¡Compro heladera, lavarropa, cocina, señora, compro todo usado! ¡Compro! La camionetita un poco destartalada, la bocina sobre el techo, megáfono andante. Una musiquita. Compro, compro. En la mishiadura no hay quien no busque en su casa lo que sobra. Ya nada de donarle al Ejército de Salvación o al Cotolengo. La camioneta pasa despacio, tentando a quien podía tener una caída solidaria. Vamos, baje su cosa que le compro. Atrás viene otra blanca, con sonido de ambulancia, pero mismo megáfono y bocina. ¡Compro, señora, compro, riñón usado, hígado o pulmón, corazón ni hablar! ¡Compro, señor, no sea tímido, algún órgano tendrá! Y si no, un niño o niña, para mercadear.

No, claro que no será así la escena que imaginan los apólogos del mercado de todo lo viviente. No andará la blanca camioneta interrumpiendo la siesta de barrios tranquilos -escribo eso y me recuerda el mito de la Trafic blanca, que retorna un par de veces por año en las zonas de las universidades públicas, para nombrar el miedo al secuestro que se expande entre las muchachas. Pero no será albo transporte de chillonería barrial, sino otras estrategias de mercado, redes sostenidas desde instituciones médicas privadas, que contactan al que necesita dinero con quien necesita órganos; del mismo modo en que hoy se ponen en relación a quien quiere hijxs y quienes alquilan sus vientres. Claro que no es lo mismo, pero como escribe Paula Puebla en Latfem, si no nos sentamos a pensar eso, quedamos entrampadxs bajo la narrativa de las empresas o un maniqueísmo culpador y exculpador --dos caras de lo mismo--. La diferencia entre alquiler y compra, sin embargo, aunque haga temblar cuando se trata de existencias vivientes, es fundamental. Por eso, algo sucede cuando se enuncia a viva voz la idea de comprar y vender lo que sea, partes del (propio) cuerpo o de otros cuerpos, cuando se reclama la libertad de hacer lo que se quiera con lo viviente: se corre un umbral que abre paso al abismo.

Carlos Gamerro, en Las islas --una novela notable, que entre sus muchas capas narra la transformación neoliberal de la sociedad-- imagina una trama en la que los pobres y desesperados son convocados para comprarles sangre pero terminan siendo operados y privados de órganos. Pone esa red al lado de la estafa piramidal como lógica de acumulación y de la construcción de un empresariado que anexa los servicios de inteligencia y se radica en Puerto Madero. Narra los noventas, pero esas imágenes que dispone en la ficción críticamente retornan como enunciados y banderas en boca de una derecha que quiere menos gobernar que inyectar su veneno en la circulación social.

¿Por qué no se pueden vender órganos, si alguien tiene y otra persona necesita?, gritan los apólogos de volver al mundo un supermercado. ¿Por qué no se venden niñxs si a alguien le sobran y otrxs quieren?, redoblan la apuesta imaginando tráficos. La derecha pone esas preguntas, y nosotrxs reaccionamos con escándalo pero a la vez un poco balbuceantes. La falta de discusión pública sobre la subrogación rentada de vientres, entre muchos otros debates ausentes, es parte de ese estado atónito con el que confrontamos una avanzada de las derechas, que sólo podríamos empezar a caracterizar si tomamos en serio lo que significa la radical mercantilización de todo lo existente.

Ya hemos asistido a la conversión de las tierras en mercancía y las aguas siempre están amenazadas del zarpazo. Instituciones públicas han favorecido la patente de las semillas y la fuerza de trabajo, ya desde el fondo de los tiempos --del origen del capital-- es mercancía. Las otras especies son mercancías y los criaderos, industrias. Pero lo humano se mantenía en una especie de sacralidad inviolable y su autonomía e integridad protegida por derechos. Por eso, se puede vender la fuerza de trabajo pero no al trabajador o trabajadora, como ocurría en la trata esclavista; por eso, puede haber contrataciones más o menos precarias y explotadoras, pero no está permitida la reducción a servidumbre de otras personas. Ocurre, es denunciada, hay leyes que permiten denunciar.

Cuando frente a los derechos humanos se erige el grito de compra-venta y se llama libertad a la decisión de someter nuestra propia integridad corporal al mando del capital, el paso al abismo se da: allí, la necesidad se hará más honda --ningún derecho a la vida, ni salario universal--, y cada trabajador/a será libre ya no sólo de contratar su fuerza de trabajo sino de vender las partes de su cuerpo o su propia cría. El hambre regulará el mercado y la humanidad podrá dividirse en partes: los hundidos y los salvados, ahora convertidos en los que se venden y los que pueden comprar. Los que venden, para poder continuar con vida, una parte de su existencia viviente. La sustitución de la idea de derechos --a la vida, a la integridad, a la autonomía-- por la primacía del mercado está en el fondo de una serie de enunciados que no por aparecer dispersos carecen de organicidad. La destitución de la idea de derechos humanos a “curro”, la tachadura de la noción de derechos y la afirmación descarnada del dominio del mercado van de la mano.

Discutir eso es volver a pensar el humanismo con sus contradicciones, como pensó Horacio González en su último y extraordinario libro Humanismo. Impugnación y resistencia. Pero tambien pensar con todos los riesgos, sin temor a esa alucinada carrera de hostilidad que agitan las derechas. Pensar con el temor a ofender es lo que sucede cuando se deja de hablar de derechos, para sustituir esa lengua por la del mérito y el castigo. ¿Cuándo dejamos de hablar de salario universal? Al menos, seguimos sosteniendo la jubilación universal, que agita el corazón turbulento de las derechas sociales confundiendo trabajo realizado con aportes en blanco; indigna al FMI y contrapuntea con las políticas de otros países de postergar el momento en que las personas pueden retirarse de sus trabajos asalariados.

No es moco de pavo la conjunción de esa tendencia a aumentar el tiempo de vida a disposición del capital --la propuesta que unifica a las derechas realistas y con posibilidad o experiencia de gobierno, aquí y en el mundo-- y el alarido, amplificado mediáticamente, de poner la vida entera, su encarnación, en la mesa de intercambios. Unos se refieren al tiempo, los otros a la integridad. Lo que está en juego es el correr el límite, en nombre de la necesidad de las personas y de la racionalidad macroeconómica, de la explotación de lo humano. ¡Compro, señora, señor, compro, lo que tenga a mano para la venta! ¡Algo le debe sobrar! ¿Unos años, un niñito o acaso un ya gastado riñoncito?