Sentados al borde de la cuneta, mucho antes de que pavimentaran las calles del pueblo, jugábamos con el Tito a quién le acertaba con una escupida al sapo que pasaba saltando por el charquito del fondo. Y justo ahí, en medio del aburrimiento de la siesta, llegó el Mario, caminaba con esa desenvoltura arrogante que a mí siempre me recordaba la pinta feroz y sobradora de los gallos de riña que criaba su padre. Traía un pucho muy bien escondido en el puño cerrado de su mano derecha, sólo el humito que salía por el agujero que quedaba entre el pulgar y el índice hubiera podido delatarlo pero, para advertirlo, habría que haber sido un observador muy atento, y de ésos no abundaban en un barrio donde todos estaban muy ocupados atendiendo a sus propios asuntos, sobre todo a aquellos que hacen a la supervivencia diaria. Dame una seca, Mario, le dije no bien se sentó a mi lado. Te va a hacer mal, pibe, dijo. Dale, Mario, si no me llevás más que un año ¿te hacés el jovato, ahora? miralo al hombre adulto, Tito. Año y medio, pibe, dijo, año y medio, luego sonrió, agachó la cabeza y dio una larga pitada, siempre cuidando que el cigarrillo siguiera escondido dentro del puño para que no se viera la brasa que se avivaba con la chupada, después bajó el brazo, le quitó la ceniza con un tincazo canchero del dedo medio y me lo alcanzó deslizando su mano por debajo del muslo, yo lo tomé con la misma técnica que le había visto usar y aspiré con fuerza, al instante empecé a toser. Él largó la carcajada y el Tito lo acompañó con ganas. De qué te reís, Tito, dije, mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano, si vos nunca probaste, pendejo, yo hace como tres semanas que fumo, agregué para zanjar del todo la cuestión con el argumento de la experiencia, esto fue un descuido, nada más. Qué pendejo ni pendejo, vos sabés por qué no me animo, te creés que estoy loco, si me ve mi abuelo me mata, dijo él. El Tito había perdido a sus padres en un accidente de tránsito y vivía con su abuelo viudo que era policía y se emborrachaba cada vez que estaba de franco. Ese viejo choto lo castigaba con un rebenque trenzado a la menor desobediencia, o sin desobediencia. Los dos son unos pendejos, terció el Mario. Vamos, Mario, dejá de joder. Desde cuándo tenés patente de piola, vos, dije yo. Desde hace unos días, contestó. Ah, sí y quién te la dio, si se puede saber, dijo el Tito. Me la di yo solo, no esperarás que te muestre un certificado firmado por el intendente, me imagino. Además estoy seguro de que ustedes saben por qué ¿Porque qué es lo que nos falta para ser unos pibes piolas, eh? bueno a mí ahora nada, dijo, pero a ustedes ¿qué les falta, eh? Los dos lo miramos expectantes, imaginamos lo que iba a decir porque ése era el tema de conversación de los últimos tiempos, un tema inevitable, de esos a la vez siniestros y dulzones, de esos que te atrapan, que te angustian, de esos que aluden a un hecho cuya concreción anhelás, pero, al mismo tiempo, querés evitar o postergar indefinidamente. Dio otra larga chupada al cigarrillo, como haciendo suspenso, luego tiró el pucho a la cuneta, la brasa siseó al contacto con el charquito de agua que quedaba de la última lluvia al tiempo que él lanzaba al aire el humo en un sonoro chorro triunfal, ambos sonidos se confundieron casi como pidiendo silencio ante la revelación con la que el Mario se aprestaba a arrancarnos de la despreciable inocencia infantil en que vivíamos sumergidos y que provocaría nuestra envidia y admiración.
Estuve con una mina, dijo, así, de sopetón. ¡No! ¿te desvirgaste? dijo el Tito. Bueno, desvirgarme, no sé, vos sabés que yo ya había estado con mi prima. Dejate de joder, Mario, eso fue cuando tenías ocho años, jugaste al doctor como hacíamos todos con nuestras primas, no me vas a decir que te desvirgaste ahí, dije yo. No, bueno, está bien, sí, fue la primera vez con una mina de verdad. Y quién es la mina, pregunté. La mujer del Cholo, el verdulero ¿Qué? ¿El Cholo está casado? preguntó el Tito. No, Tito, hace poco trajo una mina. Vive con él pero no es la esposa, para mí que la hace trabajar pero él la presenta como su mujer. A mí me avivó el Américo, viste, el mecánico que vive al lado de mi casa. Él me consiguió la cita. Che, Mario, me dijo, ¿querés debutar? Y cómo no, dije yo. Hace tiempo que veníamos hablando de eso, él me contaba de su primera vez, viste, a él un tío lo llevó a un quilombo en Rosario, pero yo no tengo tío, así que... Tengo la mina, me dijo, se llama Estela, la que vive con el Cholo. Estás loco, le dije, el Cholo me mata. Tranquilo, la mina labura, me dijo. Le dicen la comehombres ¿te animás?
