“No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”. En su poema El otro, el mismo, de 1964, Jorge Luis Borges evocaba, ya ciego, su Buenos Aires, esta ciudad que amaba pero de la que huyó para morir, y sobre la que erigió a su vez su propia mitología.
El primer libro publicado por el escritor argentino más universal, Fervor de Buenos Aires -hace exactos cien años, celebrados en esta edición conmemorativa de la Feria del Libro porteña-, es un canto a esa ciudad que en el comienzo de la década del 20 se transformaba a ritmo vertiginoso.
El poemario aparecido en 1923, como una suerte de Aleph -aquel objeto imaginado por Borges en uno de sus cuentos más famosos, que condensa todo el universo en un mismo punto-, no sólo prefigura la genialidad de Borges sino también algunos de los tópicos de la obra monumental a la que el autor daría forma en las seis décadas posteriores: los barrios de Recoleta y Palermo, la Plaza San Martín, el truco, los patios, los atardeceres y los amaneceres, sus antepasados, su infancia, el destierro, el enamoramiento, el amor, la muerte. Pero sobre todo las calles, las calles…
Borges dirá años más tarde que durante toda su vida ha estado reescribiendo aquel libro, en que equipara a Buenos Aires al poema.
La permanencia del escritor en Europa, durante los años de la primera guerra y en los años previos a la escritura del libro son determinantes y Fervor debe en buena parte su existencia a la mirada exultante y a la vez nostálgica del joven que a sus 22 años regresa a su ciudad, que tanto conocía y, por entonces, desconocía al mismo tiempo.
El propio Borges explica en el prólogo de una edición de 1969 que se había propuesto “cantar un Buenos Aires de casas bajas (..), de quintas con verjas”: esa ciudad que empezaba a desdibujarse y que él terminaría convirtiendo en una invención literaria, en un escenario mitológico.
Ocurrió así: a los Borges los había alejado la Guerra, siete años antes de la aparición del libro, en 1914. Desconociendo por completo la situación de los países europeos en el año en que comenzaba el conflicto, la familia a pleno —padre, madre, hijos y abuela materna— se embarca rumbo a Europa.
Aquel viaje tenía como primer objetivo que el padre -de, entonces, 41 años- tratase su ya avanzado problema de visión con un oculista suizo, pero a causa de la guerra la estadía se convierte en una radicación temporal de toda la familia en el exterior.
La familia se instala primero en Lisboa, después en París y finalmente en Ginebra, la ciudad en la que siete décadas más tarde el autor elegirá morir y ser sepultado.
Una vez concluida la guerra, la familia sigue viaje: visita otros muchos países, entre ellos Francia y España, donde Borges toma contacto con el ultraísmo español, y es también por esos años que lee con fruición a Voltaire, Flaubert, Rimbaud, Baudelaire, Chesterton, Victor Hugo, Nietzsche, Schopenhauer, Zola y Walt Whitman, el poeta estadounidense que le impacta de manera inolvidable.
Para cuando la familia regresa a la Argentina, en 1921 —es la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen y los escritores del momento son, entre otros, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Ricardo Güiraldes-, la literatura ya es para el joven Borges una pasión inamovible.
A sus 22 años, Borges encuentra la ciudad totalmente cambiada: Buenos Aires ha sumado diez barrios a su geografía y circulan ya por sus calles los primeros autos. En su Autobiografía -publicada por primera vez en inglés en 1970, por The New Yorker, y que se editó en 1999-, asume: “Mi ciudad natal había crecido tanto y era ahora enorme, con una población heterogénea y extendiéndose hacia el poniente, hacia la pampa.” El suyo, más que un retorno, es un descubrimiento.
Esa “mirada nueva” es la que le inspira este primer libro de existencia ciertamente improbable si no hubiese vivido en el exterior: la ciudad ha adquirido para él -decía- una “importancia emocional”.
El padre del escritor, Jorge Guillermo, es quien financia la primera edición que se imprime en cinco días, debido a que la familia decide volver a Europa, otra vez, de modo sorpresivo porque, casi en cumplimiento de la condena familiar, el padre está quedándose ciego.
Borges ha negociado con un imprentero la fabricación de un libro de 64 páginas. El libro no lleva sus páginas numeradas, ni prólogo, ni índice y se deslizan algunas erratas. Norah aporta esa tapa que es una joya y de la que sobrevive en unos pocos ejemplares originales, conservados como tesoros.
Se imprimen 300 ejemplares, que en su mayor parte, son obsequiados a familiares y amigos.
Finalmente, “Las calles”, “La Recoleta”, “El sur”, “La Plaza San Martín” son algunos de los poemas que ilustran rincones por los que Borges solía pasear y van configurando esa suerte de mitología porteña: Fervor es el libro en que Borges construye o propone una invención literaria montada sobre esa Buenos Aires conocida y novedosa. Y en la que no solo incluye las calles del centro sino también las de los márgenes, el arrabal, esas zonas limítrofes entre la ciudad y la pampa.
Así, emprende, sin proponérselo, el rescate de lo marginal:
“Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penumbra y de ocaso y aquellas más afuera ajenas de árboles piadosos, donde austeras casitas apenas se aventuran, abrumadas por inmortales distancias, a perderse en la honda visión de cielo y llanura.”
El libro incluye poemas dedicados a Macedonio Fernández —amigo de la familia—, a su cuñado Guillermo de Torre, a su bisabuelo el coronel Isidoro Suárez, a su amiga Haydée Lange, y a Concepción Guerrero, de quien se ha enamorado.
Fervor encontrará su segunda edición recién en 1943, por Losada, y la tercera en 1954, en el segundo volumen de las Obras completas, para Emecé: en cada una de estas versiones, Borges somete su poemario a una revisión. Fervor es también, entonces, ese libro que irá reescribiendo a lo largo de toda su vida.
Durante las seis décadas posteriores, el genio se revela multifacético y atemporal, irreductible. Y, un siglo más tarde, sigue resonando y multiplicando su presencia en todo el mundo.
Traducido a más de 30 idiomas, Borges se lee por estos días en países como China, donde es el escritor más traducido del español-, en Bangladesh, en la India, o en Corea, con insospechada repercusión y como la comprobación de que la perfección literaria es posible. Y no es exagerado predecir que en un futuro remoto –a uno, dos o cinco siglos de este presente, en el que el mundo, por otra parte, se ha vuelto cada vez más borgeano- sus libros seguirán leyéndose como hoy se leen La Odisea o La IIíada: hablamos de un clásico.
Finalmente, ostenta su merecido lugar en el cielo de los imprescindibles, y ya nada puede destronarlo de su Olimpo. El genio se vuelve infinito.
* Esta semana se inició en la Feria del Libro un homenaje al autor argentino más universal, a cien años de la publicación de su primer libro, Fervor de Buenos Aires, aparecido en 1923. Es la obra que prefigura todo lo que vino después.