Desde Barcelona
UNO Rodríguez leyendo el nuevo libro de ensayos y la nueva novela de Salman Rushdie. En tándem. Y ambas fotos del autor en las solapas de ambos libros ya están desactualizadas. Son las fotos no de alguien apenas más joven sino de un hombre que todavía no había vuelto de la muerte. Y, si se lo piensa un poco, trayendo de allí la certeza --mal que les pese a muchos-- de que, ¡hala!, Allah es grande y que por eso Allah no puede sino desear otra cosa que el que Rushdie siga de este lado y a nuestro lado salvándolo de tanta puñalada insensata. Es decir: son fotos recientes pero como si hubiesen sido tomadas hace una eternidad y antes de ese click/flash que separa al ser del casi no ser pero --finalmente y para volver a empezar-- une a lo vivido y a lo sobrevivido.
Y así poder seguir haciendo lo que siempre se hizo: contar el cuento.
Y el ensayo y la novela.
DOS Y tan lejos de una realidad más bien bestia y que suele estar muy mal escrita, en los ensayos reunidos en Los lenguajes de la verdad, Rushdie arranca afilando su pluma y rompiendo una lanza por el poder de la imaginación pura, de la historia extraordinaria en un paisaje literario cada vez más saturado por lo testimonial y lo autorreferente y lo based on a true story y la selfi-lit. Allí, en "Relatos maravillosos", Rushdie escribe: "Antes de que existieran libros, existían las historias... Los niños se enamoraban de las historias con facilidad y también vivían en las historias; inventaban historias a diario para jugar, asaltaban castillos y conquistaban países y navegaban el mar azul, y de noche sus sueños estaban llenos de dragones... Pero seguían creciendo y poco a poco se les empezaban a caer las historias, que terminaban guardadas en cajas en el desván, y a los antiguos niños cada vez les costaba más contar y escuchar historias, les costaba más enamorarse de ellas. A algunos de ellos les comenzaron a parecer irrelevantes, innecesarias: cosas de niños... Estoy convencido de que los libros y las historias de las que nos enamoramos nos hacen quienes somos, o bien, para no hacer afirmaciones demasiado grandilocuentes, que el acto de enamorarse de un libro o de una historia nos cambia de alguna forma, y que esa historia que amamos se convierte en parte de nuestra imagen del mundo, en parte de nuestra forma de entender las cosas y formular juicios y tomar decisiones en nuestras existencias diarias. De adultos nos cuesta más enamorarnos, y quizá terminamos apenas con un puñado de libros que podemos decir realmente que amamos. Quizá por eso tomamos tantas decisiones equivocadas". Y concluye: "Estoy a favor de seguir inventándonos las cosas. Solo a base de desatar la condición ficticia de la narrativa, podemos confiar en tratar lo nuevo y en crear ficción que vuelva a ser más interesante que la realidad".
TRES Pensar entonces en los ensayos de Los lenguajes de la verdad como la teoría que Salman Rushdie lleva a la práctica en la novela Ciudad Victoria. Y Rushdie ya lo venía avisando: luego de varias novelas Made in USA, iba siendo hora de volver a casa si no en cuerpo sí en alma y mente acaso fatigado de los cada vez menos Unidos Estados donde buena parte de las Grandes Novelas Americanas de los últimos tiempos parecen intoxicadas por las ocurrencias desaforadas de un realismo no mágico sino ilógico.
Así, de nuevo, viajar a la india Ciudad Victoria --presentada juguetonamente por Rushdie como "traducción" de épico mito clásico-- equivale a brusco paso de la domesticidad previsible del Súper-8 y home-video al más expansivo de los CinemaScope con 3D y sonido Dolby Atmos. Todo regido y dirigido por aquel que --como evocó muy veces-- descubrió lo que quería hacer y cómo hacerlo expuesto en su infancia a las radiaciones esmeraldas del film El mago de Oz.
Y de acuerdo: nada nuevo y de nuevo lo mismo en Ciudad Victoria y qué bueno que así sea, porque Salman Rushdie ya es un género literario que empieza y termina en sí mismo. Es decir, aquello cada vez menos frecuente y que alguna vez, se suponía, debería ser la más común de las aspiraciones literarias: ser personal siendo original para luego consagrarse --dickensianamente y en la más feliz de las paradojas-- como clásico de lo que se fundó. Sí: aquí Rushdie reincide una y otra vez en lo que es Su Tema y que no es otro que las idas y vueltas en el arte mágico de relatar historias y del cómo es posible que haya personas que no desean que se las cuenten. Y Rushdie --como se dice de uno de los personajes de Ciudad Victoria-- tiene "historias que contar a todo aquel que quisiera escucharlas, y no eran las típicas historias anodinas de la cotidianeidad del mundo, sino de sus maravillas; mejor dicho, eran historias que insistían en que la vida humana no es algo banal sino extraordinario" siendo plenamente consciente de que "la ficción podía ser tan poderosa como los hechos históricos". Eso (que bien podría ser definido como el Evangelio según San Rushdie) es la piedra fundamental y columna maestra y viga del tejado que sostienen esta maravillosa y poderosa ficción histórica y que cobija a otra de esas portentosos y --antes de que fueran obligatoria moda-- a otro de sus de verdad empoderados personajes femeninos marca de la casa.
Conozcan entonces a la formidable de nombre formidable Pampa Kampana, nativa de Vijayanagar, al sur de la India. Mujer casi divina que alcanza los 247 años de edad (pero a quien conocemos desde sus nueve años siendo testigo de un hecho traumático que la pone en contacto con potencias superiores convirtiéndose en una suerte de vehículo-recipiente-muñeca ventrílocua para la diosa Parvati) con la sola misión de mantener el orden en una ciudad con una muy rushdieana inclinación por el más gozoso de los caos. Así, Pampa literalmente alienta a la esmeraldiana Bisnaga (nombre que se traduce como "Ciudad Victoriosa") con la potencia de su imaginación. Tigres gigantes, palacios cósmicos, amnesias cuasi macondianas, batallas colosales y, sí, la arquitectura de leyendas expandiéndose hasta el cielo y más allá del horizonte con más de un guiño cómplice y agradecido y reverente de parte de Rushdie a otro de los sitios favoritos y fundacionales de su credo: la Tierra Media de J. R. R. Tolkien. Semejante esplendor, inevitablemente, culmina en ambición de poder y decadencia y catástrofe y, tanto tiempo después de conocerla, nos despedimos de una Pampa quien ahora sabe que esos "eran los últimos días de su vida y buscaba el consuelo de los viejos textos antes del final, por más que ya no pudiera leerlos". Entonces, llama a las puertas "el ángel del final, la Muerte en persona". Y todo lo sólido se desvanece en el aire. Es un final tan grandioso como crepuscular pero con la alegría de quien se sabe maestro en lo suyo y sabedor, como Pampa, de que "todo lo que queda son las palabras" y que "las palabras son los últimos vencedores". Alcanzada la última página, se impone el consuelo y alivio para Rodríguez de que, sí, Ciudad Victoria no fue ni será a lo último a lo que Rushdie nos llevará de viaje y que volveremos a su mundo. Un mundo en el que los dioses inspiran el amor a personajes geniales y fundamentales y no --como en el nuestro-- enceguecen de odio a fundamentalistas psicópatas indignos de ser puestos por escrito y mucho menos de ser contados o tomados en cuenta.
¡Victoria!
Salman Rushdie es grande.