Esbien sabido que Cicatrices, la novela que Juan José Saer publicó en 1969, es la gran novela sobre el peronismo. O, mejor dicho, sobre la resistencia peronista. No hay otro lugar en el que se vea con mayor crudeza y precisión lo que la pérdida de sentido y de participación colectiva puede producirle a un ser humano. Una novela en la que, sin embargo, no se habla de política.

Para quienes escriben --escribimos-- y tienen --tenemos-- un compromiso político, la pregunta es --sigue siendo-- por el papel de lxs intelectuales en la vida política. ¿Qué aporta el arte a los procesos de transformación? ¿Las novelas deberían tematizar las revoluciones o se debería revolucionar la novela? Saer, creo, ha logrado resolver la encrucijada, de un modo genial.

Cicatrices es una novela construida con cuatro voces y una anécdota central: un obrero, que durante el peronismo había sido sindicalista, asesina a su esposa, para luego, como femicida de manual, suicidarse en el momento de la declaración indagatoria. Los personajes que hablan son cuatro. El primero, Ángel Leto, un pibito de dieciocho años recién cumplidos que tiene su primer trabajo en el diario de la ciudad y que chupa como si ya hubiera vivido varias vidas. El segundo es un abogado laboralista, que ya no ejerce la profesión (ni ninguna otra) y se dedica al juego de manera exclusiva y excluyente. El tercero es un juez --homosexual y encandilado por la juventud del joven Ángel-- que tiene a su cargo la instrucción del asesinato. El cuarto y último es el obrero asesino. Hasta ahí, la trama. La escritura de esa trama es, como ya se dijo, genial. Pero ¿qué tiene para decirnos del peronismo, de la resistencia, de la posibilidad de recuperar lo perdido?

Si bien en la trama hay algunas pistas, más o menos explícitas, creo que, como en un sueño --o mejor, como en el psicoanálisis de un sueño--, lo más importante está traficado en significantes que parecen inofensivos en el contexto, pero que cargan con significados que los desbordan.

La luz es protagonista implacable de esta novela (y de otras, porque Saer, profesor de la escuela de cine, se trajo los problemas de las artes visuales a la literatura). La novela empieza con una “luz de junio, mala, entrando por la vidriera”. Y sigue, un poco más adelante: “Bloque, qué va a ser un bloque, esa luz es una porquería: no sé de qué sol podrido puede estar llegando. Que se vaya y se dedique a entrar por la vidriera de algún bar de algún otro planeta, un planeta de hijos de malas madres. Que no venga aquí, aquí hace falta otra luz: una luz ciega, caliente, árida, al rojo blanco. Porque hace mucho frío. Hace un frío de la madona. Un frío del carajo”. La luz, entonces, de toda la novela, será esta luz de porquería que no sirve para ver, que no sirve para calentar, que no sirve para nada. Un momento de la historia sumido en la bruma lluviosa que hace difícil distinguir una cosa de la otra.

“Todo es exactamente igual. Vivos, muertos, todo es igual”, dice el juez. Seguramente no todo es igual, pero en tiempos de confusión, todo parece dar lo mismo. La acción principal sucede un primero de mayo. Un día que significó tanto y tan intensamente, ahora es sólo un feriado en el que un obrero cometió un femicidio.

Tomatis, periodista y escritor (un personaje emblemático de toda la obra de Saer), juega a la quiniela. Va por la ciudad mirando las vidrieras y preguntándole a los levantadores de juego si salió su número: el dos cuarenta y cinco. No el doscientos cuarenta y cinco, sino el dos cuarenta y cinco. Dos, cuarenta y cinco. El cuarenta y cinco dos veces. El doble del cuarenta y cinco, que nos es noventa, sino un cuarenta y cinco que tiene a su doble. Allá por el cuarenta y cinco todo era fervor. Hoy es pura nostalgia por volver al cuarenta y cinco.

