Hay una pintura en la que se ve a dos niños sentados en una mesa. Tienen un violín tamaño de bolsillo enfrente y la cara de uno de ellos es sencillamente horrible: parece Nosferatu. El Nosferatu de 1922, el original. El más grotesco de todos. Y así de grotescos son casi todos los rostros de las pinturas de Emilia Gutiérrez. Al mismo tiempo, tienen una apariencia espectral, como si fueran caras de personas que están en el más allá. Hay rostros pintados a dos colores, una parte blanca y otra de cualquier otro color. Las obras de esta artista podrían funcionar como registros de apariciones. O fantasmas. O zombies. Además, parecen personas sacadas de otra época, de otro siglo. Emilia Gutiérrez nació en 1928, pero las personas que habitan sus pinturas podrían haber vivido en algún momento del 1800. Hay un extrañamiento general en sus imágenes. Nada es del todo claro, pero tampoco son pinturas que ofrecen escenas confusas o surrealistas: son una realidad trastocada, levemente perturbada. Son esa hoja de perejil u orégano que se quedó en el diente de la persona que nos gusta. Son un detalle que convierte algo ordinario en algo tenso, incómodo.

Emilia es el nombre de la muestra antológica de esta artista que hay ahora en la Colección Fortabat. La exhibición fue curada por Rafael Cippolini y propone un recorrido por decenas de pinturas de Gutiérrez, una artista que ha sido olvidada por el canon y que gracias a este rescate vuelve a circular en la escena. Esta es la primera vez que se realiza una muestra antológica de Gutiérrez y también es la primera vez que se pueden ver la mayoría de las pinturas que hizo en la única década que estuvo en actividad: sólo pintó durante 10 años y después dejó los óleos para hacer dibujos en blanco y negro.

Extraño ser, 1974

La decisión de abandonar la pintura no surgió de un capricho o un deseo de Gutiérrez, sino de un psiquiatra. En 1975 el médico que la atendía le dijo que dejara atrás los lienzos y los pinceles, que se olvidara de la pintura y cualquier otra producción artística que implicara el uso del color: en la mente de Emilia el color le hablaba, le producía alucinaciones, especialmente el rojo carmesí. Si lo que tenía Gutiérrez era una demencia o una sinestesia mal diagnosticada no hay forma de saberlo, pero lo que sí se sabe es que nunca más volvió a aparecer el color en nada de lo que se hizo. Y lo que también se sabe es que se encerró en el departamento en el que vivía, en el barrio de Belgrano, durante casi 30 años, hasta que murió en 2003.

Durante la década del 60, antes del encierro y las alucinaciones, Gutierrez mostró en algunas oportunidades. Cuando tenía 37 años, en 1965 –tal como señala Cippolini en un texto que acompaña la muestra– Emilia se puso “en modo exposición”. Durante 10 años su pintura fue mostrada en diferentes espacios de la ciudad de Buenos Aires, pero no consiguió ocupar un lugar central en el mundo del arte.

En ese entonces, no era la pintura figurativa lo que hacía arder las galerías de la ciudad, sino más bien las producciones vinculadas a las neovanguardias que brillaban, sobre todo, en el Instituto Di Tella. Como bien advierte la artista y escritora Ana Montes en un perfil que escribió sobre Gutiérrez: el mismo mes que inaugura La menesunda de Marta Minujín y Rubén Santantonín en el Di Tella, Emilia inaugura una muestra con sus pinturas en la Galería Lirolay. Sobre esta coincidencia, escribe Montes: “Tres cuadras dividían a la Galería Lirolay del Instituto Di Tella. Cuadras que se conocían como la Manzana Loca. Cuadras en las que una nueva generación de artistas, que se declaraba harta de la seriedad y la angustia del arte de posguerra, hizo de la cultura popular y masiva su material creativo. Cuadras en las que miles de personas hicieron fila en mayo de 1965 para entrar a ver La Menesunda, un proyecto descomunal que se convertiría en el escándalo del año y en uno de los grandes hitos de la historia del arte argentino. ¿Cuántas de esas miles de personas, haciendo la fila en esas cuadras en mayo de 1965, pasaron por la Galería Lirolay sin desviar su mirada a lo qué había ahí dentro?”.

