Queridos, queridas y querides deudores:

Estoy sorprendido, o tal vez estupefacto, o levemente confuso, o inevitablemente desorientado, o superfluamente patitieso, pero de ninguna manera peripatético. Había que decirlo.

Para comenzar, dentro de doce días se cumplen apenas cinco meses de aquel inolvidable domingo en Catar, esa tarde en que todes fuimos Gonzalo Montiel más allá de cómo nos autopercibiéramos antes del partido. Ese momento en el que todes derramamos nuestra catarata de lágrimas al son de la de Lionel Scaloni. Esa matiné en la que las lágrimas del desconsolado Mbappé no movieron el amperímetro de nuestra sensibilidad argenta, sino que casi que nos hacían sonreír. La jornada en que las tres letras que más se gritaron en el Universo fueron la “g”, la “o” y la “l”, en ese orden. Ese atardecer en el que 45 millones de argentinos y tanta otra gente llevamos en nuestra retina la maravillosa imagen del “10” mirando al resto del equipo con picardía mientras iba lentamente, deliciosamente, deslizándose hacia arriba con la Copa en alto.

Han pasado solo cinco meses, pero parece que ese ataque de euforia compartida, de bonanza nacional y popular, hubiera ocurrido hace varias boletas de luz aumentadas, hace muchos suspiros salariales, hace un montón de “findemeses”; hace taaantas corridas del, al, mediante y durante el dólar ilegal o “blue”.

Casualmente, el “blue”, o sea “azul”, es el “Bleu”, o sea, el color con que se identifica a la Selección francesa. Y cada vez que el blue sube, sufrimos como cada vez que Mbappé parecía nublar nuestras ilusiones, aquella tarde.

Honestamente, me imaginaba, no sé, por lo menos dos años de buena onda, de alegría imparable, de festejos pantagruélicos, de choripanes, cantitos y bombos como si fuera una fiesta peronista, pero de todos. Sin embargo, no hay nada de eso. Más bien, hay cierto desasosiego, más digno de Lloris (el arquero bleu) a la hora de los penales que de nuestro vuelo triunfal que audaz se eleva cual águila guerrera.

¿Y por quééééé?, nos preguntaremos. Bueno, no es solamente por la inflación; también es por la injusticia judicializada; la condena a la vicepresidenta por “ser como es”; los cortes de luz y las cortes de manga de cuatro Supremos de Pollo, con su propia revolución Francesa, más cerca del “Tengrampé, Tecondené, Mechupungüé” que de los valores de aquella revolución de 1789. (Aclaración para quienes prefieran la tecnología a la Historia: esos valores eran “Liberté, Égalité, Fraternité”).

No les quitemos ni un átomo de meritocracia a los popes de la derecha, cada vez más disfrazada de ultra, que no deja de prometer desgracias ajenas a quien la vote. Extraño caso de sadismo, que se vuelve masoquismo a la hora de pensar que uno es el otro para ese o esa que son el otro para uno.

Nos prometen que nos van a reprimir, que nos van a aumentar la tarifas, que nos van a sacar nuestros derechos, que van a transformar nuestros pesos en dólar (sí, en singular: un solo dólar) y más de une los votará alucinando quizás los tiempos de la plata dulce, sin haberse medido la glucemia.

Pero, además, la desilusión. Definitivamente, no hemos votado a Robert de Niro. No hemos elegido a quien pudiera plantarse, cual “Taxi Driver”, en un desafiante Are you talking to me? (¿Me está hablando a mí?) cuando se le reclaman pagos de la deuda macriavélica, cuando la Corte Supremacista se pinta la cara, cuando los deformadores de precios le contestan con el bolsillo y, si él les habla con el corazón, le responden: “No se preocupe por el corazón: cuando suba la psicosis al gobierno, si quiere lo va a poder vender”.

Sugiero acompañar esta columna con el video de Rudy-Sanz (RS+) Zambita para los vulgares, homenaje a nuestra Selección campeona.