Hay un dejo temible e inquietante, mefistofélico incluso, en uno de los varios afiches promocionales de La cordillera, el más reciente largometraje de Santiago Mitre, que se dio a conocer al mundo hace casi tres meses en el Festival de Cannes y tendrá finalmente su lanzamiento comercial local dentro de un par de semanas, el jueves 17 de agosto. El poster muestra una imagen ligeramente de perfil del rostro de Ricardo Darín, un plano medio que, a pesar de los claroscuros de la fotografía, destaca claramente sus rasgos –que podrían ser de preocupación o reflexivos, pero también de maquiavélica maquinación–, los ojos retocados para que el azul natural de las pupilas del actor luzca aún más brillante, incluso algo sobrenatural. “El mal existe”, amenaza una placa roja sobreimpuesta. Es una cita textual de uno de los diálogos de la película, sentencia dicha en voz no demasiado alta cuando la trama ya se ha espesado lo suficiente y el mundo de los sueños y la realidad, los recuerdos y las invenciones que pueden no ser tales, la política de alto nivel y el drama personal, se mezclan en un brebaje que le da potencia y sabor a este relato sobre el poder, esa fuerza imparable que mueve a los hombres y mujeres de todo el mundo. Darín es el presidente de la Argentina. Un presidente de ficción. Una novedad en el cine argentino, que desconoce casi por completo de retratos cinematográficos sobre mandatarios que no estén basados en la más estricta realidad histórica. Un presidente que puede reflejar a otros presidentes habidos y por haber. O a ninguno de ellos. Todo un desafío, según confiesa Mitre, que escribió el guion a cuatro manos –como había ocurrido en su anterior La patota– junto al también realizador y guionista Mariano Llinás. “Como suele pasar con todo desafío, eso nos generaba un poco de incertidumbre, pero a la vez era algo que nos estimulaba. No hay tradición de retratos de poder en la política desde perspectivas ficcionales en el cine argentino. Me atrevería a decir incluso en el cine latinoamericano en general. Por supuesto sí existen en el terreno de lo biográfico, lo histórico. Pero construir un presidente de ficción en un contexto político de ficción no es algo que se haya hecho antes en muchas ocasiones. Quizás “Pino” Solanas hizo algo parecido, pero en tono de farsa, con ese presidente en patas de rana en El viaje. Era una de las cosas más divertidas a la hora de pensar esta película: inventar un personaje desde cero. Pero a partir de ahí empiezan los problemas de construir el verosímil, porque suponíamos que en la cabeza de muchos espectadores estaría presente desde un primer momento la tentación de relacionar lo que se ve en la pantalla con la realidad. ¿Quién es el personaje? ¿Es Kirchner, es Macri, tiene algún elemento de Cristina, se parece en algo a Alfonsín? El personaje no es nadie, aunque pueden encontrarse detalles que lo acerquen a uno o a otro. Lo mismo con los otros presidentes que forman parte de la historia. Nos divertíamos con ese juego, el de agarrar un elemento real de algún presidente y ponerlo en tal o cual personaje. Pero, al fin y al cabo, eso es lo que se hace normalmente cuando se escribe y se construyen personajes, ¿no es cierto?”.
