En su última intervención pública en La Plata, Cristina Fernández de Kirchner profundizó en el diagnóstico económico-político que ya venía realizando en alocuciones anteriores. Lo hizo una vez más dejando en evidencia que sus afirmaciones están basadas en estudios sobre lo que ocurre y en interpretaciones fundadas en sus categorías analíticas y políticas. Es una manera que, lejos de cerrar el debate, habilita a la discusión y el discernimiento colectivo en el terreno del debate político que está necesitando la sociedad argentina. Siempre y cuando se haga con honestidad intelectual y respeto por la diferencia. Lamentablemente, esta última es una actitud que no abunda porque estamos desbordados de intercambios tan frágiles como inmediatistas, basados en eslóganes marquetineros, sin memoria, con falsas verdades o mentiras flagrantes, con augurios temerarios sobre el futuro que, falsamente, quieren disfrazarse de proyecto de país.
En ese contexto también es entendible la afirmación de la vicepresidenta cuando, en la misma ocasión, señaló que “es necesario que vuelva a haber en la Argentina un programa de gobierno en donde discutamos las cosas de las que estuvimos hablando hoy”. Vale para propios y extraños. Difícil sería encontrar a una dirigenta o dirigente político de buena fe y representante de cualquier expresión partidaria que pueda estar en contra de esa afirmación. Las preguntas siguen siendo: ¿cómo se acuerda la agenda?, ¿quién toma la iniciativa? y, sobre todo, ¿quiénes tienen la determinación y la nobleza (que exige tanta honestidad como capacidad para superar los intereses propios inmediatos) de aceptar el convite? Una vez más, vale para propios y extraños.
Hoy por hoy no asoman indicios de que haya condiciones para hacer este ejercicio político que la ciudadanía está necesitando y que, probablemente, agradecería. Por el contrario todos los síntomas apuntan a una disputa electoral de tono mediocre, sin propuestas ni argumentaciones para ayudar a pensar y a discernir, atravesada por puñaladas traperas y plagada de mentiras que inescrupulosamente se ofrecen como verdades incontrastables.
A este nivel nadie, absolutamente nadie, se salva del reparto de culpas.
Esta es, sin duda, una perspectiva preocupante. No solamente por lo que entraña la coyuntura, el proceso electoral y las conclusiones quizás nefastas que de allí puedan derivar, sino porque profundiza el divorcio entre la política y la vida cotidiana de ciudadanos y ciudadanas. Pero sobre todo porque agrava la apatía de las y los más jóvenes o bien aniquilando las ganas de participar ciudadanamente o bien empujándolos a actuar con bronca o dando lugar a toma de posiciones basadas –no sin razón– en el rechazo a un mundo (¿a un sistema político?) que no responde a sus necesidades y que declama aquello de lo que no es capaz de hacerse cargo en la gestión de lo público.
La política necesita reconectar con la vida cotidiana, en sus contenidos y en sus métodos.
Es importante hacer memoria. Pero no sirve hacerlo apenas para reivindicar los aciertos del pasado. Fueron exitosos entonces, pero vivimos otro tiempo, otra situación con demandas que exigen respuestas diferentes y ajustadas. Basadas en nuevos análisis de la realidad, que requieren otras categorías y renovadas metodologías. A pocos entusiasma festejar glorias pasadas cuando la angustia sobrevuela la cotidianidad y la acecha desde todos los ángulos y en todas las dimensiones. Los más jóvenes ni siquiera tienen memoria de esos logros, porque no los vivieron o porque ni siquiera se los contaron. Si la política y quienes hacen política no advierten esta situación, es imposible que logren sensibilizar a las audiencias. No basta apenas con caras nuevas y rostros más juveniles. Es insuficiente.
Y en la hora de advertir sobre los errores y los fracasos es necesario también construir una pedagogía política que incluya la memoria como una asignatura indispensable no solo como modo de recordar el pasado, sino para poner evidencia de qué manera marca el presente, se hace evidente en la historia de hoy y condiciona el futuro.
Quizás haya que advertir también que la acción política se fue desplazando del territorio como lugar físico, material y tangible, para trasladarse por decisión y por imposición de las circunstancias, al escenario mediático con sus medios corporativos pero también con las innumerables plataformas que ingresan en nuestra cotidianidad. A medida que ello ocurrió, la política se fue alejando de las necesidades, de las urgencias y de las premuras de las personas, salvo cuando todas estas circunstancias estallan de manera escandalosa como eslóganes intencionados en zócalos urgentes de los noticieros o impactan a través de redes digitales.
Se puede decir que cambió la manera de hacer política. Lo lógico sería pensar que hay diferencias en la expresión de las demandas, que mudó la agenda de los reclamos, aunque los problemas de fondo sean similares. Que lo anterior exige modificar la metodología para ver y actuar y, en consecuencia, para incorporar reformas en la gestión de la política, nuevos estilos y recursos que permitan dar respuestas pertinentes. No se trata de tirar todo por la borda. Sí de seguir aprendiendo para corregir lo que se hace y cómo se hace. La renovación de la política demanda audacia y creatividad, más allá de las encuestas y los grupos focales aunque éstos puedan ser útiles en algún momento. No se puede dejar de lado la cercanía, la proximidad, el encuentro cara a cara que no solo ayuda a percibir de forma directa los problemas sino que, sobre todo, da la posibilidad de recomponer los lazos, pensar juntos y construir alternativas.
Se trata de rehacer el lazo de la política con la vida cotidiana, para acercarla a las necesidades de todas y todos y como manera de desarrollar otra pedagogía política. Es una batalla esencial que está en la base de otras muchas batallas que hay que dar.