El exabogado laboralista también juega, pero de un modo más extremo: juega todo el dinero que tiene, se juega el ahorro de la sirvienta, se juega la hipoteca de la casa, se juega la máquina de escribir. Juega y pierde. Perder, perder, perder. Perderlo todo, porque el sentido de la vida, la idea de colectivo, de proyecto, ha quedado perdida y parece perdida para siempre. Pero mientras juega, y gana solo para poder seguir perdiendo, elije el punto y banca para apostar, porque los dados son el puro caos. “En el punto y banca yo veía otro orden”, dice para justificar la elección, “análogo al de las apariencias del mundo, porque un mundo en el que en el reverso de cada presente no hubiera más que caos, y en el que el caos, al reiniciarse, borrase los presentes ya consumados y que eso fuese todo, me parecía horrible”. Sin embargo, a pesar de que no hay caos, porque las cartas han sido ordenadas por el crupier, es un orden que no conocemos y que no puede ser conocido más que a medida que se va jugando. A la vez, por más experimentado que sea el jugador, a menos que haga trampa, nunca se puede predecir el resultado, porque “... para que eso pudiese suceder, tendrían que producirse las siguientes semejanzas: primero, el modo de mezclar de los empleados tendría que ser exactamente el mismo de la vez anterior, y el proceso de ordenamiento debería producirse por las mismas vías”. Por lo tanto “en el juego (...) la repetición es imposible”. Entonces el jugador “debe apostar según se lo indica su imaginación. Apuesta a la posibilidad de que lo que ha imaginado que puede suceder, suceda”.

Así, Saer hace que el jugador de la novela vaya dejando significantes --palabras--, textos que van marcando un modo particular de resistencia: seguir jugando, probablemente para perder, pero nunca con el objetivo de repetir, porque ese objetivo está perdido antes de que se barajen los naipes.

El tercer personaje, juez que es amenazado telefónicamente por ser homosexual, que hace su trabajo de un modo displicente y que se la pasa adentro del auto dando vueltas sin sentido, nos muestra lo absurdo del círculo. Dar vueltas en redondo no puede más que ser “monótono”, como repite el texto una y otra vez. Este hombre, que duerme mal de noche y toma después de sus comidas unas siestas que atormentan más que reparan, ve por todas partes gorilas. La palabra “gorila” está repetida noventa y seis veces en ochenta páginas. “El número de gorilas ha crecido considerablemente”, dice. Ernesto, el juez, sueña con gorilas que durante el día hacen rituales orgiásticos y de demostración brutal de poder en el Palacio de Tribunales, y durante la noche hacen lo propio en los descampados. Y cuando se despierta y hace sus interminables vueltas en auto, ve gorilas. Gorilas por todas partes. Gorilas machos, gorilas hembras y hasta gorilas niños. Noventa y seis veces gorilas.

En todo ese tiempo de esperar, resistir, evitar la nostalgia y por lo tanto ser aplastados por ella, la proscripción no se dice --está proscripta-- pero se siente. Nada más desolador que el sinsentido, la caída libre, individual y patética de los que en otro tiempo, muy cercano, supieron ser un colectivo y soñar con mundos más justos.

Pero nada vuelve. Se luche o se resista, nada vuelve, porque la vida no es circular. Es, a lo sumo, espiralada. Lo que sí retorna, sin fin, es la soledad produciendo gorilas y los gorilas destrozando los cuerpos.

 

En tiempos de desconcierto, de angustia, de falsa sensación de déjà vu, el arte tal vez pueda darnos una pista para encontrar un sentido: la forma no es decorativa, la forma es revolucionaria o conservadora. Si vamos cayendo en caída libre a pesar de que las ideas sean buenas, el modo de escribir nuestra historia es equivocado. No se puede avanzar con formas que atrasan. Si no revolucionamos la forma de hacer política vamos a seguir atrapados en un loop descendente hacia un festín de gorilas en el que la ofrenda sacrificial será --siempre-- el cuerpo ya muy mal herido del que, en tiempos menos grises, llamábamos pueblo.