Ricardo Darín llega puntualmente a la entrevista (en realidad, unos minutos antes de la hora acordada), pide un café y, en su habitual tono afable y algo despreocupado –casi en las antípodas de su personaje en La cordillera–, entre sonrisas, responde a la primera pregunta con lógica sensatez. Porque, al fin y al cabo, a la hora de interpretar papeles, casi siempre da lo mismo que se trate de alguien poderoso o del más común de los “ciudadanos de a pie”, extraña descripción que parece admitir la existencia de seres humanos que dan sus pasos sobre la tierra con otros miembros o partes del cuerpo. ¿Era lo único que le quedaba hacer en su carrera, interpretar al primer mandatario de la República Argentina? “No sé si lo único, pero viene bien”. La gran estrella del cine nacional (la única estrella en un sentido estricto, en realidad), una figura capaz de traccionar espectadores con su mero nombre en las marquesinas, admite que no se preparó especialmente para encarnar al presidente Hernán Blanco. “El abanico de posibilidades era muy amplio y, en ese sentido, no tenía demasiado sentido hacerlo. Muchas personas tuvieron acceso a ese tipo de cargos y supongo que a todos les ocurrió de forma más o menos imprevista. Además, el personaje podía ser como nosotros quisiéramos. Lo que teníamos en claro era que se trataba de una historia de ficción, sabiendo de antemano que iba a mutar en algunos aspectos. Lo importante era construir a un Hernán Blanco que nos permitiera ciertos rangos, teniendo en cuenta ese carácter ficcional. Por supuesto, si uno va a interpretar a un sacerdote o a un médico debe necesariamente investigar un poco para no estar guitarreando. Pero en este caso -teniendo en cuenta, además, que no se sabe realmente cuál es su oficio, su profesión de base-, se trata de un tipo que hizo su carrera desde abajo, como tantos otros, ganando en primer lugar intendencias, luego gobernaciones. Todo eso nos daba libertad para imaginar lo que quisiéramos”. ¿Pesó en la construcción la tentación posible (casi inevitable) del público de ver a Blanco como un alter ego de una figura real? “La tentación no es solamente del público. He hablado ya con varios periodistas y ese foco de atención está presente. Eso forma parte de la libertad de quien ve la película, la posibilidad de encontrar puntos en común. Hay cuestiones físicas que pueden arrimar más para un lado que para el otro; hay cuestiones de personalidad, decisiones que el personaje se ve obligado a tomar, que pueden hacer pensar en tal o en cual. En ese sentido, Hernán Blanco es un Frankenstein”.
La mesa chica
La primera escena de La cordillera es fielmente representativa de la estructura formal de la película en su totalidad. Al centro del poder se ingresa no sin antes atravesar obstáculos y superar problemas, como lo confirma un personaje/excusa que luego desaparecerá de la trama, un operario que sólo logra cruzar el umbral de la Casa Rosada con su automóvil luego de varios intentos fallidos. El personaje es una coartada imaginada por Mitre y Llinás para introducir al espectador en la historia y en el lugar donde ésta comienza a desa- rrollarse, acompañándolo por los pasillos internos del edificio –las bambalinas de aquellas oficinas donde se cuecen los destinos del país– y, literalmente, la cocina de la sede del poder ejecutivo, una de las tantas metáforas visuales construidas minuciosamente en el entramado narrativo. Las aspiraciones de la película de Mitre son universales y masivas y el lanzamiento con unas doscientas copias no hace más que reafirmarlo, pero el relato intenta escapar –lográndolo casi siempre– de los lugares comunes, la desconfianza en la inteligencia del espectador y la configuración de causas, consecuencias y corolarios masticados y digeridos de antemano. De la cocina a un amplio despacho, de las órbitas más alejadas del núcleo a la mesa chica del poder: los asistentes y secretarios del presidente comienzan la primera reunión del día, acompañados por el Jefe de Gabinete, un Gerardo Romano contenido, perfecto en su imitación sutil de formas y contenidos basados en los de tantos otros jefes de gabinete reales, grabados a fuego en la memoria colectiva. Otra figura importante, la colaboradora más cercana y de confianza de Blanco, interpretada por Érica Rivas, continúa sumando actores al drama y al reparto, férreamente equilibrado por una dirección actoral que, definitivamente, se ha constituido en uno de los fuertes del estilo de Mitre como realizador. Una nota en falso podría hundir el barco o, al menos, herirlo de muerte. En una historia como la de La cordillera, ese verosímil mencionado una y otra vez por Mitre durante la entrevista es de radical importancia. Un elemento que ya estaba presente en su ópera prima, la producción súper independiente El estudiante, que también metía de cabeza al espectador de un universo con reglas particulares, en aquel caso siguiendo a un neófito en las artes de la política estudiantil interpretado por Esteban Lamothe, mientras una cámara invisible lo seguía a través de los largos pasillos infestados de carteles y afiches de la universidad. “Creo que, como El estudiante, La cordillera es nuevamente la observación de un microcosmos. Cómo se va hilvanando y cómo se construye el poder, aunque ahora en una escala muchísimo más grande. Estamos hablando del poder en serio”, describe Mitre.
