Por John J. Winters
San Shepard cuenta una historia sobre su padre, que trabajaba en un depósito de libros poco antes de que se divorciara. En el depósito, Sam Rogers –el verdadero nombre de Sam Shepard es Samuel Shepard Rogers III– encontró una copia de la primera recopilación de obras teatrales de su hijo. Dijo: “Este es un impostor”. “Lo vio y no creyó que fuese yo”, dice Shepard. Así de ancha era la distancia que no paraba de crecer entre padre e hijo.
Después de años de viajar por Texas de aquí para allá, Sam Rogers se estableció en Santa Fe, Nuevo México, en 1975. Vivió en varios departamentos e incluso en un trailer, gastando sus cheques de jubilado militar en alquileres y alcohol. Rara vez trabajaba.
Más tarde ese mismo año, ya totalmente quebrado, Rogers se resbaló en el hielo y se lastimó el codo. La herida se infectó y para evitar la sepsis fue al hospital. En enero de 1976, le escribió una carta a su hijo pidiéndole que pagara la cuenta de la internación y también sus deudas de alquiler. No era la primera vez que su padre le pedía ayuda. Shepard le envió el dinero y el 24 de febrero, el padre finalmente le envió un agradecimiento. Empezó la carta llamando a su hijo por el viejo apodo familiar, pero después escribió: “Creo que llamarte Steve es medio anticuado. Te voy a llamar Sam a partir de ahora, ¿qué te parece?”.
La carta ofrece un retrato de la desolación del padre porque reconstruye de manera conmovedora cómo Rogers había tomado bajo su cuidado a un joven de 23 años que encontró durmiendo en un viejo Toyota. Invitó a este chico a dormir en el piso del motel donde paraba y durante seis meses fueron buenos amigos. Un día el chico se fue. El padre le escribió a Shepard que estaba “desolado”. “Esto me ha causado una gran soledad en la vida que nunca podré realmente explicar”.
Durante los siguiente ocho años de la vida de Sam Rogers, Shepard lo visitó con frecuencia. De todos modos, la grieta abierta entre ellos nunca se cerró. Estas visitas y los años vividos bajo el techo del padre alimentaron la imaginación del dramaturgo. La figura paterna de los mejores trabajos de Shepard, en general indistinguible de la figura real, pronto cobraría vida en los escenarios del mundo cuando Shepard empezó a entregar las obras que cimentarían su reputación.
Las semillas de Niño enterrado (Buried Child) están en un anotador de Shepard de 1974. En esas notas, sin embargo, el elemento clave, que es el niño enterrado en el patio trasero, no existe. La inspiración vino de una fuente relativamente mundana, como Shepard lo recordaba cuatro décadas después. “Lo saqué de una noticia del diario. Se trataba de la exhumación accidental de un chico en una casa”. El otro elemento era la noción de un hombre joven que vuelve a casa, al seno de su familia disfuncional. Para eso, Shepard se basó en una visita a su familia real que hizo en 1966, cuando él y su novia de entonces, Joyce Aaron, manejaron desde Nueva York hasta California para visitar la casa natal en Bradbury. Las extrañas idas y venidas que hicieron de Niño enterrado una pieza tan memorable no fueron exactamente iguales, pero fue un regreso a casa muy complicado. Aaron recuerda: “Fue una visita muy extraña, muy peculiar e incómoda. Lo que se sentía en la casa era inquietante”.
En la obra, Joyce se convierte en el personaje de Shelly y para fines de 1977, Shepard había completado el primer borrador. Una diferencia mayor entre esta versión y la final es la explicación del padre, Dodge, sobre el niño en cuestión. En la primera versión de 1977, el patriarca admite haber matado al niño, pero se justifica diciendo que fue por mandato de Dios, recordando quizá la historia bíblica de Abraham que estaba preparado para hacer ese sacrificio. Esa explicación no quedó en la versión final de Niño enterrado. “Esa obra”, decía Shepard, “nunca quiso ser una pieza realista. Sólo usé elementos de la familia para fabricarla. Hay elementos de la verdad, de lo que realmente pasaba, pero nunca me importó un pito la verdad, ni entonces ni ahora”.
