Se dice que en el nombre está el destino. Tal vez por ello no haya sido una buena idea ponerle Espartaco a la organización que, inspirada en la revolución rusa, lideró la insurgencia alemana en los primeros días de 1919. Si bien la rebelión de los esclavos que había conmovido al Imperio Romano alimentó durante dos milenios la imaginación revolucionaria, su final infausto anunciaba un destino de catástrofe; al igual que el intento de implantar el socialismo en la patria de Marx, había terminado en masacre. A dos semanas de fundar el Partido Comunista, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, sus máximos dirigentes, fueron brutalmente asesinados por bandas paramilitares durante el alzamiento insurreccional que fue sofocado a sangre y fuego. Era la antesala del proceso que desembocaría en el nazismo. En Argentina, entretanto, sucedía algo similar: la Semana Trágica, estrictamente contemporánea, inauguraba una nueva etapa tanto en la protesta como en su represión.
Entre quienes militaban en la Liga Espartaquista figuraba un joven obrero metalúrgico, tornero, llamado Enrique Giesch, que, sin que se sepa a ciencia cierta de qué forma, logró huir hacia América. Su primer destino fue México, territorio de exilios, en particular de la disidencia marxista -notoriamente, de Trotsky y sus seguidores, entre quienes es probable que se haya situado Giesch. Quien, tras una temporada en Bolivia, otro país con gran presencia trotskista en el seno de su movimiento minero, se estableció en Santiago del Estero. Corren los años treinta. En un ambiente donde campeaban intelectuales de la talla de Bernardo Canal Feijó, de fuerte impronta americanista, que sería cuna del indoamericanismo revolucionario argentino de la mano de los hermanos Santucho, Giesch comenzó su labor de publicista y pedagogo del marxismo. Según algunos de sus discípulos sus claves de lectura abrevaban en los cursos de Economía Política que dictara Rosa Luxemburgo en los cuales, en forma preclara, veía en las formaciones sociales prehispánicas las modalidades de organización comunitaria que prefiguraban el socialismo.
Algunos de los pocos textos que fueron rescatados en una reciente publicación debida al sociólogo Pablo Gallardo (“Enrique Giesch, el profeta rojo”, Editora La Vanguardia, 2019) muestran el carácter de sus intervenciones. En la revista Claridad de Antonio Zamora, vinculada al Partido Socialista, no solo publicó artículos denunciando la situación social calamitosa de los campesinos santiagueños sino que dio a conocer una aclaración sobre aspectos del socialismo alemán que conocía de primera mano. Aunque los rastros de su estela militante son difusos, se pudo constatar su traslado a Capitán Bermúdez, en Santa Fe, donde trabajó en la compañía Celulosa Argentina, y su traspaso hacia los años cincuenta a la sucursal Zárate de la empresa, donde ejercería un rol determinante para la formación de cuadros políticos durante al menos dos décadas.
Suele describirse a esa zona con la palabra “enclave” a la que se le agrega la palabra “estratégico”. Encrucijada geográfica, lo es también social, política y cultural. Se podría decir que los dos extremos del arco social en que se desenvuelve la vida de Zárate son los trabajadores científicos de la central nuclear de Atucha y los pescadores indígenas guaraníes. Es decir, tecnología de alta gama y producción primaria tradicional. En el medio, un círculo de industrias chicas y medianas que han ido languideciendo con las vicisitudes del país, y la cercanía de la gran industria automotriz en Campana que durante medio siglo traccionó sobre el arco político de la región.
Quien camine las calles de Zárate percibe rápido la diferencia con otras ciudades de la provincia: la falta de una arquitectura estentórea que denote la presencia de una burguesía local se vuelve palmaria. Casas bajas y barrios populares, hablan del carácter predominante obrero de la ciudad. Lo cual se hace aún más evidente en las instituciones culturales; cines, teatros, bibliotecas y clubes son estrictamente animados por muy activos militantes surgidos del mundo de los trabajadores. Es, acaso, junto con las ciudades del conurbano sur, de las más característicamente proletarias en su composición social. Debido a ello a lo largo del siglo veinte fue notable el desarrollo de las organizaciones de izquierda, que expresaban el anhelo redentor de la clase trabajadora. Figuras de grandes dirigentes como José Peter, fundador del gremio de la Carne, de extracción comunista, y Cipriano Reyes, el futuro adalid del Laborismo, vivieron, trabajaron y militaron años en el sindicalismo local. Además de la presencia socialista y comunista oficial, la infinita variedad de organizaciones heterodoxas del espectro marxista tuvieron fuerte participación en la vida de la ciudad. Un caso significativo es el de Concentración Obrera, el partido creado por José Penelón -fundador y primer secretario del Partido Comunista que tras la muerte de Lenin fue desplazado desde Moscú por el sector de Ghioldi y Codovila- que, pese a la peronización y radicalización de muchos de sus militantes, duró hasta los años sesenta. En ese contexto Enrique Giesch encontró su lugar como difusor del marxismo y formador de juventudes, y lo hizo desde la Biblioteca José Ingenieros -que en algún momento se llamó Lenin- que sigue siendo uno de los núcleos más activos de la cultura zarateña.