El día comienza con problemas. Serios problemas. En pocas horas habrá que despegar y partir rumbo a Chile, a una cumbre de países latinoamericanos donde se discutirá acaloradamente sobre un posible pacto entre países vecinos y definir así un plan en conjunto en materia de política petrolera. Justo ese día (¿Justo ese día? ¿Es posible que se trate simplemente de una casualidad?) llega la madrugadora noticia de que alguien hará una denuncia sobre corrupción que amenaza con salpicar indirectamente al propio Blanco, por vía del ex marido de su hija Marina (Dolores Fonzi, todavía en un enorme fuera de campo). Apenas a unos metros de ese despacho, desconocedores de la novedad –que aún no se ha filtrado pero que, como suele ocurrir casi siempre, no tardará en hacerlo–, comienzan a llegar los periodistas para la conferencia de prensa del día. “Empezamos por ahí, por la Casa Rosada. Fue la primera jornada de rodaje. Pero antes de eso... nos volvieron locos. La autorización siempre estaba a un paso de estar lista, pero a la vez faltaba que alguien terminara de aprobarla. Una semana antes de filmar estuvo a punto de caerse todo. Finalmente, con un montón de condicionamientos, nos autorizaron y pudimos rodar con cierta libertad. No se podía hacer ninguna intervención sobre el mobiliario, más que sacar un par de cuadros de Eduardo Stupía que Macri colgó en lugar de las imágenes de San Martín y Belgrano, porque hubiese sido una marca muy de época que nos alteraba el verosímil. Luces, cámaras, equipos de sonido, actores, a filmar y chau”. ¿El despacho es el despacho? “Es el despacho del presidente, sí. Todo el tiempo estaban presentes dos miembros de Prefectura en escena. Originalmente había un plano secuencia de 360°, que finalmente fue cortado, y los pobres tipos estaban acostados en el piso, tapados y espiando, ya que no podían salir de la oficina.” “Yo no filmé ahí, no estoy en esas tomas”, aclara Darín. “Fui después a hacer unas fotos. Pero sé que fue un domingo, aprovechando que no había nadie de presidencia. Fue muy bueno que nos hayan prestado nuestra casa para poder hacerlo, ya que es un arranque muy importante para la película.”
Alta en el cielo
En el origen, afirma Mitre, estaba la “idea básica de la película, que describía las actividades de un presidente en una cumbre internacional, durante sus primeros meses en el gobierno. Es decir, durante su primer compromiso internacional, teniendo que lidiar al mismo tiempo con algún conflicto de su vida personal, una hija con trastornos emocionales. Ese era esencialmente el esquema básico, un relato que oscilaba entre la gran política y la micropolítica, entre la Historia y la historia familiar. En algún momento apareció la idea de incluir un elemento fantástico, concepto que introdujo Mariano Llinás. Eso fue lo que terminó de configurar la película como algo novedoso respecto a la idea original. Con ese horizonte comenzamos realmente a escribir, porque ese elemento cambió radicalmente el tono; ese flanco fantástico es el que organiza la transformación de la película, incluida su puesta en escena”. La llegada de Marina Blanco, la hija del presidente, al hotel cinco estrellas donde están hospedados todos los mandatarios es el disparador del auténtico nudo central de la historia, la supernova en el pasado de Blanco padre que la crisis psicológica de la joven parece a punto de hacer explotar y transformar en un agujero negro del cual no hay salida posible. Antes de eso, en pleno vuelo hacia destino, el cruce de la Cordillera de los Andes provoca las típicas turbulencias de altura, anticipo a su vez de otros temblores no tan literales que tardarán muy poco en llegar. Y todavía un poco antes, el audio de un programa de radio emitido esa misma mañana, en el cual un periodista claramente opositor describe al presidente como alguien “débil”. “No queríamos que mi personaje fuera demasiado simpático, pero tampoco muy desagradable. Hay algo en el planteo inicial de la historia que nos deja entrever mínimamente –a través del relato de ese periodista– algunos aspectos de su carácter, y por eso nos parecía que lo mejor era esconder ciertos rasgos y permitir que se moviera con libertad hasta que el contexto requiriera otra cosa.”