Shepard solía contar la historia sobre la reacción de su padre cuando vio la producción de Niño enterrado en Santa Fe. “Se le metió en la cabeza ir, estaba dando vueltas sobre sí mismo de borracho, arrastrándose prácticamente, y les hablaba a los personajes. Se puso de pie y empezó a hacer ruidos. Definitivamente estableció una relación personal con la producción. Cuando el público finalmente descubrió que era mi papá, todo el mundo se paró y lo ovacionaron de pie. Él estaba en shock”. Otras versiones de la historia, también contadas por Shepard, dicen que el padre fue escoltado fuera del teatro por los de seguridad, aunque fue reingresado cuando averiguaron que era el padre del dramaturgo.
Cuando manejaba entre Texas y el set de la película Resurrection a mediados de abril de 1979, Shepard llegó a su casa y se encontró con una grata sorpresa. Era un telegrama: anunciaba que Niño enterrado había ganado el premio Pulitzer. Sin embargo, las noticias no lo hicieron saltar de felicidad: dijo, y se reprodujo con frecuencia, que hubiese preferido ganar un concurso en el rodeo local. De hecho, dijo algo peor: “Ganar el Pulitzer es como saber de una enfermedad terminal. Algo que hay que atravesar para poder seguir adelante”.
Shepard estaba tan nervioso esa mañana de 1981 que se probó tres combinaciones de ropa diferentes en su cuarto de motel en Hollywood antes de decidirse por un par de corderoys y botas texanas. Incluso le dedicó tiempo a pensar sobre si se dejaba desprendido el primer botón de la camisa o no. No quería parecer “demasiado Hollywood”. Salió con todo abrochado. Cuando llegó al Santa Monica Boulevard se quedó dando vueltas con el coche, para llegar despreocupadamente tarde. Ese plan falló y se encontró en una oficina matando el tiempo, hojeando revistas. Estaba ahí para conocer a la actriz Jessica Lange y hablar con Graeme Clifford, que iba a dirigir la película basada en la vida de Frances Farmer. A Shepard se lo consideraba para el papel de su amante y confidente, el cuasi-ficcional Harry York. Para desafiar su imagen de bomba rubia, Lange llegó con un carrito de bebé –llevaba a su hija–, con un sweater azul muy suelto, una pollera blanca, medias blancas y anteojos de marco grueso. ¿Estaba tratando de dar la impresión de que ella “era más que un buen culo”, como se decía? Sam Shepard pensó que sí y no pudo evitar subestimarla. La consideró “una chica universitaria, una de estas tontas chicas de las hermandades de campus”.
Quizá Lange sintió esto. Casi no lo miró a los ojos y pasó el rato juntos jugando con su hija bebé. Hablaron de cosas básicas. Sólo parecía animada cuando hablaba del personaje de Frances Farmer,que había estudiado bien. Cuando hubo más silencio que charla, Shepard decidió que había sido suficiente. Se dieron la mano y se despidieron.
El recuerdo del director es bastante diferente. Él había pedido la reunión para juntarlos, ver si a ella le gustaba él, y si había química. Los tres pasaron unos minutos juntos pero después de un rato Clifford se excusó para hacer una llamada, dejándolos solos a propósito para ver qué pasaba. Cuando volvió, las cosas funcionaban: “Estaban encendidos como una casa en llamas y después Jessica me dijo que él le gustaba mucho y estaría muy feliz si interpretaba a Harry York. Así que lo contratamos”. La interpretación de Frances sería nominada al Oscar; ese mismo año ganó como Mejor Actriz de Reparto por Tootsie).
Poco después, en el set,empezaron una relación que duraría treinta años. Sam Shepard estaba casado con la actriz O-Lan Jones y tenía un hijo adolescente. Lange y Shepard eran similares en muchos sentidos. Los dos crecieron con padres difíciles y alcohólicos. Compartían la inquietud artística con la ambición por el éxito. Y los dos estaban seguros de lo que querían en sus carreras. Jeff Bridges dice de Lange: “Ella maneja el show, nadie la maneja a ella”. O como lo expresó su compañero en El cartero llama dos veces, Jack Nicholson: “Jessica es una cruza entre una cierva y un Buick”.
