Un vecino ve como un hombre roba los celulares a dos niños. Es una escena indignante la del adulto violentando a dos criaturas que van rumbo a la escuela. El vecino decide tomar las riendas de la situación: como un sheriff corre al delincuente y lo ata a una columna. Por momentos la soga ahorca al ladrón que emite un chillido ronco, como el de una fiera herida. El vecino recupera los celulares robados. Y llama a la policía. Se convierte en héroe. ¿Se convierte en héroe?
La directora de la escuela a la que se dirigían los chicos robados da clases ahí desde hace treinta años. Dice que le resulta tristísimo ver como sus antiguos alumnos se vuelven adictos y salen a robar lo que sea para conseguir la sustancia maldita. Sus palabras retumban en medio de comentarios que pretenden reducir una sociedad compleja, explotada y empobrecida en un reducto de buenos y malos, de quienes merecen la hoguera y quienes deberían salvarse del fuego. Santos y herejes. La complejidad instalada desde hace años en los barrios de Rosario, merece lecturas profundas. Incómodas. Reales.
No existe en la ciudad un centro de rehabilitación gratuito para personas con consumo problemático de estupefacientes que funcione con la capacidad que se necesita. Los puntos de venta de droga se multiplican y son una fuente de ingreso veloz durante una crisis económica voraz. Son el último eslabón de una cadena a cuya cabeza rara vez se llega.
El poder judicial investiga soldaditos y bunkers. A veces algunas cuevas financieras céntricas. Unas pocas. Nunca el mercado inmobiliario, nunca los fondos no declarados de empresas que trabajan con millonarias sumas de dinero en negro. Los jueces se incomodan ante algunos apellidos y piden que no se abuse de la prisión preventiva si es que un fiscal de Delitos Económicos apunta a alguien de la city. El corazón del narco negocio late desprevenido, como si esta violencia que mata y mutila no fuera suya.
Todas las noticias son sobre la orilla. Y es que esa orilla desbocada es escenario de torturas varias: los ladrones atacan a trabajadoras mientras caminan a la parada de colectivos, violentan a niños que concurren a clases, desvalijan casas con electrodomésticos comprados en dieciocho cuotas. Son atados a columnas de alumbrado público por algún vecino, harto de la complicidad policial.
"De los pobres sabemos todo", decía Eduardo Galeano. "En qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, qué no creen.... Solo nos falta saber por qué los pobres son pobres... ¿Será porque su desnudez nos viste y su hambre nos da de comer?"
Los pobres son noticia cuando roban y cuando son robados. Cuando actúan como fieras desesperadas por un gramo de cocaína estirada hasta el hartazgo, capaces de lo indecible. Cuando actúan cual sheriff del tercer mundo usando columnas viejas y sogas baratas. Son la vidriera en la que una sociedad se mira con incomodidad e indiferencia. Pero no se reconoce.
Como un espectáculo funesto, las multipantallas todo lo muestran. Como un espectáculo funesto las multipantallas todo lo ocultan. La desigualdad serpentea en todas sus formas. Se esconde en el lenguaje y la simbología. Se instala en la mirada hegemónica, reaccionaria, hipócrita. Intenta decirnos que el problema se resuelve fácil, como si no hubiera seres humanos en medio de ese torbellino. Deshumaniza. Repite frases hechas. Y señala al otro como si nada se tratara de nosotros mismos. Nuestras miserables ambiciones, nuestros miserables miedos, nuestra esperanza pulcra, que mira de reojo sin embarrarse nunca.
Llegarán slogans a decirnos quiénes somos y qué nos hace falta. Seguirán los espejos cóncavos y convexos deformándolo todo. Escondiendo verdugos.