Vitalina Varela               9 puntos

Portugal, 2019.

Dirección: Pedro Costa.

Guion: Pedro Costa y Vitalina Varela.

Fotografía: Leonardo Simões.

Intérpretes: Vitalina Varela, Ventura, Manuel Tavares Almeida, Francisco Brito, Marina Alves Domingues.

Duración: 124 minutos.

Estreno: en la Sala Leopoldo Lugones exclusivamente, siete únicas funciones: jueves 4, viernes 5, sábado 6 y domingo 7 a las 21 horas y martes 9, miércoles 10 y jueves 11 a las 18 horas.

Ya lo decía Gilles Deleuze en el prefacio de su ensayo La imagen-movimiento (1983): los grandes autores de cine pueden ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores, con la diferencia de que trabajan con otras herramientas. “La enorme proporción de ineptitud en la producción cinematográfica no es una objeción: no es mayor que en otros terrenos, aunque tenga consecuencias económicas e industriales sin parangón”, escribía Deleuze. La aparición, de tanto en tanto, de obras maestras como Vitalina Varela, del portugués Pedro Costa, ganadora del premio mayor del Festival de Locarno 2019 y estreno de este jueves en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, viene a probar que en el cine actual los grandes autores son pocos, pero todavía existen, no se han rendido.

Resistencia es, justamente, una de las primeras palabras que acuden en auxilio de quien escribe sobre Vitalina Varela. En primer lugar, la resistencia de su director, Pedro Costa, un lisboeta de 64 años que viene haciendo un cine de una intransigencia absoluta desde sus inicios, cuando se dio a conocer internacionalmente con la trilogía denominada “Cartas de Fontainhas”, integrada por los films Ossos (1997), No Quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2007), donde daba cuenta de los trabajos y los días de los habitantes de ese barrio marginal de la capital portuguesa, en su mayoría inmigrantes caboverdianos, corridos hasta allí por la pobreza y la esperanza -siempre desahuciada- de una vida mejor.

Resistencia a desaparecer, a olvidar, a ser olvidados es también la de esa gente que Pedro Costa fue conociendo en profundidad y filmando casi en soledad (su equipo se reduce apenas a un camarógrafo y un sonidista que lo acompañan) a través de todos estos años, como quien se ha impuesto un mandato, un imperativo categórico, el “deber ser” kantiano.

De una película nacía otra y de cada una de ellas iban apareciendo nuevos personajes, que llevaban sus propios nombres y se interpretaban a sí mismos pero sin embargo -como en una noche transfigurada— también eran otros, que hablaban por sí mismos y por quienes los habían precedido en la vida y en el cine. Entre ellos está el inolvidable Ventura, figura central de Cavalo Dinheiro (2014), inicio de un díptico que ahora viene a completar Vitalina Varela, una película con nombre propio.

“La definición del documental es pobre, hay que ir más allá”, suele afirmar Costa para despejar equívocos. La película no existiría de no existir esa mujer llamada Vitalina Varela, a quien Costa ya había incorporado al rodaje de su film anterior. Pero a la vez, Vitalina Varela es en manos de Costa primero una aparición (hay mucho de fantástico en el film) y luego una heroína trágica, una resistente, una viuda que por culpa de la burocracia, el racismo y la pobreza llega tarde al entierro de su marido, que la abandonó en Cabo Verde, pero que no por eso ella va a dejar que se lo devore el olvido.

Si Vitalina Varela, la película, va más allá del documental, como quiere Costa, es porque su cine tiene toda la belleza y la potencia del mejor cine mudo, aunque el diseño sonoro sea también sofisticadísimo. Por momentos, no se puede sino pensar en el expresionismo del Eisenstein tardío, no sólo por la composición trágica de los encuadres sino también por el sentido dialéctico del montaje. En otros, como en una terrible escena de tormenta, a la que Vitalina enfrenta para salvar el techo de su casa, reaparece el recuerdo de las tempestades épicas que resisten las heroínas del cine de ese inmenso pionero que fue David Wark Griffith. Cuando se le pregunta a Pedro Costa, él dice: “siento que pertenezco a una tradición”. Pero sorprendentemente habla de Ernst Lubitsch. Dice que él busca la misma ligereza de Lubitsch, su misma espontaneidad, aunque confiese que durante el rodaje cada toma la repite hasta 40 veces, hasta que la última es completamente diferente a la primera.

Como ya sucedía en Cavalo Dinheiro, hay mucho de fantasmático en Vitalina Varela. Todo el film transcurre en una suerte de noche eterna, sus personajes parecen un ejército de las sombras, sus diálogos se dan entre los vivos y los muertos, y la negritud recién ahora parece haber encontrado, en el cine al menos, a su artista más cabal.

Tanto que se podrían invertir las palabras de André Bazin sobre Ordet (1955), de Carl Dreyer. Decía Bazin: “El blanco es la base de todo, la referencia absoluta. El blanco es al mismo tiempo el color de la muerte y de la vida. Ordet es en cierta manera la última película en blanco y negro, la que cierra todas las puertas”. Ahora, se podría decir que en Vitalina Varela el negro es la esencia de todo, una metafísica, y que la de Costa es la última película en color, el non plus ultra.