Ella y Shepard se enamoraron en el rodaje, pero tuvieron que mantener su relación en secreto. Una vez que trascendió a la película, no fue fácil. En enero de 1982, los fotógrafos los descubrieron saliendo del restaurant The Port en West Hollywood. La imagen de Shepard enojado arrojando su campera a los paparazzi dio la vuelta al mundo. Pero pasó todo un año hasta que dejó a su mujer y se mudó con Lange.
La relación secreta, la excitación y la enorme frustración que le produjo, afectó la versión final de su siguiente obra de teatro, Locos de amor, que estaba escribiendo en ese momento. En marzo de 1982 esbozó en su anotador una sinopsis de la obra que se lee como una autobiografía apenas velada. Eddie y May son víctimas de un tipo de amor que no osa decir su nombre: el incesto. Era una forma de amor prohibido. Una forma distinta de la que de a poco los envolvía a él y Jessica pero que funcionaba como espejo. Para Shepard, las relaciones entre hombres y mujeres solían ser “terribles e imposibles”.
Locos de amor se estrenó en febrero de 1983 en el Magic Theatre de San Francisco. El personaje del padre, una aparición fantasmal que solo ve Eddie, no sólo revela la verdadera conexión de los amantes, sino que tienta al hijo a seguir sus pasos. Como en muchas de las obras “familiares” de Shepard, la madre tiene un rol importante en el descalabro general y es uno de los centros de la pieza. En Locos de amor, Shepard mezcla pasado y presente, dejando que el público sea testigo de las causas y efectos del amor ilícito. La moraleja de la ora, demostrada por la infidelidad del padre y la atracción que sienten Eddie y May, es que el amor verdadero tiene un destino que no puede ser negado. Shepard posiblemente llegó a esta conclusión cuando entraba en su relación con Lange.
La obra fue finalista del Pulitzer y se mudó a Nueva York en 1983 pero Shepard, que la dirigía, estuvo casi siempre ausente de sus funciones. Se había ido a Lange a comenzar su nueva vida.
Aunque se la repone con frecuencia e incluso tuvo una temporada en Broadway en 2016, Locos de amor no ha envejecido bien según la mirada de Shepard. En el mejor de los casos, tiene opiniones encontradas: “Incluso las tenía cuando la terminé. Parte de mí mira Locos de amor y dice ‘esto es genial’ y otra parte cree que es realmente cursi, un melodrama cuasi realista. No me satisface. No creo que la obra se haya encontrado a sí misma”.
Shepard dejó a su familia en marzo de 1983: un hijo de trece años que lo idolatraba y una mujer “muy enojada”. El daño no se limitaba a ellos: Shepard asegura que se sintió acosado por la culpa durante décadas. “Creo que el dolor mayor fue dejar a mi hijo en su momento más vulnerable, haciendo la transición de niño a adulto; justo ahí su padre virtualmente lo abandona. Eso fue lo más difícil”, contó treinta años después. “Por eso retrasé huir con Jessica. Me daba cuenta del daño que causaría”.
Las cosas en su nueva vida, entretanto, no eran fáciles. Al principio, su nueva pareja se caía a pedazos. “Cuando empezamos, nunca fue con la intención de seguir juntos, tener una familia, todas estas cosas normales”, dijo Lange. “Él estaba casado y yo tenía una bebé. Era un romance increíblemente apasionado. Pero no lo pudimos dejar ahí. Cuando estábamos juntos éramos salvajes: bebíamos, nos peleábamos, caminábamos por la autopista tratando de escaparnos uno del otro. Cosas realmente salvajes. Yo no quería seguir en esa dirección. Dejamos de hablar. Después, gracias al trabajo de buenos amigos, volvimos a ponernos en contacto. Y eso fue todo”.
Cinco meses después de mudarse con Jessica, Shepard le escribió a su amigo Joe Chaikin: “Todavía estoy en un extraño momento de transición. Este cambio está lleno de emociones poderosas, de las más violentas a las más tiernas. Estoy exhausto y al mismo tiempo eufórico. Es como si un huracán me hubiese arrastrado hasta un país extranjero”.
