Jorge, hermano, ¿alguien sabe que estamos acá?, pregunta de nuevo el ñato cubano al empezar el declive del sol; lo pregunta como un mantra de confirmación, santos óleos de la lucha que arrastra desde Sierra Maestra; se lo pregunta al Comandante Segundo, que está recostado sobre una piedra, arrancándose de lo que alguna vez fueron botas, de los pantalones andrajosos y de las piernas laceradas las espinas, las astillas y las púas de los cardos con que se defienden, irracionales y violentos, el monte y la selva.
Nosotros sabemos, hermanito, le responde el argentino.
¿Y alguien nos va a creer que vinimos para salvarlos de nada con estas pintas de zaparrastrosos muertos de hambre, que no tienen ni un mendrugo para masticar ni una canica para chupar?, le pregunta el ñato cubano al Comandante Segundo, flaco como el último perro sobreviviente del mundo, sucio y maloliente como las mierdas y los desechos que ardían en el fuego perenne del Valle de Hinnom en los años en que los profetas dijeron de él: es el infierno, son sus llamas, y es allí donde todos los pecadores acabarán.
Nosotros creemos, le responde.
¿Y quiénes van a enterarlos de lo que sabemos y creemos, hermanito? , le pregunta el ñato cubano al Comandante Segundo, que hunde la cabeza en el pozo de agua fría que se formó a los pies de las piedras a través de las cuales fluye un manantial, y se quita el barro del pelo y la piel, y se lava propiciatorio como aquellos mismos antiguos del fuego y el infierno lavaban a los leprosos recuperados para recibirlos en un bautizo de bienvenida y felicidad.
Nosotros le haremos, le responde. Y lo dice con un hilo de voz, porque apenas si le quedan fuerzas para hablar después de tapar con ramas y piedras el cadáver del compañero Atilio Altamira, que sabía y que a lo mejor también creía.
Cae el sol y saben que hará frío. De haber tenido yesca y leña seca para el fuego, lo habrían evitado para no delatarles la posición a los gendarmes. Pero ni eso tienen a esas alturas del monte, en la húmeda espesura de la selva. Ni fuerzas tienen ya y, de a ratos, ni siquiera voluntad. Y tiemblan de antemano sabiendo del frío que viene. O tiemblan del frío ahora, que sienten por el hambre y por la fiebre, por la infección de las heridas y los estómagos, por las sombras que serán tan negras como lo eran en las noches de terror de infancia.
Sin soles, sin voces, sin comida y sin municiones. Los fusiles nomás sirven para improvisar un techo con dos trapos que les quedan, ni uno solo blanco y no se notaría de la mugre que cargan, si lo fueran. Ahí abajo reposa el ñato cubano, que como puede, habla y dice:
Decime, hermano, Jorge, decime de nuevo, ¿quiénes saben que estamos acá, tan lejos?
Se lo pregunta al Comandante Segundo, y se lo pregunta también al periodista que se quiso escritor y en un cuento escribió que para castigarse del chupe un hombre chupó hasta lo último líquido del mundo, para morirse, o para matarse, que para él es más o menos los mismo, pero no para el ñato cubano, que no le entiende el sentido último y ahora lo mira con el hambre doliéndole en los pulmones y en los huesos cuando habla, respira y calla.
Nosotros sabemos, le responde el argentino. Y el ñato cubano asiente de nuevo porque es lo que necesita escuchar, ahora que están solos en la noche nueva de la selva vieja y sin el fuego ni el calor ni el alcohol de su Cuba libre, allá, en la sierra de Fidel y el otro argentino toro.
¿Y quién va a creer que venimos para salvarlos de nada, con estas pintas de muertos de hambre, barbudos zaparrastrosos que huelen a la mierda de todos los infiernos?, pregunta al rato el ñato cubano. Le pregunta al Comandante Segundo, que con dificultad, sujetándose del caño frío, húmedo, herrumbrado del fusil inútil, se pone de pie y camina hasta donde yace el compañero herido, sangrando por los lados, dos balazos le ve, tres si se cuenta el que le voló el lóbulo de una oreja: uno en el hombro, sin salida, plomo viboreando hasta Dios sabrá dónde, y otro en la espalda baja, cerquita de los riñones, este sí plomo huido. Le lleva la cantimplora que cargó con agua fresca del manantial que nace entre las piedras desde que el mundo es mundo, desde antes que los profetas dijeran que el fuego de Hinnom era el infierno y el agua bautismal de los leprosos el espíritu de Dios, y que ha formado a sus pies un pozo profundo donde abrevan los animales y donde se quitó el barro de la cara y las culpas del mundo el argentino porfiado que lo mira y le responde:
Nosotros creemos.
¿Y quién va enterarlos a estos campesinos tuyos, que ni un queso para darnos tienen, de lo que sabemos y creemos, hermanito?, pregunta el ñato cubano al Comandante Segundo, que se deja caer a su lado, le levanta la cabeza, y le acerca la cantimplora a la boca para ayudarlo a beber; el ñato bebe y el argentino mira hacia el cielo que oscurece, hacia el aire que se enfría, hacia el sueño que lo acecha, y se resiste a cerrar los ojos por temor a que ya no pueda abrirlos nunca más, porque el cansancio que carga es de carne y es de alma, de hambre y de profunda tristeza, de resignación y de negarse a saberse vencido, de frío afuera y adentro, de mundo roto que se desarma. Entonces baja con cuidado la cabeza del ñato, suelta la cantimplora, se le escapa de las manos, y apoyado contra el tronco musgoso de un palo blanco, con un hilo de voz le responde:
Nosotros le haremos.
Y el ñato cubano por una fugacidad de instante oye ahora, ahí, entre los yuyos húmedos y fríos de la selva casi negra, ahora noche, ahora terror de las almas condenadas y enfermizas, ahora los gruñidos de las fieras y el chillido de las alimañas y el siseo de las víboras, ahora el agujón negro de los alacranes negros de negro veneno en la noche negra más negra que la frente negra del ñato cubano, oye, ahora, oye ahora el son que le canta la mujer más negra y más hermosa que dio la isla. Y canta el ñato cubano, canta con ella, pero no se le oye, porque no tiene fuerzas para cantar ya nada, para decir ya nada, y siente frío el piso y el aire, y frío siente hasta los recuerdos, y de pronto ya no hay canción y se sabe solo, irremediablemente solo y perdido en el aire negro de la selva negra y fría como frío pueden serlo solamente el negro que se traga los colores y el blanco que en el montón los anula. Y en ese terror oscuro y helado, ciego e interminable, le pregunta al argentino:
Jorge, hermano, ¿alguien sabe que estamos acá?
Y se queda expectante a que el argentino le responda: Nosotros sabemos, hermano.
Pero el Comandante Segundo no le responde porque no lo ha escuchado y ahora extiende las manos hinchadas, sangrantes, ateridas, hacia el cuerpo del ñato cubano; no le ve ya la frente negra entre el aire negro, ni le oye la letanía de preguntas que son como un mantra de confirmación, santos óleos de la lucha que arrastra desde que subió por primera vez a la sierra para encontrarse con esos barbudos que le dieron forma, fondo y sentido a los mundos de su mundo, el de los que luchan y el de los que lloran; y no hay nadie, nada encuentra más que el piso frío y húmedo de la selva, que apesta como su peste, que duele como su hambre, que tiembla como su miedo, que enmudece como por fin la muerte.