Nahro, o Naro en su noche inquieta, desanda el camino que durante el alba serán los mismos pasos repetidos por sobre las arenas sin memoria hasta las orillas del río que lo nombra. Puede recordar las sutiles diferencias de las sombras a lo largo del año, y el tiempo de secado de sus ladrillos de adobe, ese regalo de los dioses, esa bendición transformada en maldición por sus ideas. 

 Tal vez, y eso lo anima, los dioses dictaron el instrumento al marcar el ladrillo húmedo con el soplido único del viento. La pequeña rama quedó grabada en el canto ovalado, así como el ladrido de su perro aparece al sentir el inminente delta de fango tras las últimas dunas o como el reciente despertar señala la ansiedad de saber cómo será el alba o la rivera. 

De no haber repetido el hacer del mundo, el sueño lo llevaría al instante anterior de salir hacia el camino de la pila de ladrillos donde hablaban de nada, aunque en esa nada, descanso el juego diario de acertar la cantidad de unidades que hacía cada uno la tarde anterior. Todos reían porque sabían que al otro día la atribución de cifras, aún las propias serán equivocadas. Por eso al comienzo fue sencillo de marcar, con la rama del surco dejada por el viento, las rayas según cada ladrillo que hacía. Las trazó paralelas sobre la tierra no tan arcillosa guardandolas bajo un adobe según le dictó la prudencia. Cerrando las líneas en círculos resolvió reducir en cien la extensión de las marcas paralelas, luego con una línea horizontal bajo esos círculos pudo señalar diez series de cien ladrillos y así fue adquiriendo la destreza de trazar en la tierra un mapa de su memoria. 

Al caer de la tarde veía en las arenas del regreso el dibujo de su último signo dejado bajo el adobe. Veía también los signos superpuestos al movimiento de los otros cuando buscaban evocar con las manos las cifras del trabajo. Cierto desdén lo guardaba de hablar de los signos en la conversación del camino. También sintió esa humillación al haber demorado tanto en darse a construir la pequeña tablilla derivada del ladrillo. Era del tamaño de su palma (Grabó en ella un círculo sustentado sobre una línea). Si bien para la siguiente puesta de sol la tablilla había quedado nula, no dejaba de hacer una similar cada día. Incluso podría intentar registrar las cantidades hechas por los demás, o la suma total discriminada según cada operario. 

Un hallazgo fue la correspondencia entre líneas y círculos con la cantidad de ladrillos, otro fue elegir un trazo para cada persona. Para el signo de sí mismo, deslizó una línea ondulante como la sinuosidad de la ribera opuesta vista desde las últimas dunas antes de la sequía del río. En el contorno de una nariz, o de una rodilla prominente, logró la serie de denominaciones de cada uno de sus iguales. Esas líneas sobre las tablillas le dieron la ventaja en los juegos de la tarde y las exclamaciones de aprobación o de rechazo le indicaron una nueva manera de corresponder los signos: El jadeo de su perro o el graznido de un ave de alguna manera viven en las voces que dicen las palabras. Nahro reemplazó los perfiles de narices o rodillas con trazos imitando la prevalencia de esos sonidos en sus iguales; dos puntos contiguos y una línea eran un pájaro o dos líneas paralelas oblicuas las antenas de un grillo.

Durante la quinta luna después de haber logrado sustituir los perfiles por las imágenes de los sonidos, Nahro despertó con una idea anunciada por los movimientos de las imágenes en el sueño. Si en las tablillas reproducía la acción de las manos de sus iguales evocando las cifras, podría dar una idea del juego de la tarde y las risas que provocan. Así los signos, combinados según su gusto, comenzaban identificando a alguien con el contorno de un codo o bien el sonido de un relincho seguido del vaivén de una mano y la cantidad de ladrillos que decía haber hecho. Debajo, o en una columna a continuación, dejaba en el bajorrelieve de las tablillas la cifra constatada el día después. Nahro reía abiertamente de aquellos signos que sólo Nahro podía ver, o escuchar, en las arenas sin fin. Los demás sin mayores palabras lo fueron relegando en las tardes del regreso al ostracismo de verlos ascender y desaparecer tras cada duna. Al día siguiente, no sin suspicacias, se comunicaban solo entre ellos las cifras constatadas. Nahro desentendido, dedicó el tiempo muerto de cifras a registrar, en poder mejorar su sistema de símbolos.

Esta misma tarde de la desgracia o de la oportunidad, Nahro regresó apresurado al delta para inscribir una nueva tablilla. No registró el primer jirón de ropa movido por el viento. Comenzó desde el segundo. El jirón, un simple triángulo, señalaba por su vértice al contorno del codo tendido junto a las antenas del grillo silenciado. La daga sobresalía de la inmensidad del sonido del cuervo, que miraba hacia el ladrido quien aún movía sus pies. El ladrido estiró su último aliento en el jadeo de una frase. Nahro no sabía cómo inscribir esos dichos. La frase era una sentencia. Una sentencia que no podía ser dibujada con contornos o reducidas a cifras y que en su alocución indicaba una verdad atemporal o un modo de interpretar los hechos. De haber un método que lo pudiera ayudar sería su hallazgo de la segmentación. La correspondencia de signo a cifra de ladrillos, lo había adiestrado no sólo en buscar imágenes o trazar un sonido para designar una persona sino también a diferenciar los pulsos según se decían las palabras. 

El que habla lo hace en un ritmo que es reflejo de su ritmo de pensar que a su vez puede ser plasmado en una tablilla para domesticar las palabras que se esfuman, o ese era su anhelo y ese anhelo se presentaba ante la tablilla muda. Tanto en las alfombras del bazar como en las ceremonias y aún en el delta fangoso haciendo ladrillos, se hablaba siempre según el mismo interés y las mismas formas de entender lo que sucedía. Se hablaba de la maldición de la sequía, del enojo de los dioses. No faltaba quien decía que alguna culpa o robo se había cometido. Pero en ningún lado había escuchado la sentencia que lo intrigaba. Volvió sobre el recuerdo reciente de sus iguales tendidos en la arena. El ladrido (de acuerdo a la sentencia) había matado al codo y al cuervo, pero el grillo asestó su golpe de gracia antes de que la daga permaneciera inmóvil. No entendía como el grillo mató al ladrido justo después que este ultimara al cuervo. En todo caso importaba saber quién había empezado, el resto bien podía quedar bajo una idea arbitraria como lo eran sus líneas y sus círculos. Incluso el último aah del ladrido podía ser designado con cualquiera de esas líneas, o curvas o sonidos significativos de una voz. De un tirón, entonces, delineó una marca para cada sonido que pudo segmentar de las palabras de la sentencia. Allí estaba. Podría aún agregar más símbolos si se detenía a mejorar cada palabra. Como sucedió con las tablillas, lo inscrito en ellas le devolvía una nueva imagen del mundo que le permitía a su vez extender más símbolos y así segmentar cada cosa o también el pensamiento.

El resto de la noche será larga hasta el amanecer. La sentencia al estar escrita puede derramarse sobre miles y reproducirse sin fin engendrando tantos nuevos pensamientos y sus actos. Repasa el camino de las arenas, la vista del delta seco. Ya no podrá verlos a través de sus tablillas. Rompe la pequeña rama, que usó de cincel. Rompe también la tablilla sobre la cual descansan sus iguales al lado de la sentencia, "Sólo hay un Dios verdadero "