Wim Wenders se pasó dos meses en 1983 viajando por el suroeste de Estados Unidos preparándose para su siguiente película. Estaba solo, acompañado solamente por su cámara Plaubel Marina 6 x 7 mientras andaba por los caminos de Texas, Arizona, Nuevo México y California. No estaba buscando locaciones sino más bien enamorándose de la luz de esa parte del país. Ya tenía en mente quién sería el compañero para su siguiente proyecto, la película Paris, Texas. Wenders ya había querido que Shepard hiciera de Dashiell Hammet en su película de 1982, pero no pudo convencer a los productores de contratar a un protagonista que era una cara demasiado nueva. La oportunidad de trabajar juntos llegó en 1983 cuando Shepard estaba listo para el estreno de Locos de amor en San Francisco. Los dos hombres se retiraban muchas tardes al bar local, Tosca, a jugar al pool y contarse historias para tratar de encontrar un “territorio en común”, según Wenders.
Crónicas de motel, la colección de poesía y prosa que Shepard había publicado el año anterior fue el punto de partida. El director quería hacer una película sobre sus historias vagamente relacionadas. La idea de Shepard era “tomar la esencia de las historias”. Así que Crónicas de motel no fue adaptada directamente sino que más bien fue el arco y la estética de Paris, Texas. Sin embargo, hubo algo que fue el disparador. Para Wenders “fue una frase: la imagen de alguien dejando la autopista que se internaba en el desierto”.
Shepard escribió en su cuaderno de notas nueve cosas sobre las que la película debía tratarse. Incluían la familia, el tiempo, la memoria y sobre todo uno de sus temas recurrentes: la sensación de estar perdido.
Paris Texas cobró vida una vez que la idea de ese personaje mudo llamado Travis se iba a caminar por el desierto. A propósito, siguieron construyendo hacia delante sin trama y sin una hoja de ruta: Shepard y Wenders pensaron la historia escena a escena. A la noche, Shepard iba a casa y convertía ideas en páginas de diálogo. Nunca escribieron un final por miedo a “apurarlo o ir más allá de lo que sabíamos de la historia”. Wenders esperaba que Shepard actuase el papel de Travis. Decepcionado, recuerda: “Insistió con fuerza en que ser el guionista le impedía actuar en la película”.
Cuando en marzo Shepard dejó a su familia para irse a vivir con Jessica Lange, el guión quedó en suspenso. Para abril, sin embargo, Wenders estaba en la nueva casa de Shepard en Santa Fe, donde la colaboración continuó. El rodaje se retrasó hasta principios de octubre, lo que significaba que Shepard no iba a estar disponible para trabajar en la última parte del guión con el método elegido, porque tenía el compromiso de filmar la película Country con Lange en Iowa.
En diciembre, en el brutal calor del suroeste, el rodaje de Paris, Texas tuvo que ser interrumpido de vuelta mientras Wenders esperaba que llegase el dinero de los productores desde Europa. Escribió que esperar continuamente el dinero era “una pesadilla”. Al mirar lo filmado, lo decepcionaron lo que le parecían cambios en actitud y en narrativa. También temía que el personaje de Nastassja Kinski, tal como estaba, era demasiado insustancial para una actriz de su fama y calibre. La película estaba en crisis.
El director se sentó un par de días durante el recreo obligatorio y delineó un final. Incluía una idea de la escena del peep show. Pero tenían que convertirse en un guión. Shepard seguía en Iowa. “Le mandé lo escrito a Sam, lo llamé y le dije: ‘Sam, no importa lo ocupado que estés. Por favor, lo tenés que escribir’. Me contestó que rodara hasta el peep show y que él escribiría la escena, que la llenara de alguna manera”. Kit Carson, el padre del niño actor de la película, Hunter Carson, reemplazó el hueco con escenas y diálogo y el rodaje continuó.
En Iowa, Shepard tomó lo delineado y los fragmentos de diálogo que le había dado Wenders y escribió el final de Paris, Texas. Lo escribió a mano en su habitual bloc de notas amarillo y llamó a Wenders: la llamada, de larga distancia, duró desde la medianoche hasta las 6 de la mañana. “Lo escribió en una noche y me lo pasó la noche siguiente”, cuenta Wenders. “Hizo lo que le pedí y fue glorioso”.