Pero entonces, ¿quién es Blanco realmente? ¿Un hombre común y corriente que ha llegado a la política con la intención de renovarla o, por el contrario, una persona con un plan oculto a la vista de la mayoría? Luego de una seguidilla de saludos y alguna que otra reunión privada con otros presidentes de la región –en particular una muy reservada con el presidente de México, interpretado por el actor hispano-mexicano Daniel Giménez Cacho– y la primera en una serie de discusiones en sesión, con los jefes de gobierno distribuidos a lo largo de una enorme mesa redonda que recuerda extrañamente a la de Dr. Insólito; en un marco de belleza natural inaccesible para el resto de los mortales y las tensiones lógicas del encuentro, el vidrio de una ventana estalla y una silla vuela y cae desde las alturas hasta la impoluta nieve depositada varios metros por debajo del edificio. Algo ha hecho implosión en la mente de Marina: a pesar de hallarse físicamente estable y en buen estado, no habla, no come, no duerme. El llamado de la presidente chilena Paula Scherson (la actriz Paulina García, protagonista del exitoso film Gloria, de Sebastián Lelio) conjura las artes de un renombrado psiquiatra y experto hipnotizador (el también chileno Alfredo Castro). Varias reseñas lo han señalado ya desde su estreno mundial en Cannes y no vale la pena intentar construir algo demasiado original: a partir de una extensa secuencia de hipnosis manipulada con varios trucos ópticos sencillos pero muy efectivos, un hálito hitchcockiano se apodera en parte de la historia, al tiempo que lo siniestro comienza a asomar el hocico. Y el Diablo a meter la cola, tanto en sus acepciones metafóricas como en la más tangible de las definiciones, al menos dentro del terreno de la fantasía o de la cacofonía onírica. Según Mitre, en sus películas anteriores “había trabajado las formas del realismo y esta película arranca de la misma manera: la descripción de la Casa Rosada o el retrato de las primeras reuniones de gabinete son formas de espiar la intimidad de un presidente de manera realista. Pero a medida que la trama va avanzando y aparecen elementos más disonantes o enrarecidos la película va mutando su puesta en escena. Es raro, porque ese movimiento –que sería de alguna manera el más extraño o, si se quiere, moderno– nos hace retroceder a algunos procedimientos del cine norteamericano clásico. Y Hitchcock es una especie de Aristóteles para el cine: cada vez que uno tiene que enfrentarse a una escena está muy bien imaginarse cómo lo hubiera hecho él y usarlo como faro. Pero nunca para copiarlo, porque creo que no ha habido ningún cineasta en la historia que haya manejado la técnica como la manejó Hitchcock”. Darín admite que el realizador le pidió ver algunas películas durante la preparación del personaje, pero el actor hizo completo caso omiso a las directivas. “Santiago me habló de varias películas y me sugirió tres o cuatro. Pero le dije, con todo el respeto del mundo, que no solía hacer eso, incluso sabiendo que en muchos casos es muy útil. Por ejemplo, como referencia para posiciones de cámara u otras cuestiones de puesta en escena. Pero en el caso de los actores… tengo mis reservas con esa idea, porque muchas veces te podés enamorar de una funcionalidad dentro de un esquema. Los actores somos un poco miméticos y cuando algo nos gusta… podemos quedar muy intoxicados. A veces no queda otra, pero cuando puedo zafar de eso me siento más tranquilo”.
