Un gran cangrejo de río da la bienvenida a los comensales en la fachada del pequeño restaurante cercano a la Interstate 10, que va de Nueva Orléans a Houston. Y la pizarra de los platos del día parece copiada de las letras de una vieja canción popularizada por Fats Domino a principios de los años 60: “Jambalaya on the bayou”. La ruta interestatal está a solo unos cientos de metros, pero la agitación del mundo no llegó más allá de sus banquinas y el local parece todavía anclado en un pasado de película. Del otro lado de la calle hay una iglesia sencilla y una casa también de madera, despintada y con una galería que corre todo a lo ancho de la fachada. Algunos cipreses completan el decorado y el estereotipo del sur estadounidense, que conserva todavía un toque de atmósfera ante-bellum. Tres son las opciones para comer hoy: jambalaya, crawfish pie y filé gumbo… el orden es el mismo que en la canción, cuya melodía se instala como un eco en algún rincón del cerebro y no se va más. Me oh my oooooh. Es la bienvenida perfecta para llegar al país de los bayous, el país de los cajuns; ese rincón de Estados Unidos que no se parece a ningún otro. Por sus paisajes, su cocina, su cultura, su música y hasta por su idioma.
JOIE DE VIVRE La cocina cadienne (los norteamericanos pronuncian cajun) empezó a ser reconocida en los años 60. Hasta entonces había que ser nativo de la región para saber que un jambalaya es un plato de arroz con camarones, pollo y verduras, y que un filé gombo –o gumbo– es un guiso con arroz a base de carnes, mariscos y especias. Aquellas recetas dieron la vuelta al mundo y la cocina de Louisiana se considera la más sabrosa de la gastronomía norteamericana… y es porque tiene una lejana ascendencia francesa. Los habitantes de los bayous le dan mucha importancia al asunto. A tal punto que su principal ciudad, Lafayette, se vanagloria de tener la mayor cantidad de restaurantes y locales de comida per cápita en toda América del Norte.
Para quienes los probaron alguna vez, es entrañable volver a encontrar esos platos en su lugar de origen. Predomina el crawfish, que muchos siguen llamando écrevisse como lo hacían sus abuelos. Tiene su festival, su capital, su rey y su reina en una localidad que se llama Breaux Bridge o Pont-Breaux (según el lado del puente que se lo mire hay carteles en francés o en inglés). Así como en la pampa los pueblos nacieron en torno a estaciones de tren, en esta región de agua omnipresente fue junto a los puentes. El arroyo local es el Teche, un verdadero vivero de cangrejos de río. Su curso es la perfecta ilustración del significado de la palabra bayou, que viene del idioma indígena choktaw para designar a las serpientes. El Teche ondula a través de los campos y los bosques de cipreses como un gran reptil.
La calle principal de Breaux Bridge hace lo posible para conservar el sello de pueblo rural so cute –encantador– que les gusta a los turistas llegados desde Texas, Arkansas, California o Florida para el World Famous Crawfish Festival cada año en mayo. Durante esos días no hay habitaciones disponibles en un radio de hasta 50 kilómetros y los estacionamientos de los centros comerciales se ven ocupados por columnas de casas rodantes y bandas de motoqueros. Hay gente que viene desde muy lejos, como Clyde Botkin, que vive en Indiana y no se ha perdido un solo festival en veinte años. “Llegué por primera vez para escuchar música –cuenta– y volví porque aquí hay un ambiente especial, que no encuentro en otras partes de Estados Unidos. Es lo que se llama la joie de vivre. Aquí dicen laissez les bons temps rouler. Y no solo durante el festival. Uno se hace en seguida amigo con la gente y se tejen relaciones muy duraderas”. Saluda al pasar a Mary Lynn Chauffe, la dueña de un albergue en la casa más antigua del pueblo. “La conozco desde que vengo aquí. Si no me organizo a tiempo y no encuentro lugar, me invita ella. Esto no pasaría nunca en otras partes del país. Y no hablo de la comida y de la música...”
Hablemos justamente de la comida y de la música: fueron los dos artífices del renacimiento de la cultura acadiana y de su auge de popularidad en el resto de Estados Unidos. “La gente le debe mucho a alguien como Dewey Balfa”, sentencia Clyde. Es uno de los hermanos del conjunto que exportó la música local fuera de los bayous y la consagró en los grandes escenarios del resto del país y Europa a partir de los años 50. En cuanto a la comida: solo falta ir de mostrador en mostrador por los puestos del festival, donde el plato más popular es el crawfish, tanto à l’étouffée como sazonado con las famosas especias cajun. El plato es tan popular que hay fondas que abren solamente un par de meses al año, durante la temporada de pesca del cangrejo, y entregan platos que se miden por pounds a sus comensales.