Niña, 1973

Las imágenes que pintó Emilia Gutiérrez siempre muestran un mundo doméstico. Lo curioso de esto es que fueron pintadas antes de que ella decidiera encerrarse durante tres décadas. En la única entrevista que Emilia dio, dijo: “Nada importante hay en mi vida, en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre”.

Esa ausencia de felicidad se hizo presente desde su nacimiento, ya que después del parto que la trajo al mundo su madre empezó con una depresión severa que terminó en una psicosis y después con una internación. A su vez, su padre viajaba por todos lados por trabajo así que terminó bajo la tutela de su abuela Esperanza.

Este episodio de su vida, es decir la crianza en manos de una persona mayor, tal vez explique por qué las personas que aparecen en sus obras no parecen ciudadanos del Siglo XX, sino damas antiguas de la época colonial. O quizás, la pérdida de interés por el espacio que la rodeaba fue lo que dio origen a estas imágenes: no querer buscar pertenencia en el presente quizás le desvió los ojos hacia el pasado.

Emilia tenía dos hermanas mayores, pero no era muy cercana a ellas. Tampoco lo fue a sus compañeros de pintura: estudió en la Escuela Fernando Fader y en el taller del pintor Demetrio Urruchúa, pero de allí no sacó grandes amigos, ni compinches. De esas clases sólo sacó el apodo de “flamenca”, “Emilia la flamenca”. Le decían porque le gustaban los colores de los pintores holandeses, como el Bosco o Jan van Eyck.

El te de la señorita, 1965

A lo largo de toda la exhibición se ven retratos de personas –a veces dos en una misma pintura, como el caso de los niños–, dentro de un espacio doméstico. Una persona sentada en un sillón. Otra persona sentada enfrente de un pedazo de torta y un café. Una niña con hilos y cintas de colores sobre una mesa. Todo sucede dentro de cuatro paredes. Pero ese hogar es un lugar oscuro, los rayos del sol no entran ahí: los colores siempre son oscuros –verdes, marrones, grises–. En este sentido, la obra de Gutiérrez plantea una paradoja: sus pinturas fueron hechas antes de que se aislara en un departamento de Belgrano y no viera nunca más un rayo de sol, pero a la vez reflejan el sentimiento opresivo y la ausencia de luz que propone el encierro.

Las escenas domésticas que pinta Gutiérrez ilustran el misterio de la soledad. Si se dejan de lado las formas extrañas que tienen alguno de los cuerpos pintados, lo que sobresale en la pintura de esta artista es, valga la redundancia, la soledad. En esa única entrevista que dio dijo: “Prefiero la soledad y sus misterios; aunque pienso que la muchedumbre también tiene sus enigmas y que es bueno comunicarse con los que nos rodean”.

En los misterios de la soledad que le interesan a Gutiérrez aparecen estas personas sacadas de otra época y las que tienen una tez tan blanca que parecen muertos. Lo que hay en esa obras es una soledad fantasmal, incluso en una de las paredes de la exhibición se puede ver una serie de pinturas con personas que parecerían tener máscaras como la de El fantasma de la ópera –hay una pintura que directamente muestra a una persona cuya cabeza es una calavera–. Incluso aquellos que no tienen un aspecto cadavérico parecen personas absortas que están viendo muertos o fantasmas o algo que pasa enfrente de sus ojos pero que no pueden tocar.

Niños con juguete, 1965

Esta paradoja que presenta la obra de Gutiérrez –mostrar el encierro antes de que suceda– puede pensarse también como una profecía autocumplida: Emilia escribió su destino en sus pinturas. Se supone que las pinturas hablan del pasado, de la infancia triste y desolada que tuvo la artista, pero reflejan el encierro y el aislamiento en el que vivió durante 30 años, desde que abandonó la pintura y hasta que falleció. No son pinturas de una vida en presente, de un hoy doméstico, ni tampoco de un pasado gris, sino de un futuro desolado y triste. Son crónicas de un encierro que se hizo real en el momento que el color se retiró de la vida de Emilia Gutiérrez. La partida del color, para esta artista, significó la llegada del encierro y la soledad.