Los rostros del poder
Es posible que la imagen de Darín como Hernán Blanco quede grabada a fuego en la memoria colectiva durante un tiempo, como lo hizo su Bombita de Relatos salvajes. ¿Blanco fue siempre Darín o existió la posibilidad de que otro rostro encarnara en el presidente de la Nación? “Siempre fue Darín”, responde sin dudarlo ni un instante Santiago Mitre. “El proyecto como idea es anterior a La patota pero estuvo un tiempo detenido y cuando decidí retomar la escritura, Dolores (Fonzi, que además de coprotagonista es la pareja de Mitre en la vida real) estaba filmando Truman en España junto a Darín. El contacto comenzó ahí y Ricardo se interesó por el proyecto. Supongo que le dieron ganas de interpretar a un presidente. Lo cierto es que fue una instancia bisagra. Creo que si en ese momento me decía ‘no sé, no la veo’, dudo mucho que hubiera seguido con el guion. A partir de ese momento estuvimos siempre en contacto, durante la escritura, luego obviamente en el rodaje y también durante el proceso de edición. Tanto para mí como para Mariano Llinás, Ricardo fue un referente importante para pensar la película. Fue realmente una suerte que se entregara al proceso de trabajo con tanta generosidad.” Darín/Blanco no está solo y el resto del reparto es un auténtico equipo de ensueño de talentos latinoamericanos. “En más de una ocasión, a medida que se iban cerrando las filas, sentí un poco de impresión, de vértigo. Al mismo tiempo, es como que las cosas se van dando, ya sea de forma natural o incluso azarosa. A Paulina García la había conocido a través de un amigo y fue tan simple como escribirle un mail contándole el proyecto. A Giménez Cacho también lo contacté a través de otro conocido. En principio a todos ellos –actores de primera línea en sus respectivos lugares de origen– la idea de interpretar al presidente de su país era algo que los estimulaba. Y después tuvimos suerte a la hora de hacer encajar las fechas de rodaje. En cuanto a Dolores, es una actriz muy talentosa y trabajar con ella es sumamente sencillo para cualquier realizador, pero más aún en mi caso, por la confianza que existe entre nosotros”. Darín piensa que ese trabajo en conjunto con el resto del equipo de actores y actrices “fue fantástico. Se habla mucho de la fraternidad latinoamericana, de que manejamos un mismo idioma y demás, pero a veces siento que hay algo de hipocresía en todo eso. Al principio, la película pasaba un poco por ahí e incluso había una escena muy buena que después voló en el montaje, en la que un personaje hacía hincapié en ese tipo de cosas. La dinámica real de los rodajes hace que realmente nos conozcamos poco dentro de nuestra región. Pero en este caso fue un ensayo muy positivo, no sólo por la mirada de cada uno y lo que pensaban de la historia, sino porque empezó a aparecer el sentido del humor de cada región. La experiencia de rodaje fue dura, porque gran parte de lo que nos tocó hacer en conjunto lo tuvimos que llevar a cabo en altura. Ahí es donde te das cuenta de que el contexto impera, las circunstancias en las que te toca trabajar son muy importantes. Estuvimos todos bastantes enfocados, a pesar de que tuvimos muchas escenas aisladas. Y en las de conjunto teníamos que mantener siempre la concentración. En particular, las escenas de cumbre me causaban mucha gracia. Soy medio piantavotos para esas cosas, me pongo a boludear. Pero en este caso no me pasó. Salvo honrosas excepciones”.
La figura que completa y cierra el reparto no es latinoamericana. Ni siquiera está presente en los posters, quizás para reservarle la sorpresa a algún espectador desprevenido o para reforzar la idea de que su personaje es uno de esos anónimos operadores que hacen precisamente de su carácter invisible una parte central de su efectividad. El personaje que interpreta Christian Slater tiene una participación muy pequeña en el drama, una escena de poco más de diez minutos, pero su importancia es radical, insoslayable. Es el elegido por el gobierno de los Estados Unidos para interceder de forma privada en las charlas de la cumbre y torcer a conveniencia el destino de las tratativas, el mediador menos insospechado entre los tres países de mayor relevancia y poder de decisión del grupo original: Argentina, México y Brasil (el actor Leonardo Franco es el responsable de interpretar al máximo dirigente del gran país vecino). La secuencia es breve, va directo al grano y su esencia sigilosa se entrelaza con otros secretos de índole aún más privada: