El pasado miércoles 26 de abril, aprovechando el fin de semana extra-large que se avecinaba con el festivo del Día del Trabajador, se estrenó la serie sobre Fito Páez en Netflix. Como dicen los españoles: toda Argentina (o al menos esa clase media que todavía puede pagar en dólares aquella plataforma) está que no mea con ella. Posteos en Facebook, stories de Instagram, “publicaciones” en Twitter: si alguna Inteligencia Artificial –mal que le pese a Éric Sadin– se propusiera un estudio de recepción de la serie en Argentina, ya tendría material suficiente. ¿Qué será de los estudios culturales, de los etnógrafos digitales, con una máquina recopilando más rápido y abarcativamente que nosotros lo que la Argentina piensa sobre uno de sus músicos más importantes de los últimos 40 años?
Pero volvamos a Fito: el genio o no de Páez, la ausencia de contexto social, cómo es posible que haya una serie sobre Fito estando Charly vivo, etc. Cada uno tiene su corazoncito, su emoji, y lo defiende. Pero a mí en todo caso lo que me llamó la atención de la producción, además de la increíble encarnación de Kartún de Spinetta, es su efecto de actualidad, de contemporaneidad. Es una producción que claramente habla a la cultura de la memoria –también mediática– inaugurada en los 80s, a la incapacidad de imaginar futuros y entonces nos acolchamos en el pasado, pero lo que Páez cantó a fines de los 80s aplica a la Argentina de hoy. Tercer mundo, si no fuera porque es el disco inmediatamente anterior a El amor después del amor (donde la serie se suicida como si no hubiera carrera hasta 2023, asumiendo su propio carácter nostálgico), podría haber sido compuesto en estos años inflacionarios, desorientados políticamente, desesperanzados (como escribió Diego Valeriano en Lobo suelto, anarquía coronada: “Estamos muertos, sin ideas, vacías, tristes”). Incluso una producción 8 años posterior, “El diablo de tu corazón”, parte del disco Rey Sol (2000) con el que Páez sale –luego de Abre (1999)– de su affaire Sabina, es más contemporánea que cualquiera cosa que el músico haya compuesto los siguientes 20 años. Esto puede adjudicarse, como tanto cuesta reconocer, a que quizá los años mozos de una carrera ya pasaron y todo lo que queda es recordarlos y seguir bebiendo de su hilito, o bien a que Argentina epitomiza el sentido griego del tiempo y el carácter retornante de la moda: circulares (con Pipo Mancera). “Todo vuelve, como vos decís”.
La serie de Fito muestra: a) en plena dictadura, que no sólo fue terror sino también fiesta, una banda de rosarinos juntándose en un sótano a ser hippies y armar una Trova; b) un padre, con su hijo huérfano de madre, que llevaba todos los sábados a comprar un long-play, parte de una clase media que tenía trabajo, casa, auto, consumos simbólicos refinados y esperanzas de “m’hijo el dotor”; c) un hincha de Rosario Central que, 5 años después de haber comenzado a tocar con Baglietto, toca con el músico de rock más grande de Argentina, algo que hoy sólo puede contar Enzo Fernández con Messi; d) un músico ya reconocido, respetado por Charly y amado por ¡Spinetta!, que no encuentra su lugar en el país y prueba suerte, fallida, en París, Londres y Madrid. A Andrés Calamaro, con Los Rodríguez, le fue un poquito mejor, aunque ya después de que Páez y Roth gastaran 10 mil dólares en ropa desde un hotel madrileño, según cuenta en el documental Bios. El reconocimiento a veces trabaja como el búho de Minerva.
Fito Páez es una parte inextricable de la vida de cualquiera que bordee los 40 en esta Argentina en (constante) peligro. Lo mismo aplica a Calamaro, mal que le pese a quien sea, pero eso es otro tema. El “corazón”, me resalta alguien extranjera a quien recomendé la serie apoyado en sus subtítulos, ocupa un lugar redundante en su obra: “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, “Ciudad de pobres corazones”, “Corazón clandestino”, “Y dale alegría a mi corazón”, etc. No sé qué tendrá que ver eso con la Argentina de la (pos)democracia, si algo tiene que ver. Lo que sí se me ocurre es que tal vez –y la serie nos recuerda esto– Páez nunca dejó de ser hippie, pero nunca fue un hippie perejil. Fue un hippie que, como tantos otros, en un momento se convirtió en empresario de sí. No entiendo muy bien qué podemos reprocharle, cuando nuestros niveles de indiferencia y cinismo han alcanzado límites insoportables, cuando no nos movilizamos por despidos salvo que toquen nuestra puerta, cuando repetimos 20 veces lo mismo en 20 lugares distintos, en suma, cuando sobrevivimos. Pero sin haber compuesto “Pétalo de sal”.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Doctor en Ciencias Sociales UBA. Trabaja como Investigador del CONICET.