“Los que se fueron no los olvidamos/ Los que vendrán esperan por ahora/ Y los que estamos aprovecharemos/ Para cambiarte la cara, viejo mundo”. Una memoriosa ex alumna de la escuela Normal número 2 de Rosario recuerda que a fines de 1985, con sus compañeras, pintaron esa frase en uno de los muros del edificio de Córdoba y Balcarce, como parte de una actividad del centro de estudiantes. La casa familiar de Fito Paez estaba a pocos metros, pero él vivía en Buenos Aires hacía unos años y para las chicas, lo que valía era dejar estampada su canción en la pared. El colegio todavía no era mixto, todavía había normales “de señoritas”.
En estos días, hay miles de personas repitiendo aquellas viejas canciones –y otras más nuevas- en la cabeza. La serie El amor después del amor trajo aquellos años como “un fuerte vendaval”, y –tal como ocurrió con la película Argentina, 1985- la discusión estética deja paso a la constatación de un hecho político. El hecho político de volver a ratificar quiénes fuimos, también como declaración de lo que no queremos dejar de ser.
Una generación se está mirando –y ratificándose- en una ficción de ocho capítulos donde los músicos –y mucho menos las músicas- que amamos vuelven siempre jóvenes. Nos llevan de viaje por diez años intensos, por la noche, el reviente, todos los descubrimientos que hacíamos mientras caminábamos durante horas por las madrugadas, con amigues, por las calles.
Es que la historia de la vida de Fito penetra de forma imposible de deslindar de la nuestra. Escribió Yo vengo a ofrecer mi corazón en 1985, cuando todos creíamos posible que la democracia nos hiciera felices. Eran épocas de una confianza naif en el poder de nuestras voluntades.
Al comienzo de 1986, un papel de fiche escrito a mano por otras adolescentes, con frases en diferentes colores de fibrones, podía leerse pegada en una de las paredes el patio de la misma escuela Normal 2. Ese año, las elecciones para el centro de estudiantes se elegían por listas y el acto proselitista de una de ellas fue un afiche con frases de diferentes canciones de Fito Paez, tomadas de las letras de los discos Del 63 y Giros. Por supuesto, “yo vengo a ofrecer mi corazón” estaba escrito en letras más grandes.
Las canciones de Fito fueron emblemas sentimentales de pibes y pibas que salían del cascarón familiar en plena primavera alfonsinista. Más jóvenes que lxs de los “raros peinados nuevos”, sin frustraciones acumuladas y con toda la energía para “cambiarlo por cambiar nomás”, como prometía el flaquito que nos ofrecía sus discos como “un cielo y un estado de coma”.
¿Por qué vuelve ahora? Primero, porque Fito escribió su autobiografía “Infancia y juventud”, y lo convirtió en serie. Pero también porque su infancia nos trae las nuestras, ese niño de mirada asombrada que se hace presente en cada canción nos mira.
Muchas, muchos, muches miran la serie y lloran. ¿Lloran cuando Fito pierde a su mamá, cuando muere su papá, cuando asesinan a sus abuelas, cuando se separa de Fabi Cantilo? No sólo. Muchxs lloran –lloramos- cuando suenan las canciones que dieron sentido a nuestras vidas.
Lágrimas cuando el músico encuentra por fin los acordes de Tres agujas, cuando canta Dale alegría a mi corazón tirado en una vereda de una supuesta Madrid, cuando salta por el escenario con El chico de la tapa y cuando la fiesta se convierte en Dos días en la vida en un estudio donde dos actrices interpretan a la Fabi y a Celeste Carballo.
Cantamos en voz alta, como entonces. Recordamos, volvemos a pasar por el corazón una época que nos hizo quienes somos. Volvemos a mirar recitales, no nos conformamos con la recreación de Vélez 1993, hay que ir a mirarlo en el viejo video rescatado en YouTube. Y cuando Fito –el verdadero- canta desde las pantallas, vibramos como si estuviéramos ahí.
En los últimos días, sólo quiero hablar de la serie de Fito, toda la gente a mi alrededor quiere recordar lo que este flaco desgarbado viene a decir con la serie. Durante estos 40 años, además de quedarnos claros los límites de la democracia, además de vivir la hiperinflación de 1989, de la cirugía mayor sin anestesia menemista y de la crisis de 2001, nos pasaron amores y desamores, hijos que ya son grandes, otras módicas esperanzas, y algunos años felices. Y el feminismo, el mismo que nos hace renegar de la idea de las musas, y verlas como lo que fueron: chicas que hicieron demasiado rock y aguantaron la parada en aquellos antros.
Por eso, se puede disfrutar la serie, emocionarse con las canciones pero también bancar a Fabi Cantilo cuando aclara -¡hace falta aclarar!- que ella tuvo su propia vida, su propia carrera, que hizo muchos discos además de ser “corista de Fito y del Flaco”. Soñar con una serie que tenga en el centro a Fabiana Cantilo, María Gabriela Epumer, Claudia Puyó y tantas otras chicas que hicieron la música que nos expresa. Una serie de Viuda e Hijas de Roque Enroll. Porque Silvina Garré, parte fundamental de la Trova Rosarina, apenas es nombrada como “una mujer”. Claro, se trata de la serie de Fito.
Mientras tanto, seguir cantando Ámbar Violeta, que nunca se gasta; recordar Todos estos años de gente a flor de piel, sonreír y llorar durante ocho episodios.
Amor, la palabra clave de toda la obra de Fito. Amor, corazón, ofrenda. Una cuchillada de amor en nuestras vidas.
El que, enfrentado al mayor dolor de su vida, pudo cantar Ciudad de pobres corazones. Y contarnos que en la ciudad había chicos sin calma, que el chico de la tapa ayer vendía flores en Corrientes, pero… después perdió a su chica en una sala en algún hospital Y hoy amablemente y con una gran sonrisa en los dientes. Te para en la calle y si no le das te manda a guardar.
Suenan los temazos de Tercer Mundo, Fito se hace fama pero no se echa a dormir, nos convoca a un Polaroid de locura ordinaria que cantamos a los gritos en aquellos años en los que se nos escapaban las ilusiones.
Y luego de tanta oscuridad, es también Fito quien nos lleva de paseo a los temazos de El amor después del amor, disco consagratorio que también le valió muchos reproches: que se vendió a la música comercial –justo ese disco, pleno de matices, de ritmos, de una luminosidad caleidoscópica-, que dejó de ser el muchacho atormentado que nos llevaba por las profundidades del rock verdadero. Como si un éxtasis colectivo como el de ese disco pudiera inventarlo una discográfica, y también como si esa epifanía pudiera mantenerse en el tiempo. Por eso queremos volver ahí.
Una serie como El amor después del amor no es una historia de superación. Es una declaración de principios. Nos cuenta que los malos tiempos no duran para siempre. Que los buenos tiempos se construyen con trabajo, amor y talento. Y sobre todo, nos recuerda de dónde venimos, así como Fito cuenta a su niño en cada canción.
El amor después del amor puede verse en Netflix, creada por Juan Pablo Kolodziej, con guion de Francisco Varone, Lucila Podestá y Diego Fío, dirigida por Felipe Gómez Aparicidio y Gonzalo Tobal, con las actuaciones de Iván Hochman, Micaela Riera, Martín Campilongo, Andy Chango y Gaspar Offenhenden, entre otros.