No hay generación sin guerra. Mejor dicho, no existe una generación que no haya sido sacudida por la mano de la guerra. Tarde o temprano, en directo o en delay, todos los hombres y mujeres nos enfrentamos con sus sismos, transformaciones y penas. La guerra que combatió el escritor alemán Ralf Rothmann no fue en las trincheras contra el ejército Rojo; tampoco vistió uniforme negro con la insignia de la SS, ni descargó una carabina Mauser en el cuerpo de un enemigo. Nacido en 1953 -en pleno proceso de expansión industrial europeo y de reconstrucción de la memoria alemana-, las batallas que dio Rothman, al igual que muchos hijos de la posguerra, fueron puertas adentro, de interior, en su casa. Las bombas, en su infancia y juventud, caían en los silencios de sobremesa; en la mirada mortecina de su padre; en la carga íntima, culposa, de una experiencia límite e histórica que en su familia nunca pudieron convertir en lenguaje.
En la novela Morir en primavera “el poeta del proletariado”, tal como se lo conoce a Ralf Rothmann por su obra centrada en las minas de la Cuenca del Ruhr, le suelta la cuerda a un alter ego suyo y lo enfrenta a su padre. En el primer capítulo, que funciona como una especie de prólogo encubierto, el narrador -en primera persona- quiere escuchar la versión del padre sobre su participación tardía en la Segunda Guerra Mundial: en el bando nazi, claro. En otras palabras, busca completar el tejido de la historia occidental y familiar con la voz del que estuvo ahí.
Walter Urban es el nombre que lleva el padre en la ficción. Tiene apenas sesenta años pero está en las últimas: consumido por más de treinta años de trabajo en las minas de carbón. Desde la cama de un hospital de provincia escucha el pedido de su hijo. Cuando éste termina, frunce la cara y hace silencio, otra vez. Luego, ante la insistencia, como si le encomendara una misión o, mejor, le pidiera un favor sin hacerlo explícito, el padre le dice: “El escritor eres tu”.
En el ensayo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin escribe que los hombres “volvían mudos del campo de batalla (...), no enriquecidos sino más pobres en cuanto a la experiencia comunicable”. El silencio del padre no fue una decisión voluntaria. Por el contrario, desnuda su incapacidad para decir, la dificultad para transformar en verbo la experiencia de la guerra. En este sentido, el encargo al hijo, en su agonía, toma la forma de consuelo, de deseo final, de consumación de un linaje. En los capítulos siguientes de Morir en primavera, en el grueso de la novela, el narrador sigue el mandato de su padre. No por obediencia sino por la necesidad de ponerle palabras y carne a sus fantasmas. Y con una prosa lacónica y justa, como la voz de los combatientes cuando regresan de la guerra, se dispone a narrar la historia de su padre que, también, es otra de las capas de la cebolla de la historia del siglo XX.
Rothmann, a diferencia del primer y último capítulo de Morir en primavera, cuenta los días y noches de Walter Urban en tercera persona. Walter era ordeñador de una granja del norte de Alemania, demasiado joven para ser convocado a luchar en el comienzo de la guerra. Sobre el ocaso, en la primavera de 1945, cuando el ejército alemán empieza a replegarse frente al avance de los aliados, un pelotón de soldados de la SS llega a su pueblo y hace una fiesta en el bar central. Como si fuese una trampera de globos, cervezas y música, una vez terminada la fiesta y tras un encendido discurso patriótico, la mayoría de los hombres se alistan. Los que no levantaron la mano, como Walter y su amigo Fiete, también tuvieron que hacerlo: la exaltación del poder totalitario -materializado en miradas, pisotones, escupitajos, amenazas- no admitía decisiones singulares.
Walter y Fiete, con diecisiete años cada uno, entraron a la guerra esperando su final. Tras el tiempo de instrucción, Walter logra pasar desapercibido siguiendo el manual del buen soldado, y se refugia en el rol de conductor de camiones que le asignaron. En cambio, Fiete, de formación filo-humanista, no concibe la locura racional de las armas y la destrucción, y sólo se mantiene en pie por la esperanza de desertar. Como en la maravillosa novela Años de perro de Günter Grass, Rothmann apela a la amistad entre jóvenes, al afecto entre pares, para contraponer a un paisaje apocalíptico de carreteras humeantes, cargadas de cuerpos fríos y agujereados.
La literatura alemana de posguerra estuvo animada por el autodenominado Grupo 47, compuesto por jóvenes autores y críticos que se proponían escribir sobre los escombros de la segunda Guerra. Los Premio Nobel Heinrich Böll y Günter Grass fueron dos de sus integrantes más conocidos. Siegfried Lenz, autor de la monumental Lección de alemán, también participaba de las reuniones anuales que terminaban consagrando a un autor. De Siegfried Lenz es heredera la literatura de Rothmann; tanto por su apego estético al paisaje, como por la elección de personajes periféricos, desafiados en su ética por acontecimientos históricos que los tocan. Otro de los postulados del Grupo 47 era escribir sobre el “aquí y ahora”. Rothmann lo hace: en Morir en primavera no escribe una historia sobre el final de la guerra, sino sobre la memoria, sobre la culpa que no se desvanece, sobre el trauma bélico que sigue punzando en sus hijos y nietos. Así, en palabras del austriaco Peter Handke, uno de los últimos integrantes en pasar por el trampolín internacional del Grupo 47, con esta novela Rothmann se convirtió en “el autor más significativo de su generación”.
En el capítulo final de Morir en primavera el narrador recupera la voz y el protagonismo de la novela. También la historia vuelve al tiempo presente. El narrador camina por un cementerio blanco y ventoso del norte de Alemania. Cada tanto se detiene frente a alguna lápida y sacude la nieve para ver si cubre el nombre de sus padres. No los encuentra. La historia, su historia familiar, ya no tiene protagonistas que puedan narrarla. En sus manos, en las de sus compañeros de generación, está la posibilidad de contarla, de preguntarse qué hacer en el siglo nuevo con la memoria de la guerra. La ausencia de tumbas, parece decirnos Ralf Rothmann, tal vez sea un indicio de que la misma, aún, no puede considerarse enterrada.