La aparición de Grady Hendrix en 2012 en la escena de la literatura de terror fue una brisa fresca –casi de manera literal: vino a traer levedad, humor e inteligencia-- pero también un ingreso difícil de clasificar. Su primer éxito, Horrorstor de 2014 nació de pensar los laberintos de Ikea –ese supermercado del mueble escandinavo tan práctico como enloquecedor-- como si fuesen los pasillos simétricos del Hotel Overlook de El Resplandor, la versión de Stanley Kubrick de la novela de Stephen King. Era una parodia, era un diagnóstico certero de la desorientación que producen estos espacios, una reflexión sobre el consumo compulsivo y una novela que daba mucho miedo. De la misma manera en The Southern Book Club's Guide to Slaying Vampires de 2020 Hendrix organiza un escenario de comedia costumbrista, un club de lectura de mujeres de mediana edad (y más) en Charleston, Carolina del Sur -su ciudad natal- que se ve acechado por la aparición de un vampiro guapo y joven, con hábitos de asesino serial y que mata solamente, y con una crueldad desaforada, a niños negros que considera descartables. El rescate de las mujeres comunes como protagonistas, el racismo, la referencia a todos los tratados y libros de vampiros que existen, todo es su marca: traumas sociales con cultura pop, parodia, camp, crímenes atroces. Los rescates, la inclusión y las temáticas actuales no entran a presión sino como consecuencia de la trama, a contramano de los esfuerzos con frecuencia fútiles de tener un elenco diverso porque sí.
Hendrix es sureño, tiene poco más de cuarenta años, fue periodista y dirigió un festival de cine asiático en Nueva York, la ciudad donde vive. Incluso su aspecto desafía los estereotipos: un escritor de terror no debe verse de una manera determinada, pero Hendrix parece un oficinista aplicado, siempre prolijo, de traje o camisa y pantalones de vestir, el pelo corto.
En nuestro país acaban de llegar dos de sus libros centrales: el primero fue El exorcismo de mi mejor amiga, de 2015. Situado en los años del “satanic panic” en los Estados Unidos, es la historia de dos amigas, Abby y Gretchen. Nota: el “satanic panic” fue una especie de histeria colectiva, un contagio masivo apoyado por los medios, caza de brujas que veía secuestros satánicos y misas negras por doquier, abusos infantiles, ouijas perversas, canciones que, al escucharse del revés, tenían mensajes de Satanás pero que más allá de la locura acabó con muchas condenas de gente inocente y con la victimización de jóvenes que sólo estaban poseídos en la imaginación de sus padres y quedaron muy dañados. Aquí tuvimos una versión local en los ‘80 con José de Zer y su pozo en La Plata, Oriel Bryant, los Niños de Dios y la canción “La Navidad de Luis” de León Gieco que, con la cinta del revés, contenía un supuesto un mensaje del Maligno. Es 1982: Abby es fan de E.T. la película, tiene diez años, nadie la aprecia en la escuela y a su cumpleaños de diez solo asiste Gretchen, hija de padres religiosos, conservadores y reaganistas, otro bicho raro a quien no le dejan ver películas de Spielberg. Crecen como hermanas y completan todos los ritos de iniciación de una infancia americana. Pero cuando da el salto hacia la adolescencia de las chicas, todo cambia. Aparecen junto a Margaret y Glee: una es millonaria de vieja familia sureña; la otra es una joven andrógina y atractiva. Abby, hija de trabajadores, pasa sus días en un auto que apenas funciona y atiende una cafetería; Gretchen es una princesa alta apenas consciente de su atractivo. Hendrix captura esa mezcla de alcohol, aburrimiento, teléfonos, celos, amor eufórico, ropa, caramelos y roce con lo sobrenatural de la experiencia femenina adolescente a la perfección. Las chicas se deciden a tomar ácido. Como suele suceder durante las primeras incursiones en el terreno de la psicodelia, no se dan mucha cuenta cuándo les pega así que se quejan, deambulan, esperan. Gretchen