“En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas occidentales de Borneo. Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos".
Se me dirá que empezar una nota con una cita paisajística es excentricidad. Sin embargo, algunos la reconocerán. Porque hubo una época, no demasiado tiempo atrás, unos cincuenta años años atrás, podía ser reconocida por una generación de lectores que, rápidamente identificaba a Sandokán, la legendaria novela de aventuras de Emilio Salgari. Prefiero, en este caso, hablar de cita, en el sentido amoroso, antes que de fragmento por más que el recorte lo sea. Es que ese momento literario, al capturar nuestra atención, disponía de una imantación nada frecuente. Esa noche tormentosa, ese mar violento con el que se inauguraba una saga de piratas enfrentados al colonialismo británico, hablaba a los chicos de los años cincuenta de una concepción romántica de la existencia. Tal era el poder de una escritura, capaz de moldear destinos, imprimirles una ideología en la que ficción y realidad podían fundirse o, mejor dicho, que la primera podía funcionar como prisma de la segunda. Lo diré sin demagogia: tal vez muchos de los citados en los recordatorios de los desaparecidos que publica este diario reconocerían ese comienzo narrativo. Me entristece pensar de este modo el efecto Salgari.
En la mañana del 2 de junio de 1910 Quentin, el mayor de los chicos Compson, el apasionado, se despierta en su cuarto de Harvard por el tic tac de su reloj. Cuando el padre se lo regaló le dijo: “Es el reloj de tu abuelo. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.” La frase tiene una resonancia agorera, sentenciosa. Y su mandato subterráneo, de una carga existencial agorera, se cumple esa misma mañana con el suicidio del joven al arrojarse a un río. La escena, como la cita, pertenece a la demoníaca “El sonido y la furia” de William Faulkner. Quienes descubrimos o fuimos descubiertos por Faulkner en nuestra juventud habríamos de encontrar ahí, en esta cita, no tanto una advertencia como un consejo proveniente de una experiencia de la derrota. Y es probable que cualquiera haya sido el campo de batalla, habremos entrevisto la estupidez y la desesperación.
A lo que voy: la literatura no es sólo literatura ni tampoco la escritura lo es, gesto del nervio y también de la expresión del pensamiento y la sensibilidad. Alguna vez, en ronda de escritores o en vías de serlo, conversando sobre la cuestión del estilo de tal o cual narrador admirado, uno comentó que si se quería desentrañar su mecanismo era aconsejable detenerse en ese pasaje que nos seducía y copiarlo, copiarlo una y otra vez estudiándole la modulación, la cadencia, prestándole atención a una coma, un punto, es decir, concentrándonos en su respiración. Probé aplicar el método y no recuerdo haber logrado la entonación rutilante de Scott Fitzgerald ni el laconismo de Hemingway, tan imitados y a la vez parodiables, imposibles de replicar. No obstante, en un intento, a pesar de ser fallido, creo haber estado cerca de un misterio, el resplandor mortecino de un don ajeno, intranferible por lo personal.
Escribo a mano, lo dije, y cada vez me importa menos el trabajo que después implica pasar el manuscrito a una pantalla. Al escribir a mano creo estar raspando la cáscara de un secreto. Tal vez esta sea sólo una presunción. Me gusta cuando aludo a subrayados y los copio en una libreta, por ejemplo, una idea de Wittgenstein anotando: “La filosofía dará a entender lo indecible al representar claramente lo decible”. Y también, aunque suene contradictorio: “Lo que puede mostrarse no puede decirse”. A veces me trabo, me confundo, y me abandono al estupor, pero no cedo. Si la intuición es una condición del arte, entonces decido leerlo como poesía. Y sucede, en el uso oscilante de las palabras, un relámpago.
Ya hace tiempo que me extravío y me deslumbro a la vez en los Escritos sobre pintura de Henri Michaux. Es un volumen prodigioso y apasionado sobre la escritura y la grafía china en el que puede rastrearse, por qué no, un antecedente de Mirta Dermisache, que que se hubiera enojado con esta categorización de “plástica porque ella, Mirta, estaba en otra cosa o, si se prefiere, una cosa otra, sus grafismos tan enigmáticos y tan sugerentes que resultaban claros en el sentido de las proposiciones de Wittgenstein. Michaux habla de la lengua china y dice que en todos los ámbitos da pie a la originalidad. “Cada uno de sus caracteres suministra una tentación. Si de diversos autores tomamos, destacándolo del texto y de su contexto, un carácter fácilmente reconocible, naturalmente bello y lleno de sentido, la palabra corazón, por ejemplo, por muy alejados que estén sus rasgos constitutivos de cualquier cosa que recuerde el corazón, éste volverá a vivir, no obstante, por medio de su trazado, en todo escritor, una vida particular. Se le puede observar, en uno, en otro, en cada uno idéntico a sí mismo y en todas partes diferente (…), corazón a la espera, corazón en busca de aventura al que nada detiene, o corazón decididamente alerta, perfecto, que incluso una fibrosa hoja de papel de arroz, podrá seguir viviendo aún durante siglos y dejarse admirar”.
De pronto creo que esta última cita parece resumir lo que buscaba explicar acerca de la influencia de las citas en nuestras vidas. Y daré un ejemplo. Cuando en los ’70 el joven Carlos Trillo conoció a la joven Ema Wolf, lo sedujo que ella pudiera recordar de corrido y sin titubear, con la entonación apropiada, el citado comienzo de Salgari. Carlos, el guionista, habría de ser el compañero de toda la vida de Ema, la autora de Los imposibles. Que ambos se consagraran más tarde a géneros considerados menores como la historieta o la literatura presuntamente infantil, no fue tampoco ninguna casualidad como que los uniera una lectura de iniciación.