Hay una ventaja infantil en la literatura. La capacidad de la imaginación, que suele ir muchas veces pegada a los complejos laberintos de la niñez, es, desde todo punto de vista, un patrimonio que el adulto arrastra y emancipa de su estado imberbe. La imaginación, que tiene tanto que ver con la literatura (a su vez, hecho simbólico) se identifica con la niñez en la medida en que es la fuente de la cual emergen juegos, conceptos, ideas desmesuradas que, bien cruzadas con el lenguaje, pueden construir esos mundos complejos que encontramos en las páginas de algunos libros. La infancia del mundo, última novela de Michel Nieva (Buenos Aires, 1988), es, sin dudas, un ejercicio de imaginación desbocada que utiliza como material, no solamente el fantasma de la imagen, sino, sobre todo, la palabra, el símbolo, lo que implica decir algo y que eso que se dice signifique. Ahí reside su punto más fuerte: hay algo que Nieva trajo de sus primeros textos poéticos, publicados en libros ahora distantes como Papelera de reciclaje (Huesos de Jibia, 2011) que tenía que ver precisamente con ese encantamiento que producía, casi a la manera de un trance, con poemas en donde se contenía todo lo que después desarrollaría en su compleja literatura. Esto es, el goce de la palabra (un goce poético, un disfrute asesino), la construcción de imágenes que provenían de temáticas propias de la ciencia ficción y lo paródico, la risa de la copia llevada hasta el punto de la crítica disfrazada de carcajada.
Vayamos al libro. La infancia del mundo comienza con un capítulo dedicado al Niño Dengue, criatura que Nieva ya había presentado en el cuento recopilado en la revista Granta en donde se lo marcó como uno de los jóvenes escritores a tener en cuenta: a su manera, el cruce entre el “niño” biográfico que deslumbra y este ser que inventa parecerían fruto de alguna de sus obras, dos caras de la misma moneda. El Niño Dengue, víctima de las impiadosas burlas de sus compañeritos, vive al margen de lo social con una madre que lo desprecia y un contexto físico que no le da reparo. Y es que estamos en lo que queda de Argentina en 2272, con una Buenos Aires inundada por el derretimiento de los polos y en donde los millonarios partieron a fundar una nueva civilización en la Antártida, ahora convertida en el único lugar donde las temperaturas están por debajo de los 40 grados. Ubicado en la zona más amarga de estos restos del país, Victorica, el Niño Dengue descubre casi por impulso que el no debería ser víctima del miedo, sino producirlo, por lo que, en una tarde en la colonia de vacaciones, empieza a picar y matar a sus compañeritos. A picar, matar y también dejar sus huevos, los cuales, a la larga, producirán una infinita cantidad de mosquitos, hasta el punto de que, mucho tiempo después, el planeta tendrá una mosquitósfera que las naves espaciales deberán cruzar para ingresar a un planeta devenido un espacial grano purulento. Cada una de las acciones de la novela tiene implicancias, consecuencias que se exploran en otro capítulo, pero no necesariamente encadenando las causas y los efectos de manera lineal, sino casi a la manera de un prisma, donde se puede ver lo mismo según una cara o la otra: el Niño Dengue mata a sus compañeritos presa de la venganza, pero, mirado desde otro lado, da origen al siglo venidero y, desde otro lado, sienta las bases para el descubrimiento de La Gran Anarca, el nombre del planeta tierra antes de que fuese tierra, cosa que ocupará, sobre todo, la segunda mitad del texto. De ahí la repetición como procedimiento clave de la escritura de Nieva: cada cosa no sucede una vez, sino varias veces, y repetirlas se hace necesario para ir hilvanando una novela que es más un artefacto, una “cosa” que por momentos es tanto poesía como narrativa, tanto futuro como pasado, tanto ciencia ficción como antología del chiste y lo soez.
En Ascenso y apogeo del Imperio argentino (Santiago Arcos, 2018, ahora circulante en la edición peruana de Colmena editores), Nieva había puesto énfasis en el funcionamiento de un relato contrafáctico, en donde Argentina era el nombre de un Imperio intergaláctico sin fin y nuestra realidad era la ficción de ese universo. En La infancia del mundo vuelve a aparecer esta lógica, pero con matices: el Dulce, otro de los personajes importantes del libro, jugando con su Pampatone (una consola de videojuegos, copia oriental de la Pampatronics), descubre en una realidad virtual ambientada en pleno siglo XIX y la Conquista del Desierto otra consola, la original, para sumirse en otro entorno de realidad virtual, y así abrir la posibilidad de mundos dentro de mundos dentro de mundos, en donde siempre se da la variable de su reunión, ya sea como el Dulce, ya sea como otro sujeto (un indio, un millonario), con el Niño Dengue. En algún sentido, el punto sobre el cual se dan estos cruces contrafácticos (de historias que se oponen, en donde una incluye a la otra y viceversa) es en el encuentro entre el Dulce y Dengue, encuentro que inicia el futuro y lo desarma, que inicia el pasado y el pasado del pasado, la infancia del mundo hacia la cual todos tienden, buscando ese momento primordial donde la tierra no era la tierra, y vida y “no-vida” se confundían en un magma primigenio indiferenciado. La infancia del mundo explora, sin dudas, la posibilidad de una literatura que se confunda con el trasfondo, pero no de una manera programática en el sentido más triste del término, cuando leemos textos que quieren hablar de la naturaleza o lo indiferenciado por mera cuestión de moda. Hace eso porque quiere mostrar las posibilidades de la escritura, lo que una literatura puede llegar a hacer en términos de manipulación de nuestra idea de la creación, de la historia, de la literatura misma.
La infancia del mundo de Michel Nieva es una novela que conforma un punto más dentro del complicado juego de repeticiones (paródicas o trágicas) que ya se encontraba en sus primeras obras. La salida de este libro es realmente un momento dentro de su escritura en la medida en que se abre a la posibilidad de nuevos lectores más allá de los locales, pero confirma un estilo, con el pulso y las (decimonónicas) preocupaciones que ya había instalado en ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013). La presencia de empresas capitalistas que se quieren enriquecer con la propagación del virus es un contenido evidente de crítica al funcionamiento del mundo, pero queda subordinado al procedimiento que Nieva funda con el ir y venir entre el Caribe Patagónico y las estrellas. O sea, es más un pretexto de escritura que el centro de la obra, el cual sería el despliegue de una escritura que sigue en la línea de “El aleph”, pero luego de la ciencia ficción, por fuera de todo género (pese a que se la quiera colocar en una deriva de la gauchesca a su escritura). Nieva, como esas piedras telepáticas que aparecen en este libro, está siempre produciendo sentido, insistiendo, sólo para ver, como sucede con cualquier juego, qué pasa cuando todo se termina.