Las coleccionaban con devoción. Gauguin las llevaba en sus viajes a Tahití, Toulouse Lautrec las imitaba en su firma y para Van Gogh eran fuente de inspiración directa. En Europa, las estampas japonesas o Ukiyo-e, circulaban entre los pintores y los amantes del arte como tesoros de flores secas. “Mirar estas obras me hace sentir mucho más alegre y feliz”, le escribió Van Gogh a su hermano Theo desde la soledad de Arlés.
El género del grabado (también llamado “pinturas del mundo flotante”) nace en Japón en el siglo XVII, es autónomo respecto de la pintura pero al mismo tiempo una variación de ella, situación a la que hace honor el nombre de la exposición Variaciones y autonomía. Grabados contemporáneos de Japón.
A diferencia de los tradicionales Ukiyo-e que solían tener paisajes y escenas costumbristas de la vida diaria, las 42 obras que se exponen –todas realizadas en la década del 70 y el 80– ampliaron la técnica del grabado, método de una importancia enorme no sólo en el arte, sino en la historia y la política, por la capacidad de imprimir muchas reproducciones de una misma matriz.
Las estampas y los grabados eran históricamente accesibles, dado que podían ser producidos de forma masiva. Por lo general, eran adquiridos por personas sin suficiente nivel económico como para poder comprarse una pintura original, aunque esto cambió en el siglo XX, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, momento en que la técnica del grabado cobró en Japón una dimensión desconocida hasta entonces, coincidiendo con un incremento del valor de esas piezas en el mercado, aunque ahora ya sin bellas cortesanas, paisajes o robustos luchadores de sumo ni shungas (escenas de sexo explícito). Los diez artistas que exponen pertenecen a esa generación, entre ellos la prolífica Toeko Tatsuno, el amante del arte bizantino y de Mondrian Masanari Murai y el polémico Naoyoshi Hikosaka, que a sus 71 años sigue produciendo obra en Tokio.
El lenguaje secreto
Quien tiró la primera piedra fue el monje zen Sengai, que cien años antes que Malévich dibujó con su pincel un triángulo, un círculo y un cuadrado y llamó a su obra El universo. La idea de que la matemática es el lenguaje secreto de la creación eclipsaba la historia del arte japonés, donde las estampas pululaban con imágenes costumbristas, retratos de bellas mujeres y paisajes. La figuración y el realismo daban paso a un lenguaje de una sencillez exquisita y de una profunda austeridad. El viento como pincelada, las olas de una inundación como flechas celulares sobre un turquesa increíble, soles que son círculos y pájaros que son ojos detenidos en formas geométricas negras.
En la dialéctica entre lo nuevo y lo tradicional, sello de la idiosincrasia japonesa, con semblante budista y con una técnica impecable: algo que no llama la atención en una cultura en la que los artesanos buscaron siempre mimetizarse con sus materiales, perfeccionando gradualmente sus métodos en un oficio que es a su vez rito. Es que el espíritu okami vive en todo, según la leyenda, especialmente en los árboles. Los primeros japoneses llegaron del cielo y descendieron usando cipreses como escaleras. El amor y respeto por la naturaleza sigue presente en las imágenes contemporáneas, otro rasgo que explica que la madera siga siendo la base de su arquitectura.
Tatsuno Toeko, una de las artistas que expone, contó en una entrevista: “Quería producir un espacio pictórico con un sentido de lo real, pero que exista solo en sí mismo. Para hacer esto, no había otra cosa que hacer más que pintar. Dejo que el espíritu me mueva con variaciones en el color y la textura surge por el contraste entre los espacios pintados y los vacíos. Estaba tratando de transformar radicalmente mi pintura sólo a través de la acción, sin una idea previa o predeterminada”. Sus serigrafías tienen destellos de una geometría blanda con una riqueza plástica asombrosa.
Como las litografías de Tabuchi Yasukazu, variaciones de Pradera de primavera en la que pinceladas de pétalos estallan hasta un cielo fuxia. O las serigrafías de Hilosaka Naoyoshi con sus registros de inundaciones, donde formas recortadas de falos y flechas pujan hacia el cielo, compitiendo con el mismo océano. O el Hombre Lechuza, con una belleza cercana al arte textil.
Kusama Yayoi es uno de los discípulos más doctrinarios del monje zen Sengai. Sus aguafuertes, Hierba, Sin fin, y Red Infinita, construidos con blanco y negro, líneas y círculos, con ínfimos desvíos en sus trazos que en su gracia habilitan un universo entero. La complejidad de la existencia, la nobleza y la potencia de la naturaleza, del barro, la paja, el bambú.
Murakami Tomoharu desarrolla un lenguaje más contemporáneo, trabajando sobre tablas de piedra con estructuras cuadradas que se repiten como patrones, plasmando una versión manual de una imagen digital.
Balance y flexibilidad
Los artistas conservan todavía algo de la era de los guerreros y la filosofía samurai, que implicaba a su vez un modo de vida. Los guerreros debían ser honestos, frugales e incorruptos, y depositaban en un objeto ajeno, su espada, su orgullo y honor. La espada era construída por un fabricante que heredaba de una cadena de generaciones el conocimiento y la técnica. Balance y flexibilidad –cualidades que están presentes en los grabados– determinaban el funcionamiento de la espada. El objetivo era la gracia en el uso, y cuánto más pesada era, más años requería de práctica.
Flexibilidad, precisión, movimiento, como en el ritual de la ceremonia del té, cuyos tazones de cerámica moldeados a mano, mantienen viva la tradición alfarera, aunque las ruedas de pie hayan sido reemplazadas por pequeños motores. Como en los grabados, el truco en el moldeado es hacerlo parejo, armónico, pero la cualidad más valorada es aquella pequeña irregularidad que hace única a la pieza.
Espejos mágicos que, como en la obra Cuatro Esquinas de Nakazato Hitoshi, unas pocas líneas y puntos, con toda su expresividad austera, deciden con arbitrariedad y certeza, toda la potencia y el vacío del mundo.
Variaciones y autonomía. Grabados contemporáneos de Japón se puede visitar hasta el 20 de agosto en el Museo Nacional de Bellas Artes, Avenida del Libertador 1473.