La curaduría de Rafael Cippolini propone un recorrido por la obra de Emilia Gutiérrez que genera una ilusión temporal. A medida que se recorre esta exhibición, el espectador puede pensar que avanza en la carrera de Emilia, es decir, que al principio se muestran sus obras más tempranas y luego las últimas, las que produce antes del aislamiento. Sin embargo, no todas las obras están fechadas, pero Cippolini logra identificar diferentes momentos de la obra de esta artista.

En el primer momento aparecen los retratos de escenas familiares y domésticas –en esta primera tanda se incluye la pintura de los niños con el violín de juguete–. Estas pinturas están plagadas de colores oscuros. Hay una paleta repetitiva de verdes y marrones. Hay miradas perdidas, ojos extraviados. La soledad al frente de todo, en la superficie. Si estas imágenes son o no las primeras que Gutiérrez pintó no hay forma de saberlo. De todos modos, no se trata de pensar que este es el principio de su obra, sino más bien un periodo.

El pocillo de café, 1965

Luego, en el segundo momento, la paleta de colores cambia. Y también lo hacen los escenarios. Esas imágenes domésticas pintadas en colores apagados desaparecen. De las pinturas surgen otro tipo de retratos en los que el azul y el rojo toman protagonismo. Incluso aparece una obra que es netamente abstracta. A su vez, los rostros abandonan la figuración realista que tenían hasta entonces –dejando de lado el detalle de las caras de dos colores– para tomar un aspecto aún más extraño: una de las imágenes parecería mostrar una mujer embarazada, pero se trata de una niña saliendo de una bañera.

El mapa que propone Cippolini sirve para hacer un recorrido por la cabeza de Emilia Gutiérrez: una cabeza que se va enrareciendo. De imágenes tristes y domésticas que representan una infancia infeliz se pasa a retratos andróginos e incluso a pinturas de personajes fantásticos, como los que se pueden ver en “Extraño ser”, una pintura de 1974, y “Silencio en el fondo del mar”, una obra de 1975. Cippolini vuelve aún más raro lo que de entrada ya es extraño con una obra titulada “El Paseo del Diablo", que muestra a un ser con cuernos paseándose en medio de una ciudad. A su vez, hay otra pintura que muestra a un hombre de traje con dos alas en la espalda, como si fuera un ángel. Con estas dos obras, la del ángel y el diablo, Gutiérrez incluye referencias a un mundo religioso que no se ve en otras pinturas suyas. Sí hay algunas referencias a lo sobrenatural, sobre todo con la serie de retratos que incluye una calavera, pero en estas dos pinturas lo que aparece es la religión.

A medida que el espectador recorre las obras, las imágenes se vuelven más extrañas. Sobre el final del recorrido aparece una pintura de una foto que dice “Recuerdo de Tucumán 1928” y muestra a una niña con los brazos en la espalda, en medias y con unas pelotitas blancas en el suelo. Sin embargo, esa niña parecería tener una cara de anciana. El extrañamiento que cada vez toma más protagonismo no aparece sólo en los rostros de las personas sino en su ropa: hay vestidos que se deforman, otros que muestran bosques.

El universo de Emilia Gutiérrez es un universo sombrío y vacío: es imposible saber qué hay realmente dentro de él porque desde la década del 70 que nadie lo vio. Intentar contar una historia sobre ella es algo inútil porque es una historia sin escenas, sin acción. Su obra muestra el vacío en el que vivió. El encierro en el que dejó pasar los años. Las décadas en las que olvidó el color para poder hacer, solamente, líneas con tinta negra sobre una hoja blanca. 

Emilia se puede ver en Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat hasta julio de 2023. Olga Cossettini 141, Puerto Madero