imágenes y sonidos que parecían apresados bajo llave en la mente de Marina y que ahora han comenzado a trepar hacia la superficie, como esos cadáveres que luego de permanecer en el fondo del mar no pueden esquivar las leyes naturales y terminan flotando en toda su magnificente putrefacción. “Originalmente, la escena estaba escrita en el guion en español y, de hecho, intentamos buscar actores norteamericanos que lo hablaran más o menos bien”, detalla Mitre. “Pero por alguna razón, a la mayoría le cuesta bastante. Era una escena compleja, con mucho diálogo, y en algún momento nos dimos cuenta de que iba a ser muy difícil. Darín fue el primero en insistir en que teníamos que filmarla en inglés, que era bueno que en un momento de quiebre tan importante apareciera un nuevo idioma. Estados Unidos con todos sus clichés de amabilidad y ferocidad, siempre en su lengua. No recuerdo quien se contactó con el representante de Slater, pero había visto hacía poco tiempo la serie Mr. Robot y me parecía que era ideal para el papel. El resto fue veloz y preciso: hicimos un Skype, leyó el guion y se filmó. Él es una especie de demócrata furibundo y en ese momento estaba muy sensibilizado porque justo era la previa de las elecciones entre Hillary y Trump; evidentemente había algo de sensibilidad en torno a lo político que le interesó. Fue raro el proceso de trabajo porque casi no hubo tiempo de preparación, pero ellos están acostumbrados a trabajar así, a ser un poco maquinitas, Mr. Robots. Llegó a Buenos Aires con el texto aprendido a la perfección, ensayamos dos días, filmamos otros dos días y se fue.” Para Darín, fue una escena que se filmó “por asalto. Christian Slater estaba un poco acojonado al principio, pero nos dimos cuenta de que no era por falta de preparación sino porque el ambiente le era un poco ajeno. Pero estuvo muy bien, realmente. Y estaba encantado. Todo para él era ‘awesome’. Es un momento clave para la película: la irrupción de los americanos en la trama. Y el tipo lo resolvió muy bien, porque posee toda esa cosa canchera de estos pseudo ejecutivos que son de segunda o tercera línea, pero tienen todo el poder detrás y se mueven con mucha soltura. Se podía caer en la solemnidad, pero afortunadamente no ocurrió”.
Discursos de cierre
Si bien la película no está ni remotamente basada en hechos reales, Mitre confiesa que “cuando estábamos preparando el guion accedí a tener una reunión con un ex presidente. No puedo decir quién es, pero fue poco fructífera porque yo quería que me contara cosas más privadas, no tanto del ejercicio cotidiano y visible de la presidencia. Me hablaba de los hitos de su gobierno y demás. Pero en un momento el tipo me dijo que nunca se está más solo que cuando se tiene el poder y que, en un punto –más allá de los asesores y ministros–, las decisiones se toman en soledad y el peso de la historia recae ahí. Eso sirvió para darme cuenta de cuánto control pretenden tener los políticos sobre todos los elementos que los rodean, su historia personal o familiar, lo público. Y más aún en la política contemporánea, donde la familia es parte de la construcción política. Por eso en la historia el personaje de Marina, la hija, debe ser contenido, controlado. Y ahí es donde aparece la posibilidad de un pacto faústico en el pasado, la conversión en un hombre poderoso”. ¿El poder absoluto siempre corrompe, como una niebla que impone sus reglas a quien accede a sus claustros? Para Darín, la mirada de La cordillera sobre el poder es “de disconformidad con el sistema político. Intenta mostrar la cocina de esas cosas a las que usualmente no tenemos acceso. ¿Qué es lo que ocurre cuando dos tipos que dicen odiarse –o que por determinadas circunstancias se ven obligados a estar en esa posición– cuando se encuentran mano a mano tienen otro tipo de relación? Lo que plantea la película, más allá de la crítica clara y ostensible al sistema político, es que las decisiones que se toman y nos afectan a todos están muchas veces en otras manos, y eso se combina con un retrato de la vida personal, la intimidad, de esos funcionarios poderosos. Eso puede producir una fusión contradictoria con el planteo inicial, porque lo que hace es humanizar esos roles. Esos papeles importantes están en manos de seres humanos, hombres y mujeres a los que en un momento se les puede girar el tarro y arrancar para cualquier lado. La cordillera tiene varias capas, no es una película predigerida y nos propone acompañarla y pensar junto a ella”.