Ni gótico, ni mudéjar, ni romano, ni neoclásico, ni nada de eso. El paseante desprevenido puede llevarse algunas sorpresas arquitectónicas en las calles de Madrid: gratas confusiones de espacio y tiempo, digamos. Es que en una caminata básica, de esas que nos llevan ante algunos de los puntos imperdibles de cada ciudad, en la capital española se suele enfilar hacia el Palacio Real, los Jardines de Sabatini y quizá luego avanzar un poco más hacia arriba en el mapa hasta Plaza de España. Así se van encajando rápidamente fichas en el rompecabezas de la “españolidad”: como si el nombre de esta plaza no alcanzara, la dominan desde su centro las figuras de Don Quijote y Sancho Panza, en el monumento a Cervantes. Más español, hasta acá, no se puede.
Pero ante tanto empacho ibérico, de un golpe la caminata nos lleva dos milenios atrás. Siguiendo el paso apenas un par de cientos de metros hacia la izquierda, hacia el oeste, tras la arboleda y subiendo unas escalinatas, aparecen las estructuras de un templo de piedra. Pórticos alineados y enmarcados por espejos de agua que derivan a lo lejos en una construcción mayor. Una especie de cubo de tonos claros. Detrás, el horizonte y una gran vista de Parque Casa de Campo. Algo raro en todo esto viene a quebrar el paisaje.
Estamos frente al Templo de Debod, un monumento de peso en el catálogo madrileño, pero que muchas veces suele quedar eclipsado por las ofertas que aparecen en el top de la lista. Por supuesto que es una cuestión de preferencias, y si el tiempo es limitado muchas veces hay que elegir, pero Debod es un alto que no demanda demasiado y permite ser parte de esta especie de crossover milenario; interactuar con este personaje que hace una “participación especial” en esta película. La construcción vio pasar 2200 años ante sus ojos y fue protagonista de una de las aventuras arquitectónicas y arqueológicas más importantes de los últimos siglos; el rescate de los templos egipcios al momento de la construcción de la represa de Asuán. Pero vamos por partes, porque la historia es, como se ve, muy larga.
ÁFRICA MIA A lo largo del sagrado río Nilo, en ese sembradío maravilloso e inagotable de restos arqueológicos que conforman sus márgenes, el correr de las dinastías fue dejando huellas durante cinco mil años; por momentos con más fuerza en el norte, y otras con polos de poder inclinados hacia el sur. Este pequeño templo ahora europeo comenzó a construirse en el siglo II a.C., según se suele coincidir (aunque en estas cuestiones siempre hay contrapuntos) por el rey Adikhalamani, y consagrado al dios Amón. Por supuesto, sin escapar el denominador común de estas construcciones, fue recibiendo con el paso del tiempo modificaciones, sentidos y resignificaciones. Así se le fueron sumando nuevos elementos orbitando alrededor de la edificación central, y ornamentaciones y símbolos que lo fueron acercando a lo que vemos hoy.
Con la llegada de los romanos al norte de África la metamorfosis de la pequeña capilla de Debod terminó de completarse, con nuevos relieves y decoraciones, principalmente en los períodos comandados por Augusto y Tiberio, desde algunas décadas antes de Cristo hasta el año 37 de esta Era. Apretando en pocas líneas cientos de años de historia se puede decir que Debod sobrevivió a cambios de poder, imperios, reinados e incluso divinidades a las que rendía culto. Increíblemente, la hora le llegó recién en el siglo XX y fue por una decisión económica.
AHORA O NUNCA El destino fatal para este templo y muchos otros tuvo que ver con su ubicación. El emplazamiento original estaba a unos 20 kilómetros de Asuán, en el sur del territorio de Egipto, en esas márgenes del devenir del Nilo de las que hablamos. Zona fértil por naturaleza, hacia finales del siglo XIX se planteó la construcción de una represa para lograr manejar el impredecible oscilar de las crecidas del agua y su resultado devastador en lo económico. El primer dique se terminó en 1902, pero pronto quedó viejo: hubo que levantar su altura dos veces. Finalmente, a mediados del siglo XX, llegó la medida más drástica. La construcción de una nueva presa (la “alta”), dejaría al emblemático y gigantesco templo de Abu Simbel bajo las aguas, junto con otra buena cantidad de templos más pequeños. Entre ellos, Debod.