EL ALIGÁTOR FRED Entre el Mississipi y Texas, los bayous, los canales y las lagunas forman una red de miles de kilómetros de cursos de agua navegables interconectados. Es el dominio del aligátor, de las garzas, de las tortugas, del ciprés calvo y del águila de cabeza blanca, el símbolo nacional de Estados Unidos. Ese laberinto acuático, que se escurre muy lentamente hacia el Golfo de México, es el refugio donde se instalaron los acadianos, colonos de origen francés que vivían sobre las costas de Nova Scotia y Terranova y fueron deportados por los ingleses cuando pasaron a controlar esa región de América del Norte en 1755.
Henderson se encuentra en el corazón del Achafalaya Basin, una cuenca que ocupa el centro del gran pantano, el mayor humedal de Estados Unidos luego de los Everglades de Florida. Apenas se puede hablar de pueblo: son solamente unas casas al lado del puente, un negocio que vende boudin (una salchicha especiada que se come seca), el galpón de la Crawfish Town (una cantina que abre los fines de semana) y un par de bares al borde del agua. Tucker Friedman y su hija Christine son los dueños del Basin Landing, un pub que también brinda bajada de lanchas, alquiler de cabañas flotantes y paseos en airboat sobre el lago Henderson y los bayous vecinos.
A pesar de la temperatura elevada, Christine recomienda subir a bordo con un abrigo y lentes de sol. La embarcación vuela literalmente sobre el agua y hay que protegerse del viento. Tucker sabe dónde parar para encontrar aligátores. “Me crié aquí y recorro el Basin desde que soy chico. El trabajo que nos daban a los niños era recoger el spanish moss para rellenar colchones. Había que cuidarse de los cocodries. Así aprendí cómo se comportan y como tratarlos”.
Justamente, en el agua uno se acerca hacia el barco parado, imperceptible y sigilosamente. Sabe que le van a dar pedazos de pollo. “Viens, Fred, allons! Allons!”, grita Tucker. El aligátor engulle cada trozo agarrándolos al voleo. Y luego se deja tocar y agarrar la nariz. Tucker lo toma debajo de la mandibula y lo levanta en el aire. Parece gustarle al bicho, que se deja caer en el agua varias veces, como si fuese un cachorro jugando con su dueño. “Fred es un macho. Estoy acercando también a una hembra, Marie. Pero ahora está cuidando a su nido. Actualmente la población de aligátores está volviendo a crecer. Se los protege y hay programas de reintroducción. Gracias a ellos padecemos menos las serpientes, porque se las comen. Aquí en los bayous tenemos los peces y los reptiles más grandes de América del Norte”.
El paseo dura una hora y media. Se navega entre los bosques de cipreses sumergidos y en las aguas abiertas del lago, cruzando de vez en cuando alguna casa flotante que alquilan familias o pescadores por unos días.
¿Y LAS MALVINAS? De regreso en tierra firme, es tiempo de ir a Saint-Martinville para conocer el personaje de Évangeline. Pero primero algunos datos de historia: Francia cedió las costas atlánticas de Canadá a Inglaterra por el Tratado de Utrecht. Lejos de las grandes potencias europeas, los colonos de Terranova y Acadia fueron forzados a un brutal exilio durante décadas. Los ingleses llevaron grupos –separando hombres y mujeres– a sus colonias de Nueva Inglaterra, a los barcos-cárceles de las costas de Gran Bretaña o a las islas del Caribe. Los más afortunados fueron enviados a Francia, a las Malvinas (en un breve y frustrado intento de poblar Port Saint-Louis, fugaz colonia francesa) y al delta del Misisipi. Finalmente fue allí donde los sobrevivientes se juntaron a partir de 1760 para adentrarse en los pantanos y recrear una sociedad rural y libre, lejos de la colonia francoespañola de Nueva Orléans y su rígida sociedad. Aunque compartían un mismo origen francés y un mismo idioma, formaron dos sociedades radicalmente distintas que hoy todavía perdura: por un lado los créoles de la ciudad, por otro los cajuns de los bayous.