se va al parque-bosque que rodea la mansión de Margaret. Y se pierde, no regresa. Pasa la noche a la intemperie. Glee sugiere que quizá la secuestraron satanistas pero es Abby la que se mete al bosque para buscar a su amiga y ve una extraña casa abandonada, quizá a un hombre, presencias que la asustan. No llaman a la policía de voladas e inseguras que están pero Gretchen aparece de madrugada, desnuda y shockeada. No recuerda qué pasó. Abby conjetura. ¿La violaron y su cambio tan evidente es consecuencia del trauma? ¿Qué es esa casa en la espesura tan parecida a un retiro para ritos satánicos suburbanos? Empieza entonces el gaslighting de Abby (es decir: nadie le cree) y la creciente brutalidad de Gretchen, que pasa a tener actitudes de extrema violencia. La novela intenta capturar los relatos de los ‘80, entre el humor y el horror, y al mismo tiempo contar una nostálgica historia de amistad con alivios cómicos, como la aparición de unos insólitos exorcistas forzudos que son más bien inútiles pero muy fanáticos. Cada capítulo lleva el título de una canción de los ‘80 (desde “King of Pain” de The Police hasta “New Sensation” de INXS, “Like a Prayer” de Madonna o “The Numer of the Beast” de Iron Maiden –la edición afortunadamente no los traduce) y la novela se disfruta más si uno es especialista en la década, si la vivió o es fan de Stranger Things. Da miedo, da risa y también hace hervir la sangre ante la injusticia.
Grupo de apoyo para Final Girls, también editada por Minotauro, es igual de multi referencial pero también es bastante mejor. Editada en 2021, le da un giro a ese personaje propio de las películas de slashers, las “chicas finales”. Breve nota para no entendidos en el terror: las slasher son las películas de asesinos como Pesadilla en Elm Street con Freddy Krueger, Halloween con Michael Myers o Martes 13 con Jason. La chica final es la sobreviviente, la que se sorprende de su resiliencia y capacidad para la violencia, en general una chica “buena” (son los ‘80 y su puritanismo) y casi siempre está sexualizada. La figura es compleja: víctima poderosa, suele matar al monstruo humano (al hombre) que siempre vuelve, porque así es el género, porque lo exigen las secuelas, o porque es malvado, es inmortal. La figura pop ha sido analizada hasta el cansancio y sus lecturas, sobre todo desde el feminismo, serían largas de enumerar. Hendrix lo piensa así: las del grupo de apoyo no son actrices, sino “ultimas chicas” reales. Sobrevivieron a crímenes masivos espantosos y lograron matar a sus monstruos o eso creen. Pero viven con cicatrices: una de ellas en silla de ruedas, Danny, lesbiana en pareja con una mujer moribunda, atribulada por la culpa, otra de ellas adicta, la más astuta consejera de mujeres que sufrieron violencia y demás. Las atiende una psiquiatra desde hace veinte años: todas ellas vendieron sus historias en los ‘80 y se convirtieron en franquicias –es fácil rastrear La masacre de Texas o Scream--. La más paranoica y la protagonista es Lynette, sobreviviente de una invasión familiar que vive en un bunker, jamás sale y entrena su cuerpo como una soldado a la espera del regreso del asesino. Justo cuando el grupo está a punto de desarmarse, la intuición de Lynette se hace realidad: o bien un asesino vuelve o se trata de un fan o quién sabe, pero las quieren matar de nuevo. Hendrix avanza hacia un thriller whodunit que además tiene acción, revelaciones cada dos páginas, ultraviolencia morbosa y choque generacional. Recordando sus años de periodista, inserta documentos judiciales, interrogatorios, artículos, reseñas de películas, entrevistas y demás y así completar las historias de estas mujeres y guiar cada sacudón de la trama. Grupo de apoyo... se lee con voracidad. Es parodia, es pop, es muy seria, es intensa, es terrorífica: Hendrix se mueve con gracia y agudeza en todos estos terrenos y los pisa con una seguridad admirable.