Hay que conseguir forros, recuerdo que dijo el Mario, porque ustedes quieren venir ¿no? Venir a dónde, dije yo. A verla a la Estela, la comehombres, a desvirgarse ¿o tenés miedo? ¿Miedo? ¡Cómo miedo! ¿Estás en pedo? Si es lo que más quiero. Además, alguna vez hay que empezar ¿no? Y a vos te fue bien ¿Bien? Ni te imaginás lo que es eso. Yo no sé, dijo el Tito, si me agarra mi abuelo. Mirá, para el jueves a la noche yo puedo arreglar una cita, mi viejo tiene que llevar unos gallos a Venado Tuerto y mi vieja lo va a acompañar, así que decídanse, dijo el Mario. El jueves mi abuelo está de guardia, podría ser. Yo no tengo problemas, dije, mi vieja, que se había separado de mi viejo hacía unos meses, se había pasado los días llorando y tirada en la cama durante un tiempo, pero ahora, que había conseguido novio, estaba siempre de fiesta. Casi nunca paraba en casa, el tipo ocupaba toda su atención, a mí ni bola. No se daba cuenta de si yo estaba o no estaba, si iba a la escuela o no iba, si comía o no comía, si dormía o no dormía. Démosle para adelante, dije. Bueno, hecho, dijo el Mario, yo consigo los forros, por eso no se hagan problemas, se los pido al Américo. ¿Ustedes saben por dónde vive el Cholo? Cerca de la ruta, dije. Sí hay que cruzar la ruta ¡cuidado! Abran bien los ojos, no quiero volver con un muerto, eh. Yo la esperé en una esquina donde hay una casa abandonada, es fácil entrar, ahí ella tiró un colchón en el piso ¿Un colchón en el piso? dijo el Tito. Y qué querés, cama de agua y aire acondicionado, dale, no seas maricón, lo desafió el Mario. Eso, el Mario tiene razón, hay que empezar, dije yo, mirá si después sin darte cuenta te hacés puto. Un poco de julepe me da, Mario, para qué te lo voy a negar, agregué tratando de ser sincero, pero capaz que si uno se demora mucho le entra el gustito por los tipos. Tenés razón, Juan, y esta es la edad justa, fijate si no en Marquitos, el pibe de la otra cuadra, viste como lo cargan en la escuela. Sí, pobre, me da lástima, es un buen pibe, pero no quiero que me pase eso, que te anden jodiendo todo el día, que nadie quiera ser amigo tuyo, que no te inviten a jugar a la pelota y tener que estar todos los recreos con las chicas jugando a la mancha, no, la verdad es que no quiero eso. Y vos, Tito, remató el Mario, agradecé que podés empezar tan temprano, agradecé la oportunidad que te doy, ojalá me hubiera pasado a mí.
Dejamos las bicicletas apoyadas en la pared, yo había ido con la rodado veintiocho que había sido de mi viejo y me quedaba un poco grande, después nos sentamos en el umbral de la puerta de entrada, umbral alto, listo para soportar inundaciones cada vez que al arroyo le daba por desbordar. Era una casa de paredes de ladrillo sin revocar, en los huequitos entre ladrillo y ladrillo, donde la argamasa se había ido cayendo producto de las lluvias y el paso del tiempo, proliferaban los nidos de araña, yo los miraba y pensaba lo lindo que estaba para meterles unos petardos. Para año nuevo, que era la época en que me daban unos pesos para comprar algo de pirotecnia, buscaba ese tipo de paredes y me entretenía con eso, le tenía una bronca a las arañas… y aunque no les hubiera tenido bronca, igual me resultaba muy divertido hacerles la guerra mientras fantaseaba que estaba combatiendo con los nazis. Pasaba el tiempo y la Estela no aparecía, nos pusimos a hablar de fantasmas y de aparecidos. Decían que la llorona había vuelto a salir por el lado del parquecito Argentino. El Tito temblaba de miedo de sólo pensar en encontrarse con ella, se acordaba de una vez que el abuelo le contó que lo había perseguido la luz mala, pero yo no le creía nada, ese viejo se divertía asustando a los pibes, ya me había tocado escucharlo contando esas macanas y, por algunas noches, había perdido el sueño.
Había pasado más de una hora y la Estela no llegaba. ¿Y si nos vamos?, dije yo, me parece que ya no va a venir. De pronto de entre las sombras de los plátanos de la vereda apareció el Cholo a los gritos, traía un palo grueso como un garrote en la mano. ¿Qué hacen ustedes acá, pendejos? ¿No estarán esperando a la Estela ¿no? Sin decir palabra el Tito y yo nos montamos a las bicicletas como si fuéramos expertos jinetes de una película de cowboy y salimos rajando, pero casi llegando a la ruta mi bici patinó en el barro de la banquina y caí sobre el asfalto. El colectivo alcanzó a frenar apenas a unos centímetros de mi cabeza. El Cholo tiró el garrote a un costado y vino corriendo a mi lado. Qué hiciste, pibe, decía mientras me ayudaba a levantarme, mirá cómo te pusiste, estás todo embarrado. Despacito, no tengas miedo, vení conmigo, dijo. El colectivero al ver que estaba bien siguió su camino. El Tito escapó a los santos pedos, me dijo después que se pasó como una hora rezando y llorando ante la estatua de la virgen que está en la plaza frente a la iglesia. Del Mario, que pocos días después, se mudó a Venado Tuerto, no volví a tener noticias. El Cholo me llevó hasta la casa y le pidió a la Estela que me ayudara a lavarme la cara y las rodillas que tenía lastimadas y sucias. Después me acompañó hasta donde había quedado la bici, tranquilo, pibe, me dijo palmeándome la espalda, yo no les iba a hacer nada, era una joda del Mario, él me convenció, qué pendejo atorrante, jejeje, reía aspirando la carcajada, como con vergüenza pero también con deleite. Pero vos, me dijo muy serio mientras me señalaba con el índice, mejor que aprendas a andar bien en esa bicicleta, no seas pelotudo, así te vas a matar.