Évangeline es una obra de ficción, un largo poema en verso escrito en inglés por Henry Longfellow en 1847 y reescrito tiempo después en Québec para glorificar el espíritu de resistencia y el amor a su patria de los acadianos. Esta última versión es la que prevalece en el pueblo, donde todavía una importante minoría sigue hablando un antiguo francés en su casa y donde la organización diaria se esfuerza en ser bilingüe, desde los carteles en las calles hasta las comunicaciones oficiales.
Saint-Martinville nació en torno a un puente sobre el Bayou Teche, a orillas del cual se encuentra el Acadian Memorial, el lugar oficial donde se conserva la memoria de la diáspora de ese pueblo. En el salón principal del edificio un gran mural traza la llegada de los primeros refugiados en los pantanos de Louisiana. Enfrente una larga lista ocupa la otra pared: son los nombres de los 3000 primeros refugiados identificados, el grueso de los sobrevivientes de una deportación de un total de varias decenas de miles de personas. Elaine Clément es a la vez la directora de la Oficina de Turismo local y del Memorial. “La gran mayoría de los descendientes de aquellas personas siguen viviendo en torno a Lafayette y en los pueblos de los bayous, aunque algunos emigraron a Texas y a California a principios del siglo XX, cuando la región era una de las más pobres de Estados Unidos”. El opulento semblante de Saint-Martinville indicaría todo lo contrario. Pero ella no quiere indagar en esta dirección y pregunta interesada: “¿Viene de la Argentina? ¿Sabe que algunos de nuestros acadianos fueron enviados a sus Islas Malvinas? No tenemos casi ninguna información sobre ellos en nuestro memorial, pero sabemos que dos barcos con refugiados partieron hasta allá. Luego del genocidio –una palabra que emplea con un énfasis– el rey de Francia buscaba nuevas tierras para los que volvieron a Francia. La expedición a las islas fue una experiencia muy corta ya que fueron devueltas a España muy poco tiempo después”.
Luego de la visita, invita a caminar hasta la iglesia cercana. “Pero antes, sigan por la vereda hasta el gran roble. Simboliza el lugar donde Évangeline se reencontró con su amado Gabriel, cuando estaba a punto de morir, luego de una vida entera de buscarse por toda América del Norte”.
TUMBA DOBLEMENTE VACÍA Para la diáspora acadiana, Évangeline se ha convertido en un símbolo de resistencia y la encarnación de su cultura. Su historia fue inspirada por la de Emmeline Labiche y Louis Arceneaux, de cuya existencia real dudan varios historiadores. No es así en el pueblo donde está la tumba de la heroína. Su estatua custodia en realidad una tumba vacía, aunque dos nombres la revindican sobre la placa de mármol: “Évangeline-Emmeline Labiche”. Lo único certero en toda esta historia es que la estatua tiene los rasgos de Dolores del Río. Fue realizada luego de una exitosa película de 1929 en la cual la diva mexicana tuvo el papel de Évangeline.
La vía express que atraviesa Lafayette, nuestra última etapa del periplo en país cajún bajo la tutela del crawfish, se llama obviamente Evangeline. Lleva hasta Vermilionville, donde el viaje termina en pleno siglo XVIII. Se trata de un parque que recrea un pueblo acadiano de fines de esa época, con artesanos-actores que representan los vecinos y conservan oficios y gestos de hace dos siglos y medio. Una de ellos es Brenda Thibodeaux. Recibe a los visitantes en “su” casa, mientras prepara una camisa con un telar luego de haber hilado ella misma la lana. En la casa vecina, dos vecinos en traje de época están charlando mitad en inglés mitad en un francés del tiempo de Luis XIV. Más lejos, un carpintero fabrica zuecos de madera en el taller, y en la escuela una violinista está tocando una melodía tradicional. El pueblo está compuesto de casas históricas rearmadas en el predio a orillas del bayou Vermilion.
Los norteamericanos son maestros en el arte de la diversión y del entretenimiento. Los cajuns fueron buenos alumnos y crearon un parque donde no falta nada, tienda de recuerdos y salón de baile incluidos. Cada fin de semana, en un salón recreado a la manera de los fais-dodo, se suceden bandas de música cajún para hacer bailar a parejas que vienen a pasar el día, algunos desde tan lejos como Houston y Nueva Orleáns. Jack llegó desde Beaumont, Texas: “Somos habitués. Primero para comer un buen jambalaya. Y de paso aprovechamos para bailar y escuchar buena música. Hay que dejar les bons temps rouler… En Texas tenemos locales de cocina cajún, pero no tienen el sabor local que les dan aquí, en los bayous”.