ‘56, cuando fue preso con Cooke. Y empezamos a hacer algunas cosas juntos, a arriesgarnos mucho”. La rutina de los “caños” -bombas de estruendo caseras- y los clavos miguelitos, las reuniones clandestinas para escuchar los discos de acetato que Perón mandaba con instrucciones, la publicación de textos en mimeógrafo, fueron la materia de su memoria militante. Pero también la vida intelectual: su amistad con Jauretche y Jorge Abelardo Ramos, sus textos de combate en publicaciones como la versión bahiense de “De Frente”, la revista de Cooke, o “El 17”, son capítulos de los que se enorgullecía.
Pero en su relato hay un momento crucial: el del viaje a la Unión Soviética y a Puerta de Hierro. “Cuando yo fui a Rusia me encuentro con un tipo, Alfredo Varela, el escritor de El Río oscuro, sobre el que se hizo la película Las aguas bajan turbias; un tipo bárbaro. Habían estado presos juntos con Cooke. ¡Dicen que tenían cada discusión en la cárcel! Yo fui invitado a raíz del vínculo con el gordo, con quien preparábamos la experiencia guerrillera del norte. El PC hizo un contingente de unas ciento veinte personas para un Congreso Mundial de la Paz. Los muchachos de acá me juntaron unos mangos y de ida pasamos por Puerta de Hierro y lo consultamos a Perón. "Bueno vaya, me parece bien que haga su experiencia", me contestó. Y de vuelta vinimos otra vez por Madrid, estuvimos catorce días allí. Fue en 1962”. Pero la Resistencia, como se dio en llamar a ese quinquenio glorioso donde la identidad peronista concitaba solidaridades múltiples y arriesgadas contra la tiranía, había concluido. La política, con su privilegio del diálogo y la negociación, la suplantó dejando en disponibilidad a una gran cantidad de hombres y mujeres forjados en el combate que no se conformaban con el posibilismo mezquino ofertado por las urnas. Entretanto, había surgido una vertiente poderosa que se pensaba a sí misma como Izquierda Peronista. “En la Argentina los comunistas somos nosotros”, había escrito John William Cooke en un informe secreto dirigido al Comandante Ernesto Che Guevara, para zanjar el debate sobre quién protagonizaría el proceso revolucionario. “Nosotros, los peronistas. Los malditos del país burgués, el subsuelo sublevado de la patria” repitió aquella tarde, como un salmo, Agesta.
Sobre aquella visita a la URSS de Kruschev recordó: “¡Los peronistas éramos tan superiores! En Stalingrado estuve en una fábrica de tractores a la que durante la guerra habían transformado en fábrica de tanques. En la entrada hay un monumento al Trabajador como de treinta metros. Entro y era una fábrica de mierda. En la cinta donde pintaban estaban envueltos en una niebla de pintura, con una costra así en las paredes, el piso de tierra, las mujeres con las polleras largas, al lado de las máquinas, que se las podían enganchar, etc. Entonces se las critiqué. “Yo, sindicalista peronista, en la Argentina a los diez minutos cierro esta fábrica”, les digo. No les gustó un carajo. “No, lo que pasa es que no hubo plata, me responden”. “¡Con la plata que gastaron en hacer el monumento al tipo ese hubieran hecho el piso!”. Esa fue una discusión que tuve con la gente del PC allá. Y otra discusión fue cuando explotaron dos bombas atómicas de cuarenta megatones. Entonces les di con un caño. ¡Estaba furioso! No había forma, no me podían arreglar de ninguna manera. Llegamos a Moscú y vino un tal Zhivasse al hotel, un científico ruso, a darme la explicación de por qué había que explotar la bomba, y yo le decía que hicieran el cálculo nomás. En ese momento pensé que me mandaban a Siberia”.
“También estuve en Rusia con Fidel. Estaban Raúl y él, y estaba Nicolás Guillén. A los argentinos nos hicieron una despedida en la embajada cubana, estuvimos charlando largo y tendido. Ahí lo conocí a Jacobo Arbenz. Yo tenía una foto de un viaje que hicimos por el Volga y el Don en una lancha, toda una tarde con Arbenz y Pablo Neruda”. “En ese momento estaba Mikoyan como Canciller; era poco antes de la crisis de los misiles, Rusia miraba a América Latina. Me dan una carta suya donde le ofrecían asilo a Perón. Imaginate. Entonces yo se la di a Perón y me dijo que no, que por ahora no. No le gustó nada”. Menos le gustó cuando le recriminé por qué no enfrentó el golpe. Le dije que era preferible la lucha a lo que tiene que aguantar el pueblo argentino. Yo me dije, “no se la voy a dejar pasar, si al fin y al cabo para qué vine hasta acá”.
Se queda pensativo, como ensimismado. Se vuelve y saca un hato de fotos ajadas del sobre que junto a una llave inglesa yacían olvidados en su mesa de trabajo. Elige algunas y me va mostrando: “aquí, con los muchachos en la huelga grande del Chocón; este es Cooke, acá estoy con Perón en Puerta de Hierro”. Tomo la pequeña foto, de esas con los bordes fileteados como si fueran estampillas y la examino con detenimiento. Es una imagen clásica del folclore peronista: sentados en un banco de plaza, en los jardines de la residencia madrileña, el jefe vestido de entrecasa, con los pantalones subidos muy arriba de la cintura, con campera clara o mangas de camisa, abrazando a Isabelita y rodeado de una corte de evidentes argentinos en peregrinación mientras sonríe con su acostumbrada amplitud. Los caniches corretean, unos hombres de bigotitos recortados se suman al grupo, otros se apartan. Agesta está parado detrás, el pelo a la gomina, la cara gardeliana y reconcentrada. En una de ellas, sólo en una, sonríe. Es su momento, sin duda. El gran líder lo ha adoptado. Pero él ha ido a otra cosa, a empujarlo, a discutirle, a recriminarle. No es un adulador más, ni va en busca de prerrogativas personales; él ya quiere concretar la revolución peronista.
Pero Perón está, ya, en otra. “Vaya y haga su experiencia”–será su palabra. “Cuando Crisol fue secretario general de la CGT fue a la URSS, donde acabó detenido una noche por cantar la Marcha Peronista, solo, mientras paseaba por la Plaza Roja; lo salvó la Pasionaria. Poco después lo trajimos a Cooke a dar una conferencia a Bahía. Hablando del 17 de octubre empezaba diciendo: "Entre octubre de 1945 y febrero de 1946 en este país ocurrió un cataclismo: los bárbaros invadieron el reducto de la democracia fraudulenta, distorsionaron todas las relaciones sociales, desmontaron los cómodos engranajes del comercio ultramarino, y para colmo se mofaron de las estatuas y cenotafios con que la oligarquía gusta de perpetuarse en el bronce y en el mármol”. Así era el gordo. Era un tipo extraordinario”.