En agosto de 1961, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) hizo su llamamiento bajo el título “ahora o nunca”. La revista de divulgación de la institución, con fecha apenas posterior, era contundente: “Antes de llegar a su término el mes de octubre, el Consejo Ejecutivo de la Unesco estará en condiciones de saber si estos vestigios de una civilización remota deben considerarse irremisiblemente perdidos para la humanidad o si un esfuerzo internacional conjunto los salvará del desastre”.
Así fue que, con el aporte económico de varios países, comenzó una de las tareas más impresionantes –y cinematográficas– de la arqueología mundial al trasladar y reconstruir en tierras más altas a varios de los templos, con Abu Simbel a la cabeza. Muchos de ellos fueron corridos y se mantienen hoy a la vera del lago Nasser; algunos otros, los menos, quedaron irremediablemente bajo el agua, y solo cuatro salieron a reinstalarse en otras partes del mundo. Dendur fue a Estados Unidos, Ellesiya a Italia y Taffa a Holanda. Pero éste es el único de los cuatro que no terminó sus días dentro de un museo, sino que fue reubicado al aire libre, en lo alto y respetando la orientación con respecto a la salida del sol.
DEBOD IBÉRICO El templo fue desarmado en su sitio original y tuvo un largo derrotero. Se descuartizó en 1961 y pieza por pieza fue a parar a cajas de madera. De allí a la isla de Elefantina, cerca de Asuán, y recién nueve años más tarde partió hacia Alejandría. Ese mismo año vía Valencia entró al territorio español, ya formalmente como regalo a uno de los países que aportaron en el salvataje de los monumentos. Dos años después, tras poner cada lego en su lugar y reconstruir los faltantes, se inauguró en su nueva ubicación en julio de 1972. Desde ese momento puede visitarse, rodeado por espejos de agua que recrean el ambiente del Nilo. Como no podía ser de otra manera, enmarcado por muchas polémicas y opiniones encontradas sobre su mantenimiento, uso y protección.
Desde el 20 de septiembre de 2016 Debod reabrió sus puertas después de solucionar problemas en la climatización del interior. La entrada es gratuita y lo único engorroso es que, dependiendo el día y horario, suele formarse cola para el acceso.
Después de caminar bajo los pilonos, esos dos portales que anteceden al templo, en su interior se puede recorrer el vestíbulo, varias capillas y descubrir que oculta más rincones de los que se podría pensar desde afuera. Corredores, salas y antesalas que con un sistema de frases iluminadas en las paredes narran la historia. Ese mismo juego del sistema de iluminación de las paredes va provocando focos de atención intermitentes, que ayudan a recortar y resaltar las siluetas trazadas en la piedra, cosas que en algunos casos cuesta reconocer a simple vista.
Templo adentro, la capilla del naos es cautivante, donde contrasta la simpleza con su carga simbólica. La historia la pone en el pedestal de ser la sala principal de Debod, en la que solo podían ingresar los sacerdotes. En su centro, el naos, la vivienda del dios Amón; una especie de cofre hueco de piedra –que es ahora ocupado, también, por un juego de luces– era el espacio más sagrado de todo el templo.
Luego de las capillas norte y sur, se puede subir a dos terrazas que se acondicionaron de una forma más cercana a un museo tradicional: se muestran fragmentos de dinteles con inscripciones, estelas de piedra con figuras de reyes, una maqueta que detalla en relieve el sitio exacto en que el templo se levantaba en Egipto. Serpientes, leones, faraones y ofrendas se entrelazan delineados en fragmentos de arenisca y en todas las paredes internas de Debod, y son los motivos por los cuales la tentación puede ganar la pulseada y hacer que la visita lleve horas. Antes de dejar este pequeño territorio egipcio, una caminata por los alrededores y la vista panorámica del gigantesco parque es recomendable para cerrar. Para, de alguna manera, empezar a volver en tiempo y espacio al más tradicional recorrido españolz