Es de presumir que Giesch tuvo cierta influencia en el joven Raúl Sciarretta, que, tras un breve lapso en que trabajó durante el peronismo como secretario del Ministro de Salud Ramón Carrillo, para fines de los cincuenta había adscripto al comunismo y se abocaba a la indagación de sus claves filosóficas en uno de los derroteros más singulares de su generación. Hombre erudito, proveniente, como todo zarateño, de un hogar humilde, humildísimo él mismo, Sciarretta pasó brevemente por la Facultad de Filosofía y Letras donde entabló un fuerte vínculo discipular con Carlos Astrada, el mayor filósofo que dio nuestro país. Pero su camino sería el autodidactismo, la publicística y la pedagogía, lo que le dio una libertad sin limites para bucear en los meandros del pensamiento crítico del siglo. Tradujo a Tran-Duc-Thao, el filósofo vietnamita que intentó unir fenomenología y pensamiento dialéctico, a Antonio Gramsci (“Los intelectuales y la organización de la cultura”, en la legendaria edición de tapas verde oliva de la editorial Lautaro, inspirada por Héctor Agosti), y, ya en los setenta, a poco de marchar al exilio, el primer volumen de “El Capital” de Marx, de la versión francesa de Althusser, expurgada de hegelianismos.
Tuvo un rol preponderante en la discusión sobre los nuevos marxismos de los años sesenta: ofició como comisario ideológico de la ortodoxia comunista en Cuadernos de Cultura al discutir con José Aricó y Oscar del Barco los lineamientos de la recién fundada revista Pasado y Presente, que acabó con la expulsión del grupo cordobés del partido, y luego adhirió a la vertiente más heterodoxa que animaría la filosofía de los setenta: el estructuralismo, del cual fue difusor y crítico. Su vínculo por entonces con Oscar Masotta lo condujo al descubrimiento de la obra de Jacques Lacan, del cual sería uno de sus introductores y difusores, tanto en Argentina como en París. Su oficio de docente en grupos de estudio privados durante las dictaduras de Ongania y Lanusse -llegó a tener más de trescientos alumnos- le permitió sobrevivir hasta que hacia 1974 fue designado en Eudeba por Arturo Jauretche como editor de las “Obras Completas” de Carlos Astrada, tarea que se vio truncada por la intervención de Ottalagano.
Es fama que en Francia preparaba alumnos de la Sorbona -él, que apenas había pisado la universidad- y formaba analistas que salían algo mareados de los seminarios de Lacan, labor que continuó haciendo a su regreso al país. Al igual que Griesch, Sciarretta escribió poco, apenas algunos artículos más o menos de circunstancias, pero su labor como maestro de juventudes repica aún en la memoria de varias generaciones. Entre ellos, en Luis Mattini, el último miembro sobreviviente del Comité Central de Partido Revolucionario de los Trabajadores, que recuerda a ambos como quienes brindaron las coordenadas de origen de las tradiciones de pensamiento crítico para buena parte de la Nueva Izquierda. Una gran lista de personas vinculadas al psicoanálisis en Rosario, La Plata o Buenos Aires reconocen en Sciarretta a un maestro fundacional en la transmisión del pensamiento de Lacan a la altura de Oscar Masotta. Ambos, Giesch y Sciarretta, en la era de la normalización institucional de saberes y las especializaciones que capturan y neutralizan los discursos más salvajes con que el pensamiento crítico suele renovarse a sí mismo, son figuras hoy impensables. Su fuerte marca territorial y el sesgo de clase de su enseñanza militante, son un llamado a reflexionar sobre los modos en que la palabra intelectual se articula con los colectivos humanos.